– Ir a verle dónde -dije, con cautela.
– No estoy lejos. En el Rockefeller Center, Quinta Avenida. Lo conocerá, seguramente.
– Desde luego.
– Le doy el piso y la suite. Se entra por la puerta de la estatua de Atlas. No tiene pérdida. En todo caso, si se extravía, pregunte por mí.
– No me consta que pueda fiarme de usted -alegué.
– Puede hacerlo. Estoy muy avergonzado y deseo ofrecerle una reparación -hizo aquella confidencia, casi íntima, sin variar la entonación, como si sólo fuera su deber y nada pudiera oponerse. Más tarde averiguaría que el deber era para Pertúa lo primero en la vida.
– De acuerdo. Iré. Deme una hora.
Aunque no solía ponerme corbata, había llevado alguna, y se me ocurrió que aquélla era una buena ocasión para utilizarla. Con corbata, debía ser el entrenamiento o alguna confianza inconsciente, me las arreglaba para ofrecer un aspecto relativamente respetable. Sin ella, porque carecía de elegancia natural o me faltaba envergadura, era mucho más improbable que se me tomase en serio. En los años cuarenta y cincuenta, cuando el respeto que a uno le tuvieran era decisivo, todos los hombres, aun los que debían quitárselo de comer, llevaban chaqueta y corbata. Incluso los galanes de cine, a quienes las mujeres habrían admirado igual en atuendo deportivo, se pertrechaban invariablemente con estos accesorios, así fuera para protagonizar películas en las que debían rodar todo el tiempo por los suburbios, unos suburbios de pega en los que llovía siempre, o casi siempre. Juzgué que también yo debía procurar que Pertúa me tomara en serio, aunque ello me obligara a sufrir un poco más el calor matinal. En suma, me puse corbata.
Gracias a las indicaciones de Pertúa, llegué sin esfuerzo a la suite cuyo número me había dado. Era una puerta blanca en un pasillo enmoquetado lleno de puertas blancas, que recorrí entero sin tropezarme con nadie. Llamé al timbre y a los cinco segundos zumbó lo que debía ser el mecanismo de apertura. Empujé la puerta. Al otro lado había un vestíbulo no muy grande, pero bien iluminado y amueblado. Junto a la entrada había una recepcionista y más allá otras dos mujeres, plausiblemente secretarias. Me fijé en que las tres eran muy atractivas, demasiado como para no haber sido seleccionadas con un miramiento singular hacia aquella cualidad que les era común. La que por ahora me incumbía, la recepcionista, aguardaba con una anchísima sonrisa a que le diera razón de mi presencia allí. Era una morena de pómulos saledizos y ojos brumosos.
– Vengo a ver al señor Pertúa -informé.
– ¿El señor Moncada?
– Sí.
– Le espera. Acompáñeme, si hace el favor.
Cuando se puso en pie, vi que además de atractiva era desaforadamente alta. Fui detrás de ella, sintiéndome como siempre se siente uno al lado de alguien que le aventaja demasiado en estatura: deficiente y un poco ridículo. Afortunadamente, el itinerario no fue largo. A lo largo de él había otras mujeres y también algunos hombres. Unos y otros trabajaban pacíficamente en sus ordenadores. Al fin fuimos a parar a otra zona amplia donde había otras tres secretarias, dos de ellas tan jóvenes y atractivas como las de la entrada y una tercera, a la que nos dirigimos, que era mucho mayor y también, pude apreciarlo cuando estuve cerca, de lejos la más atractiva de todas.
– Buenos días, señor Moncada -dijo, levantándose, antes de que me presentara yo o lo hiciera la muchacha gigante que me traía-. Pase usted, por favor.
Y me abrió la puerta que vigilaba, sin perder siquiera un segundo en anunciarme por teléfono. Al otro lado había un despacho de buen tamaño, sin llegar a la ostentación. Tampoco el mobiliario era suntuoso. De pie tras la mesa había un hombre de unos cincuenta años, calvo, tirando a bajo y no muy bien vestido, a quien no sorprendía mi entrada.
– Gracias por venir, señor Moncada -me saludó, en español, y sin detenerse despidió a la secretaria, con un inglés mejorable-: No me interrumpas por nada, Myrtle.
Myrtle asintió, se deslizó hasta el pasillo y cerró, sin hacer el menor ruido. Me quedé frente a Pertúa, analizándole, o más bien él me analizaba a mí, porque yo estaba con la atención dividida entre su traje arrugado y pasado de moda, el cabello híspido que le crecía a ambos lados de la cabeza, los ojos negros y vivaces. También me distraía la vista de la Quinta Avenida que había tras él. Al cabo de unos segundos, me tendió la mano y yo no rehusé estrecharla, por saber cómo la tenía. Unas manos húmedas o frías denuncian a un hombre. Pertúa, sin embargo, las tenía secas y templadas.
– Siéntese, por favor -en el rostro de Pertúa había una expresión ambigua, multiuso, que igual debía servirle para ir a una fiesta, despedir a un empleado o velar a un muerto. Era una sonrisa congelada en sus ojos, casi sin concurso de los labios.
– Usted me dirá -me puse a su disposición, sin la suficiencia que cualquier otro habría estado tentado de ejercitar ante un hombre que acabara de confesarle su arrepentimiento y su vergüenza. Yo, para impedirme ese desliz, recordaba a Kyriakos y la negra cicatriz en el dorso de su mano.
– Antes de nada -asumió su carga Pertúa, con disciplina-, vuelvo a suplicarle que me perdone, y digo que me perdone porque yo, Pertúa, soy el único responsable del disparate que se cometió hace algunas semanas. Me abochorna lo que habrá podido pensar de nosotros por causa de mi espantosa ligereza. Desde este momento quisiera pedirle, aunque ya imagino que va a ser difícil, que no crea que es nuestra costumbre recurrir a métodos tan infames e inaceptables. Le juro, aunque eso no sea una atenuante para mi falta, que los hombres que allanaron su apartamento jamás le habrían hecho el menor daño.
– Entonces, era sólo una visita disuasoria.
– Compréndame, por favor, no lo estoy justificando, señor Moncada. Fue una vileza y tomo toda la responsabilidad sobre mis hombros. Sé que es hombre inteligente y ya habrá supuesto que todo se debió a un exceso de celo, pero no me pagan para excederme, ni siquiera en el celo. Tiene mi palabra de que nunca más volverá a ver a los hombres que le amenazaron y le ruego que se deshaga tranquilamente de cualquier reparo que haya podido abrigar a raíz de su encuentro con ellos.
– Había abrigado algún reparo, en efecto -reconocí.
– Tengo entendido que incluso ha pensado en abandonar la ciudad.
– Sí, lo he pensado, no sólo por sus emisarios, aunque ellos fueran el estímulo principal. Vine aquí sin un plan definido y se me ha acabado el dinero.
Pertúa celebró conocer aquel dato, o ya lo conocía y celebró que lo mencionara.
– Si eso es todo -dijo-, debe reconsiderar esa decisión. Mis emisarios, como usted los llama con una mordacidad que sin duda merezco, son historia, créame. Y si viene urgido a irse por dificultades económicas, permítame saldar la deuda que he contraído con usted ofreciéndole un modo de solventarlas.
Si no hubiera sido, de nuevo, por el recuerdo de Kyriakos, que me inducía a ser prudente pese a todas las garantías que Pertúa pudiera darme de su desaparición, habría creído que aquel hombre me estaba adulando de forma miserable. Más tarde descubriría que era precisa una extraordinaria solidez interior para rebajarse como Pertúa era capaz de hacerlo.
– ¿Van a darme dinero? -interrogué, estupefacto.
– No era ésa la oferta que tenía para usted, exactamente. Quizá deba aclarar que en este momento ya no estoy hablando a título personal, sino en nombre de Manuel Dalmau, quien por diversas circunstancias, alguna de las cuales conoce, no puede tratar esto directamente con usted -Pertúa se detuvo a observar el efecto que en mí producía el nombre de Dalmau. Luego disipó el equívoco-: Le estoy hablando de un trabajo, señor Moncada. Según tengo entendido, posee alguna experiencia en el campo de las inversiones, adquirida en su país. Espero que no le incomode saber que hemos podido obtener algunas referencias, todas favorables, me alegra precisar.
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