Lorenzo Silva - El Ángel Oculto

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Impulsado por una serie de acontecimientos que él interpreta como señales -la muerte de su perro, la infidelidad de su mujer, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, un sueño- el protagonista de esta novela decide dejarlo todo e irse a Nueva York, con el vago designio de iniciar algunos estudios o, simplemente, a esperar algo que haga cambiar su vida.
El hallazgo casual de un libro escrito por Manuel Dalmau, un español emigrado a Estados Unidos a principios de los años veinte, le proporciona el primer indicio de cuál era la verdadera finalidad de su viaje. Sus tentativas por localizar al autor le llevarán a conocer a una mujer que le fascina, pero también le involucrarán en una trama de amenazas y misterios. Cuando por fin conozca a Dalmau y las razones que le impulsaron a abandonar España, su destino se verá inexorablemente ligado al del anciano, en un viaje interior que le hará comprender los poderosos vínculos que nos unen a los nuestros y a la tierra que nos vio nacer.

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– No me refiero a eso -le atajé-. Al cabo de diez meses, no sé a qué he venido a esta ciudad. Pero mientras paseaba con esa chica, por primera vez, tenía la sensación de estar cerca de algo, y a la vez de que ese algo escapaba a mi control, como si yo fuera parte de ello y no al revés. Ahora me doy cuenta, por ejemplo, de que esa noche ella averiguó lo que quiso de mí, mientras yo no conseguía averiguar nada. Maldita sea, se supone que era yo quien la había seguido a ella. Todo esto tiene algún sentido y quizá llegue a entenderlo. La cuestión es que no será antes porque yo me dé más prisa.

Raúl meneó la cabeza.

– Estás en una etapa crucial, compañero -dijo-. La etapa en que tienes que pensar, si de verdad deseas quedarte aquí, en cómo deseas quedarte y para qué. Hasta ahora no has sido más que un turista de larga duración y para eso sobra con dejarse llevar. Pero esa etapa se te acaba. A todos nos llegó el momento y lo resolvimos, de una forma o de otra. Tú te niegas a resolverlo. No soy partidario de aconsejar a nadie, pero tal vez deberías considerar con seriedad si lo que quieres no es volver a casa, simplemente.

– Si no me equivoco, nunca he estado más lejos de querer eso -proclamé, terminante.

Despachado así su aviso, Raúl se calló. Sin duda sus razones eran sensatas y atendibles, y no era improbable que pusiera en práctica algunas de sus recomendaciones, como por ejemplo la de buscar un empleo. Sin embargo, fallaba en lo principal. Yo no tenía ningún objetivo, y por eso estaba dispuesto a aceptar cualquiera que se ofreciese, especialmente si se sustraía a mi voluntad y quedaba al arbitrio de fuerzas desconocidas.

De esas fuerzas, suponía, habría de venir una señal, y es posible que ya hubiera comenzado a intuir cómo podría ser, incluso a coleccionar intuiciones diversas, todas ellas benéficas y estimulantes, cuando la señal vino, pero de una manera radicalmente distinta de todos aquellos necios borradores mentales que yo había estado garabateando. Al principio, cuando esa tarde regresé a mi apartamento, no advertí nada inusual. La puerta estaba bien cerrada con llave, el salón desocupado y en orden, las luces desconectadas. Incluso perdí un minuto preparándome un vaso de leche y dos o tres más paladeándola. Desde que la había probado por primera vez, me apasionaba la leche americana, por el sabor deliciosamente artificial que le daban todas las vitaminas y las demás sustancias con que la enriquecían. Luego me acordaría de aquel vaso de leche, como un detalle absurdo.

Los vi cuando entré en el dormitorio. Eran tres hombres, y parecían tranquilos. Dos de ellos estaban sentados sobre la cama, con las manos cruzadas entre las rodillas. El tercero estaba de pie, junto a la ventana, absorto en la quietud que aquella tarde dominical reinaba en Hicks Street. Los dos de la cama no iban ni mal ni bien vestidos, pantalones limpios y camisa de manga corta. El de la ventana llevaba un traje beige y una corbata de color teja, con pintas de un tono verde claro. Después de que yo entrara en la habitación, los dos de la cama continuaron inmóviles, porque ya estaban mirando hacia la puerta por la que yo había de aparecer, y el de la ventana volvió el cuello, sin precipitarse. Tenía una cara huesuda y lampiña. El sobresalto, y también el miedo, me privaron del habla.

– Buenas tardes. No se asuste -me saludó el hombre del traje. Hablaba como un locutor de televisión, marcando impecablemente cada sonido.

– ¿Qué significa esto? -llegué a decir, por algún milagro, pero me arrepentí en seguida, porque los dos hombres que estaban sentados en la cama se levantaron, vinieron hacia mí y me invitaron con un gesto a volver al salón.

– Vaya hacia allí -confirmó el del traje, sin despegarse de la ventana-. Tendremos más sitio.

Hice lo que me indicaban, y cuando me señalaron un sillón, me dejé caer sobre él. En mi cerebro se sucedían a toda velocidad pensamientos que no podían serme de ningún auxilio: no era frecuente que por allí hubiera robos en las casas, era todavía menos frecuente que hubiera robos acompañados del secuestro de sus moradores, aquellos hombres no tenían aspecto de ladrones, ni de traficantes, ni de gamberros juveniles (no eran jóvenes, para empezar), tampoco parecían ser mafiosos, pero ¿qué idea tenía yo de cómo eran los mafiosos, aparte de las estupideces de las películas? Los dos hombres que habían estado sentados en la cama y que ya no lo estaban, los dos hombres con camisa de manga corta, descripción que seguiría sirviendo mientras no se la quitaran (y no era probable que lo hicieran), cogieron cada uno una silla de las que había junto a la mesa de comedor y se sentaron ante mí, algo retirados, obstruyendo el paso hacia la salida. Siempre me quedaba la ventana (¿me produciría lesiones irreparables saltar desde un segundo?). Sólo cuando los otros se hubieron acomodado en aquellas sillas, que se veían pequeñas y endebles debajo de ellos, vino el hombre del traje al salón y tomó asiento frente a mí, más cerca que los otros. Antes de hacerlo, se desabrochó el botón inferior de la chaqueta. Era una chaqueta de buen corte y tejido caro, aunque el estilo pretendiera ser informal, o sólo veraniego. El hombre del traje sonreía mientras se sentaba, como si notara que yo le envidiaba la chaqueta.

– Antes de nada -dijo, otra vez con aquella voz y aquel inglés maravilloso, de locutor televisivo-, me permitirá que le presente a mis compañeros y que me presente yo mismo. Ellos son Keith y Greg y yo soy Kyriakos y podrían ser nuestros nombres auténticos, aunque le dejaré con esa duda, para que tenga algo con lo que entretenerse mientras estamos aquí y también luego. Con esto le transmito una información importante, que espero que le aliente: habrá un luego. Bueno, no debe caberle ninguna duda. Si no fuera a haber un luego, ni siquiera habría tenido tiempo de vernos. Somos personas ocupadas y cobramos por horas. Además hoy es domingo, precio doble.

Consignó la circunstancia como si hubiera de resultarme peculiarmente halagüeña. Era un hombre caluroso, pese a aquella cara angulosa y flaca y a la brillante piel de muchacho, femenina y desasosegante.

– ¿Ha reflexionado alguna vez sobre el papel que la violencia desempeña en nuestra sociedad, señor Moncada? -preguntó Kyriakos, como si fuera un profesor de filosofía preguntando a un alumno si alguna vez se había parado a reflexionar sobre el alcance de los conceptos de forma y substancia en los escolásticos.

No habría podido responder aunque hubiera querido, y aun si hubiera querido y podido no habría tenido nada que contestarle. Era obvio que Kyriakos iba a mostrarme perspectivas para mí inasequibles del problema. Kyriakos lo sabía, y prosiguió, sin cuidarse de mí:

– La organización de nuestro tiempo se basa en un permanente ejercicio de la violencia. Con ella se resuelven los desequilibrios entre las naciones, las clases sociales, y también dentro de las clases sociales. Nuestro gobierno utiliza la violencia para que ciertos países, los que olvidan cómo son las cosas, estén donde deben estar y hagan lo que deben hacer. Los poderosos utilizan la violencia para que los que no tienen el poder, y también olvidan cómo son las cosas, se aguanten y no molesten. Y todavía entre los desgraciados, unos ejercen la violencia sobre el resto, porque todavía quedan papeles por repartir; siempre se puede ser primero y último, aunque sea en el infierno.

Keith y Greg escuchaban con la frente arrugada, con la vista alzada al techo, como si estuvieran en la iglesia oyendo un sermón que no fuera ni muy novedoso ni muy rutinario, de labios de un pastor que tampoco les cayera demasiado bien o mal.

– Ahora bien -Kyriakos extendió las manos al frente, para llamar la atención sobre lo que iba a exponer a continuación-. En nuestros países, y me refiero a los países que se llaman civilizados, como éste o el suyo, son muchas las personas que viven en la ilusión de que la violencia no existe. Y debe comprender lo que quiero decir exactamente. Pueden ver guerras en la televisión, o atracos en el cine, y hasta sufrir pequeños robos ellos mismos, y aun así mantener la ilusión de que la violencia no existe. ¿Por qué? Porque nunca se han encontrado en una franja de desequilibrio. Viven confortablemente en amplias zonas de equilibrio, lejos de las fronteras donde la violencia es necesaria. ¿Me sigue?

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