Carmen Gaite - Retahílas

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En Retahílas, el viaje que realiza una anciana al pazo familiar para morir, acompañada de su nieta Eulalia, y la llegada sorpresa de Germán, el sobrino de Eulalia, producirá durante esa noche un intenso diálogo entre los dos que dará lugar a seis monólogos, en los que cada uno reconstruirá y contará qué ha sido su vida hasta entonces.

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Así que si alguien me hubiera dicho antesdeayer, parada a la puerta de aquel local de Arguelles, sin saber dónde ir ni qué hacer de mi noche, que la de hoy me iba a caer encima perdida en el monte, sin reconocer ya los perfiles ni siquiera del mismo Tangaraño, me habría emborrachado o drogado, no sé, con tal de no meterme en la boca del lobo, las fauces, el abismo, que así literalmente sentía yo la ruina de esta casa. Volví a entrar en el local porque la calle se me hacía demasiado incómoda -la gente cuánto chilla en algunos barrios, te empujan, no te miran ni te piden perdón- y pensé en telefonear a mi amigo, aunque no era probable que hubiera vuelto a casa, andaría buscando por ahí sitio para cenar, llamando a otros amigos. Había estado con él el día anterior en ese mismo local, un drugstore muy agradable que han abierto hace poco, yo no lo conocía, me llevó él después de un paseo que dimos en su coche por la Casa de Campo, la charla había sido estimulante y divertida y se daba por hecho que teníamos que continuar, pero todo un poco forzado, en el fondo, porque hacía más de dos años que no sabíamos nada uno de otro y a mí de pronto esa tarde me había dado por llamarle; no es que saliera mal la cosa, entiéndeme, ni que no estuviéramos a gusto, es una amistad demasiado antigua y tenemos un lenguaje y unos recuerdos demasiado comunes para que resulte violento reencontrarse, pero esas audacias de naturalidad que me empeño en seguir teniendo con la gente se me hacen algo ridículas cuando las veo como imitaciones de algo que a los veinte años hace uno de otra forma, con agresividad y entereza, sin temer unas consecuencias que, o no se tienen en cuenta, o divierte provocar. El teléfono estaba ocupado; pedí un vino en la barra y, mirando la mesa donde habíamos estado sentados la tarde anterior y donde realmente lo habíamos pasado muy bien, me di cuenta de que si me metía en el juego de echarle de menos y de andarle buscando, me iba a durar toda la noche la ansiedad que me había asaltado desde que me despedí de él ya muy tarde, la que me provocó el insomnio y me llevó a tomar tranquilizantes al otro día y a dormirme cuando menos lo esperaba. No es que me haya importado nunca demasiado de este amigo, aunque en tiempos de la carrera me influía bastante, pero hace tanto tiempo ya; le había llamado por puro aburrimiento, porque andaba repasando el listín de las direcciones telefónicas y al llegar a la C vi Julio Campos y pensé "¿qué habrá sido de éste?", pero luego, nada más verle, me di cuenta de que he dejado de saber lo que piensa de mí y eso me hace perder pie con la gente; al principio no noté nada en su voz, ni sorpresa ni alegría, ni fastidio, él siempre ha sido flemático, dijo: "¿vernos?, bueno, muy bien, así ves el coche nuevo que me acaban de dar, lo he estrenado ayer", nada, como si comiéramos juntos todos los días, y no sé por qué me quedé a disgusto si, conociéndole, no podía esperar que dijera otra cosa, y además me gusta la gente así. Se lo dije luego, cuando nos vimos, que llamar a alguien al cabo de dos años densos de argumento y que no te pida explicaciones de nada ni te sientas en la necesidad de dárselas, me parecía maravilloso; pero mientras se lo decía, le miraba disimuladamente el perfil, y un gesto que ha tenido él siempre de humedecerse los labios con la punta de la lengua lo interpretaba como sonrisa de burla y eso me hacía estar mal, como al acecho, pensaba: "ahora me va a preguntar que eso de los dos años densos de argumento por qué lo he dicho", pero nada, no me preguntó nada, a lo mejor ya sabe que me he separado de Andrés. Dimos un paseo por el Madrid viejo y luego salimos al Viaducto. En la Cuesta de la Vega, según se baja, hay un muro plagado de balazos, impactos de la guerra del treinta y seis todavía. "No me digas que no es siniestro -dijo él- que después de tantos años lo conserven igual y hasta le hayan puesto su inscripción, pensar que cada uno de esos agujeros es la huella de un tío que dejaron seco ahí mismo." Yo nunca me había fijado, la verdad es que voy poco por esos barrios, pero miré por la ventanilla del coche y allí en el muro hay una leyenda debajo de una escultura muy retórica de ángeles de hierro aplastados y picudos que yo le dije a Julio que me recordaban los dibujos de la revista Alférez, una de los años cuarenta. "Ya -dijo-, fantasmas del pasado, recuerdos de posguerra, siempre volvemos a lo mismo, pero ya esos recuerdos ni en el café hacen gracia, empieza porque ya no va habiendo cafés de los de hablar, sólo sitios de barullo; la guerra es cosa de los libros, hija mía, la tienen toda fichada los extranjeros a base de becas que les da su país; ya verás qué poco vienen a pedirte a ti que les cantes la Chaparrita." Vimos atardecer en la Casa de Campo y me pidió que le cantara la Chaparrita, una canción que todavía estaba vigente, como la del valiente y leal legionario cuando nosotros empezamos en la Facultad: había sido esa Chaparrita como la Lilí Marlen de nuestra guerra, una especie de madrina de guerra mítica con la que los soldados soñaban desde las trincheras. "Menos mal que no han encontrado ese filón los buscadores de la moda «camp» -dijo Julio-, qué pesados se ponen con desenterrar coplas sin saber de qué va"; y yo pensé que es verdad, que la guerra se ha convertido en un tema apagado que ya ni siquiera despierta rebeldía. Al llegar al drugstore estaba algo triste y me gustó el local, me arropaba el jaleo de la gente que entraba y salía sin parar, que se reía, que se besaba, que se daba bromas, y los veía moverse como figuras que se destacasen sobre el fondo de aquella canción que desenrollaba de un modo continuo y maquinal sus palabras en mi cabeza:

Chaparrita,
la divina,
la que va muy de mañana
al templo para rezar,
le pide a Dios bueno y santo
que se le lleve en buen hora
a su seno a descansar.

Me daba miedo estar callada, me ocurre ahora con frecuencia, y le pregunté a Julio, por hablar de algo, que dónde había pasado la guerra él; me dijo que en Lisboa y se puso a hacerme un dibujo de la casa donde había vivido con sus padres cerca de la desembocadura del Tajo, y bebimos, y me contó muchas más cosas, pero yo no podía atender del todo porque seguía sin estar segura de que se encontrase completamente a gusto conmigo, que era en definitiva lo que más me importaba verificar; me consolaba pensando que los jóvenes que entraban buscando sitio posiblemente al mirarnos con las cabezas juntas e inclinadas sobre las rayas que hacía el bolígrafo de Julio dibujando el río Tajo en aquella servilleta de papel, pensarían durante unos segundos que lo estábamos pasando muy bien, tal vez incluso alguno que entrase solo y de mal humor pudiese llegar a envidiarnos; pero sin recurrir a ese truco de imaginar la envidia de los demás, era incapaz de entregarme con confianza a aquella situación. Luego ya bebimos más y estuvimos en otros sitios y se me pasaron esas preocupaciones porque Julio estaba muy simpático y charlatán, me dijo al despedirse que le llamara cuando quisiera, y a la mañana siguiente mismo, como no había dormido nada, le llamé porque a veces da angustia que el nuevo día se ponga a acarrear, nada más cuajarse, materiales de repuesto que arrinconen y hagan inoperantes las escenas que te han coloreado un poco la vida el día anterior, se ve todo tan fugaz y tan casual que parece que no ha existido. Y yo aquel encuentro quería fijarlo de alguna manera, porque últimamente necesito encontrarle sentido a lo que hago, me hace daño la inconexión de que veo teñidas todas las cosas, el poco asiento que toman en mi mente; y algo de esto quería decirle precisamente a Julio, porque al final de la noche había hablado bien con él y me parecía favorablemente dispuesto hacia mí, incluso en algún momento le había descubierto una punta de la admiración que me tuvo cuando éramos estudiantes, quería darle las gracias por la compañía que me había hecho o algo así, volver a hablarle para saber que de verdad había estado con él, pero lo decidía y me arrepentía de haberlo decidido, marcaba tres números y colgaba, pensaba la frase más natural "quería oírte la voz" o "¿verdad que estuvimos a gusto anoche?", pero luego, al final, sólo fui capaz de pedirle disculpas porque me pareció que le había despertado y, aunque quedamos para vernos otra vez por la tarde, me quedé cohibida -"para qué le habré llamado tan pronto, no sé qué se va a creer"- y ya todo el día intranquila, sin poder conciliar el sueño ni quitarme aquella desazón tonta, hasta que a mediodía tomé los tranquilizantes para no estar nerviosa cuando le viera, y es cuando luego me dormí. Así que a la contrariedad de que se hubiera malogrado la cita se añadía un retorno a las indecisiones de la mañana, es decir, ni me decidía a llamarle por teléfono ni me dejaba de decidir. No ser capaz de averiguar las ganas con que habría acudido a la cita ni el tiempo que me habría esperado ni el estado de ánimo en que habría abandonado el local eran ingredientes mucho más fundamentales para mi incomodidad que la simple curiosidad por conocer su paradero. Pero cuando se quedó libre la cabina del teléfono, ya había visto claramente que sería un enorme error intentar localizarle; seguramente no estaría en casa, pero, además, si le llegaba a encontrar, a saber por dónde tendría el capricho de desaguar mi malestar de todo el día, es lo bueno que tiene conocerse uno un poco a sí mismo, seguro que acababa soltándole un rosario de problemas personales y hasta puede que preguntándole que qué pensaba de mí y que si me encontraba estropeada, y eso, vamos, es lo último, me espantó la idea, comprendí que se me avecinaban humores incontrolables y me dije: "fuera, Julio no existe", así que pagué el vino y salí huyendo calle abajo como si hubiera visto un abismo, y cuando te escapas de un abismo, cómo vas a pensar que te metes en otro.

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