– Jamás pensé que nos echara -dijo en voz alta.
– ¿Qué pensaste, Eva? ¿Qué pensaste? -preguntó Adán, volviéndose a mirarla, reprochándola.
– Te lo dije. Él quería que yo comiera la fruta. Eso me hizo sentir. Quiere saber qué resultará de nosotros. Para eso nos hizo libres. Eso pensé.
– ¿Y pensaste que todo eso sucedería en el Jardín?
– Pensé que la Tierra entera sería nuestro Jardín.
Adán la miró con lástima.
– Te equivocaste -dijo.
– Aún no sabemos qué hay más allá, Adán. Quizás encontremos lo que vi. Elokim sabrá lo que hace.
El hombre esbozó una sonrisa irónica y melancólica. ¿Qué podía esperar de ella sino curiosidad? Dichosa era que así respondía a la incertidumbre. Él, en cambio, se sentía paralizado, lleno de temor y de arrepentimiento. No quería moverse de allí. Se aferraba a la posibilidad de que Elokim recapacitara y les permitiera regresar.
– Yo creo que debemos pedirle a Elokim que nos perdone, postrarnos hasta que nos deje volver.
Eva sintió la angustia de Adán en las plantas de los pies, en las palmas de las manos y en una nube turbia de agua que se le acumuló en los ojos y empezó a fluir por sus mejillas. Él sintió el calor de la mujer en su espalda y la humedad de sus lágrimas. Se alzó despacio y en cuclillas miró una vez más el Jardín. Flotaba a lo lejos en un aire claro e irreal. Del ramaje del Árbol de la Vida, retorcido y frondoso, emanaba la luz dorada y plácida que hasta entonces los alumbrara. Se preguntó si lograrían sobrevivir, si cuanto había acontecido no sería simplemente un engaño de Elokim, un espejismo para obligarlos a sentir nostalgia. Eva se separó de su lado y caminó muy cerca del abismo. A medida que el humo espeso se esparcía diluyéndose en el aire, el contorno del Paraíso se definía con mayor claridad. Podía ver los senderos tantas veces recorridos, las plantas, los árboles cuyos nombres conocían. Oía el ruido de los ríos que, ya sin cauce, se derramaban sobre el precipicio. Regresó al lado de Adán.
– No creo que Elokim quiera oírnos aún -le dijo, acariciando su mano-. Apenas acaba de terminar de temblar la tierra. Habrá que esperar que se le pase el disgusto. ¿Por qué no vamos a mirar qué hay hacia allá donde se hunde el cielo? Mira que el polvo comienza a despejarse. Vamos, Adán, después haremos eso que dices.
Él aceptó su razonamiento con resignación. Empezaron a caminar dejando el Jardín a sus espaldas. A través de los espacios de claridad abiertos en la polvareda se adivinaba una ancha y rugosa estepa de tierra rojiza tapizada de hierba amarillenta y salpicada aquí y allá por grupos de palmeras y cedros. En uno de los lados del paisaje, montañas escarpadas de riscos afilados brotaban del suelo altas y agrestes. A una distancia que les era imposible determinar había una formación rocosa. Enormes placas de piedra sobresalían de la superficie como expulsadas de una región oscura. Las rocas más allá se alzaban en montículos hasta formar una montaña extraña y solitaria sobre la que ascendía una mancha de tupida y variada vegetación que serpenteaba verde hasta perderse en los confines de la llanura a sus pies. El paisaje no parecía nuevo, sino más bien cansado, fracturado, dolido. Les sobrecogió la enormidad de sus dimensiones y la arbitrariedad con que rocas, hierba y vegetación crecían y se acomodaban de manera tan distinta al Jardín. ¿Sería Elokim quien habría dispuesto todo aquello?, se preguntó Adán, asombrado de que pudiese existir tan cerca del Jardín un paisaje tan desolado y hostil como aquél. A su lado, Eva avanzaba tratando de apaciguar la sensación de haber empequeñecido súbitamente. Se sentía diminuta, frágil. Le ardían los ojos y le picaba la nariz.
– ¿Qué pasará allá donde termina el cielo, Adán, habrá otro precipicio?
– Eso es el horizonte -dijo él-. Fíjate que se mueve mientras caminamos.
Eva miró las nubes. ¿Dónde irían?, pensó, jamás se lo había preguntado antes, cuando las veía rodar sobre su cabeza tendida junto al río en el Jardín.
Sin ponerse de acuerdo, ambos enfilaron sus pasos hacia la mancha verde de pinares. Eva se detenía aquí y allá. Levantó piedras del suelo, briznas de hierba. Las olió. Pensó en el Árbol de la Vida y el Árbol del Conocimiento, tan similares y a la vez opuestos. La tierra fuera del Jardín también tenía rasgos, olores que le recordaban su Paraíso, y sin embargo cada cosa en esos parajes parecía poseer la alternativa entre hacer daño como el que le hacían las piedras en las plantas de los pies mientras caminaba, o simplemente mostrar sus cantos agudos y su dureza cuando se inclinaba, las recogía y las observaba sobre la palma de su mano.
¿Existirían el Bien y el Mal en todo cuanto los rodeaba?, se preguntó. Dio un respingo al extender la mano para tocar una azul y perfecta flor silvestre. ¡Tenía espinas! Jamás imaginó que una flor pudiese herirla.
Adán veía a Eva esquivar las piedras del camino. A él también se le enterraban en los pies obligándolo a saltar para evitar el aguijoneo que, sin saber cómo, le subía por las piernas hasta el pecho. Desde que comenzaran a alejarse del Jardín, el mismo cuerpo que hacía tan poco le brindara placer no cesaba de causarle una miríada de sensaciones que no lograba entender ni suprimir. El polvillo que flotaba en el aire le ardía en la garganta, la luz cenicienta se le pegaba a la carne causándole ahogo y agua salada en la piel. Palabras nuevas, dolor, sudor, emergían en su conciencia y nombraban aquellos desconcertantes malestares.
Mientras Eva se separaba de su lado para palpar árboles desconocidos, las hierbas y pequeñas flores, él no cesaba de mirar hacia atrás, de añorar el Jardín y de preguntarse con angustia si se le pasaría a Elokim el impulso iracundo de expulsarlos y dejarlos expuestos y solos en aquel paisaje demasiado grande e inhóspito.
A medio camino, Adán vio un halcón. Volaba en círculos a los lejos. Los animales, pensó. Los había olvidado. ¿Dónde estarían? ¿Qué habría sido de ellos?
El cielo blanco y espeso le pesaba sobre la espalda. Se preguntó si aquella luz macilenta sería tan constante como antes lo fuera la cálida y dorada luz del Jardín. La sensación de su piel sudorosa y el calor que le encendía el cuerpo lo obligaban a caminar despacio. Eva también sudaba. El brillo de su cuerpo mojado atraía a Adán. Se acercaba y le pasaba la mano por la espalda, por los brazos. Notó el tono rojizo que había adquirido y se preguntó si el color de la tierra se estaría reflejando en ella. Aunque no cesaban de caminar, apenas se acercaban al verdor lejano. Eva escuchaba el viento. ¿De dónde vendría? Era como Elokim, invisible pero presente. Le pareció oír risas. Pensó que serían los otros que ella viera. No concebía que estuvieran solos en una inmensidad como aquélla. En el agua del río, ella había visto muchos. Volvió a escuchar la risa. Se detuvo. Hizo un gesto a Adán para que se quedara quieto.
– ¿Oyes eso? Alguien se está riendo.
– La Serpiente. Andará por aquí.
El hombre alzó la mirada. Estaban muy cerca de unas extrañas formaciones de roca que emergían de la tierra como enormes monolitos y cuyas paredes mostraban franjas que iban del rosa pálido al naranja. La risa se escuchó más clara. No sonaba como la Serpiente. Adán corrió hacia las rocas de donde provenía el sonido. Eva lo siguió. Las vieron surgir en lo alto de uno de los promontorios. Hienas. Seis o siete. El hombre sonrió. Recordó el nombre aquel haciéndose en su mente, construyéndose en su boca. Por primera vez asoció el sonido de las hienas con el de su propia risa. Las llamó. Los animales siempre se acercaban cuando él los llamaba. Las hienas no obedecieron. Husmeaban el aire. El sonido de sus risas se diluía en roncos gruñidos. Los observaban y se movían inquietas. Eva vio una de ellas empezar a descender. Sin saber por qué sintió frío en la espalda.
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