– Yo te acompañé a comer la fruta -dijo Adán-. Acompáñame tú ahora.
Tras un lacónico y fugitivo momento de duda y lástima, Adán se lanzó al vacío desde el promontorio. La mujer se lanzó tras él.
Caían precipitadamente, el aire silbaba en sus oídos, Eva cerró los ojos, apretó los labios.
Adán alcanzó a ver el polvo rojizo del suelo agitarse y convertirse en un túnel de viento que, girando vertiginoso, los envolvió deteniendo su caída y los transportó por los aires hasta depositarlos en una corriente de agua.
Otra vez la Voz habló dentro de ellos.
– No es hora de morir -les dijo-. Conocerán la muerte en su momento. Y cuando llegue querrán que tarde un poco más.
Tiritando, salieron braceando del agua. Reconocieron la vegetación de palmeras, cedros y pinos, las márgenes del río que vieran a los lejos. Era allí donde Elokim los había llevado. Sobre la hierba encontraron más pieles secas con que vestirse. El sol brillaba alto en el cielo. Se tendieron en la orilla, sin hablar, confundidos y escarmentados. El calor que poco a poco invadía sus cuerpos apaciguó el temblor que les dejara el vértigo y el terror de la caída.
– Tuve mucho miedo -dijo Eva-. No me pidas que intente morir otra vez.
Adán asintió. Había tragado bocanadas de agua. Era bueno el líquido cristalino, refrescaba la garganta, la boca. Esperó con cautela un buen rato para cerciorarse de que nada malo le sucedía y luego incitó a Eva a probarlo.
– Bebe, Eva, bebe. No te pasará nada. Sabe muy bien -dijo, tomándola de la mano y haciendo que se inclinara desde una roca para tomar el agua con el cuenco de su mano y llevársela a los labios.
Eva bebió. Sorbió el líquido con fruición, chupando hasta la última gota de sus dedos, volviendo por más una y otra vez. Adán sonrió. Se admiró de que ella no hiciese nada a medias. Confiaba en él o lo desafiaba. Las señales de su rostro eran inequívocamente gozosas.
– ¡Mira que salvarlos cuando decidieron morir! ¡Quién entiende a Elokim! Les dije que era contradictorio. Hace cosas y luego se arrepiente. De seguro lo consume la curiosidad de ver qué harán con la libertad que se tomaron.
Alzaron la mirada. La Serpiente hablaba enroscada en la rama de un arbusto cuyo tronco se inclinaba sobre el río.
– Tú otra vez -dijo Adán.
– También me he quedado sola. Me aburro.
– De haber muerto, ¿habríamos vuelto al Paraíso? -preguntó Eva-. ¿Por eso nos salvó, para impedir que regresáramos?
– De la muerte no hay regreso. Es mejor que no vuelvan a intentarlo. Muy poco han vivido. La vida los acercará al Paraíso.
– Dinos cómo -dijo Adán.
– No puedo ayudarles. Elokim ha dejado de hacerme confidencias. Estoy sola.
– Pero sabes mucho.
– El conocimiento no es la solución de todo. Ya lo irán descubriendo. Yo me marcho. Me cansa contestar tantas preguntas.
Ágil, se deslizó por las ramas del árbol y desapareció.
La mujer se tendió sobre la hierba, pensativa. Adán se acostó a su lado. Permanecieron largo rato en silencio, mirando el cielo cóncavo y azul a través de las ramas de los árboles.
– Me pregunto si la Serpiente es la Eva de Elokim -dijo ella-. Cuando hablamos en el Jardín me dijo que lo había visto hacer constelación tras constelación y luego olvidarlas. Se conocen de hace mucho.
– Quizás ella estaba dentro de él igual que tú estabas dentro de mí.
– ¿Por qué crees que Elokim nos separó?
– Pensó que podríamos existir como un solo cuerpo, pero no resultó. Te dejó muy dentro. No podías ver ni oír. Por eso decidió separarnos, sacarte de mi interior. Por eso nos sentimos tan bien cuando los dos volvemos a ser uno.
– Pero tú piensas que yo soy culpable de cuanto ha acontecido porque te di a comer la fruta del Árbol del Conocimiento. Podrías haberte negado a comerla.
– Es cierto. Pero ya una vez que tú la habías comido, yo no podía hacer otra cosa. Pensé que dejarías de existir. No quería quedarme solo. Si yo no hubiese comido de la fruta y el Otro te hubiese echado del Jardín, yo habría salido a buscarte.
A Eva se le llenaron los ojos de agua.
– Yo no dudé que comerías -dijo ella.
– Y ese día te vi como si nunca antes te hubiera conocido. Tu piel lucía tan suave y brillante. Y tú me miraste como si de pronto recordaras el sitio exacto donde existías dentro de mí antes de que el Otro nos separara.
– Tus piernas me impresionaron. Y tu pecho. Tan ancho. Sí que sentí el deseo de estar allí dentro otra vez. Te he visto en sueños. Tienes cuerpo de árbol. Me proteges para que el sol no me queme.
Sin ponerse de acuerdo se levantaron y entraron de nuevo al agua a refrescarse.
– Eufrates -dijo Adán-. Así se llama este río.
Flotaron en la corriente abandonándose a la sensación del agua cristalina. Entendieron sin dificultad la alegría de los peces cuyos colores a menudo habían admirado. Adán abrió los labios y sorbió lentamente el fresco líquido. Pensó en el sabor del fruto prohibido y buscó a Eva. Volvieron a besarse y a entrar el uno en la otra, asombrados de la insólita experiencia de sus cuerpos livianos y fluidos. Largo rato estuvieron quietos, fuertemente abrazados, cada uno intentando recuperar la memoria perdida de ser una sola criatura, alcanzar las imágenes que cada quien guardaba en su interior y verter en ellas el río de las propias. Recorrieron inútilmente los pasadizos tenues de sus mentes, deseando penetrar la densidad de las sensaciones del otro, sin poder traspasar el espacio donde cada quien existía irremediablemente solo en el límite del propio cuerpo. Por más que trataron, no lograron ver el paisaje intrincado donde habitaban sus más íntimos pensamientos. Fue el reconocimiento de aquella traba infranqueable lo que finalmente los envolvió e hizo que sus músculos y huesos se abrieran sin reparos para tomarse la única intimidad plenamente concedida, a la que llegaron sobre la orilla, en medio del Iodo y las algas de la ribera.
Cuando echaron a andar de regreso a la cueva, el resplandor del día daba paso a la luz suave y acogedora de la tarde. Soplaba brisa. Dejaron atrás el bosque de la ribera para cruzar a campo traviesa hacia la montaña. En el trayecto divisaron a lo lejos un grupo de elefantes y una manada de oryx, de largos cuernos. Parecían vagar desorientados como ellos. Comieron también del fruto prohibido, pensó ella. Quizás los juzgarían responsables de que los expulsaran del Jardín. Adán recordó las hienas. Se preguntó si éstos serían dóciles o los atacarían. Eva sugirió que no se acercaran demasiado.
– Extraño a Caín -dijo Adán recordando al fiel perro que lo acompañara en el Jardín.
– Y yo al gato -dijo Eva-. Anda, vamos al Jardín a buscarlos.
Cuando de nuevo avistaron el precipicio y la lejanía misteriosa del Jardín en el centro, Adán sintió otra vez la flojera de sus lágrimas. Si hubiese sido un animal habría aullado de pena frente aquel espejismo cuya hermosura inexplicable era un ardor constante en su memoria. Forcejeó en su interior para acallar los reproches contra la mujer, la Serpiente y Elokim. De poco le servía razonar, hablarlo con ella; en la íngrima cavidad de sí mismo, no lograba aligerar el peso de haber sido desalojado de aquel lugar donde fuera creado para existir como la más especial y feliz de las criaturas.
Vio a Eva avanzar y detenerse detrás de unos arbustos floridos, oler las flores. Notó que su piel estaba más oscura, dorada, como si de algún modo se las hubiera ingeniado para guardar el brillo del Paraíso. La alcanzó. No debían acercarse mucho al precipicio, dijo. No fuera a ser que otra vez el fuego los asediara y los obligara a retroceder.
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