Gioconda Belli - El Infinito En La Palma De La Mano

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El mágico relato de nuestros orígenes es probablemente el que más fascinación ha inspirado en la humanidad a lo largo de los tiempos. Pero, más allá de los cuarenta versículos que la Biblia dedica a Adán y Eva, más allá incluso de la leyenda, ¿cómo sería la vida de aquella inocente, valiente y conmovedora primera pareja?, ¿cómo sería aquel universo primigenio?
Poesía y misterio se dan la mano en esta sorprendente novela que nos presenta al primer hombre y la primera mujer descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas.
El infinito en la palma de la mano ha sido galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2008 por su singularidad y su capacidad evocadora. Gioconda Belli ha creado un mundo nuevo que surge de los Grandes libros secretos, textos apócrifos o prohibidos llenos de revelaciones y fantásticas apariciones, y recrea magistralmente la historia más prodigiosa que pueda imaginarse.

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Oyeron de pronto el tropel de los animales. Vieron la manada de elefantes girar en redondo, los búfalos, los tigres, los leones. Escucharon un sin fin de sonidos guturales, de aullidos, de lamentos incomprensibles.

Adán miró a Eva. Experimentó su primer desconcierto.

Eva deseó que dejara de verla como si mordida la fruta estuviera pensando morderla a ella, comérsela. Se tapó los pechos.

– No me mires más -le dijo-. No me mires así.

– No puedo evitarlo -dijo él-. Mis ojos no me obedecen.

– Me taparé -dijo ella, arrancando las hojas de la higuera.

– Y yo -dijo él, consciente de que ella tampoco lograba apartar la vista de sus piernas, de sus manos, como si fueran una novedad.

Eva buscó a la criatura del Árbol del Conocimiento. No se la veía por ninguna parte. Empezó a llamarla hasta que la vio arriba, cerca de la copa del árbol.

– ¿Qué haces ahí?

– Me oculto.

– ¿Por qué?

– Pronto lo sabrás. Pronto sabrás cuanto querías saber.

Capítulo 5

El hombre avanzaba a grandes trancos. Eva, detrás, apuraba el paso. Él decía que esperarían ocultos lo que fuera que habría de sobrevenir. Estaba asustado. Ella en cambio esperaba que se manifestara el conocimiento. Intentó convencerlo de que más bien debían salir en busca del Otro, decirle lo que habían hecho, pedirle que les dijera qué más tendrían que hacer. ¿Cómo diferenciarían el Bien del Mal? ¿Sería suficiente que hubiesen comido de la fruta para distinguir el uno del otro? ¿Y si no los reconocían? Mira que no he hecho más que mi parte, argumentaba ella, ahora Elokim tendría que hacer la suya, enseñarles todo cuanto podrían llegar a ser. Pero Adán no quería escucharla. Él la había seguido a ella para comer la fruta, le dijo. Ahora ella debía seguirlo a él. A su paso crujían las ramas y se alzaban volando los pájaros. La tierra despedía olor a lluvia. El Jardín seguía vivo e incólume. La luz de los árboles se filtraba dorada en medio de las lianas, los troncos y el follaje. Los animales guardaban silencio. El hombre apenas hablaba. Ella miraba su espalda, la cintura de la que colgaban las hojas de higuera atadas por una liana. La fruta le había despertado un deseo extraño de líquidos dulces, de recorrer con la boca la piel de Adán. Sentía el aire, las hojas y quería tocarlo todo, con sus manos. Él no decía nada pero ella lo veía tantear el camino, detenerse a oler. La había mirado, como si necesitara rozarse con ella, conocerla con la razón de un cuerpo apenas descubierto.

Adán no quería decirle a la mujer lo que sentía. Aún no encontraba la manera de explicárselo a sí mismo. Desde que mordiera la fruta, cuanto hacía estaba desprovisto de coherencia. La insólita vitalidad de su organismo le impedía la quietud. Percibía el peso de sus huesos, la elasticidad de los músculos, el atinado diseño de sus movimientos; percibía la tierra, el polvo y la humedad en las plantas de sus pies. No acertaba a decidir si prefería esa nueva conciencia a la levedad habitual, si prefería la lentitud de su existencia a la determinación y claridad de propósito que ahora lo conducía al recinto entre las rocas que había descubierto en una de sus exploraciones. Como nunca antes, sabía lo que quería, pero el temor le constreñía la exuberancia. Ciertamente no habían muerto. ¿Sería cierto lo que Eva pensaba? ¿Se sentiría aliviado Elokim?

Guió a Eva a través de las campánulas púrpuras que caían en guindajos sobre la entrada ocultándola parcialmente. Ella se escurrió ágil y dejó ir una exclamación admirada al desembocar en la cueva de paredes de cuarzo. El rosa y cristal de los minerales refulgían, iluminados por la luz que se filtraba por un agujero en lo alto de la pared de roca. De la profundidad provenía el sonido de agua corriendo. Era un lugar hermoso, dijo ella, entrando hacia el fondo hasta el límite demarcado por la luz. Al Otro le sería más difícil encontrarlos allí, dijo él. Si todo lo sabe nos encontrará, dijo ella. Al menos estamos a cierta distancia de los árboles, de la Serpiente. Puedo asegurarte que no nos matará. Desde que nos puso aquí tiene que haber sabido lo que sucedería. Si las consecuencias fueran irreversibles, no nos habría creado. ¿Cómo podía estar segura, dijo él, de que el Otro, al sentirse contrariado, no los retornaría a la nada de donde los había sacado? De lo único que estaba segura era de que el Otro no era tan simple. Bastaba ver su trabajo. Bastaba ver cómo cambiaba constantemente cuanto los rodeaba. Las plantas, los animales. Como si cada criatura fuera sólo el inicio de otras diferentes, más complejas. Te pregunté, Adán, si nosotros iríamos a tener algún reflejo. Y lo vi. En el río. Muchos como nosotros poblarán el mundo, vivirán, producirán sus propias creaciones, serán complicados y hermosos. Adán esbozó una sonrisa. Ojalá, dijo. Se dejó caer sobre la fina arena gris del suelo de la cueva y extendió su mano para tomar la de ella y ayudarla a sentarse a su lado. Le pasó el brazo por los hombros. Eva se acomodó en la esquina de su pecho. Habían estado así muchas veces, mirando el río, la pradera, la lluvia dentro de la selva, pero esta vez la necesidad de estar juntos, de que sus pieles se rozaran tenía una peculiar intensidad. Eva le pegó la nariz en el pecho. Lo olfateó. Él le metió las manos en el pelo, la olfateó también.

– Es raro -dijo ella-. Quisiera poder volver a estar dentro de tu cuerpo, regresar a la costilla de donde dices que salí. Quisiera que desapareciera la piel que nos separa.

Él sonrió y la apretó más fuerte contra su pecho. También él querría lo mismo, dijo, tocándole el hombro con los labios. Querría comerla como el fruto prohibido. Eva sonrió. Tomó la mano de Adán y fue llevando sus dedos uno a uno dentro de su boca, apretándolos, succionándolos. Tenía aún el sabor del higo prohibido alojado en la piel salada. Él la miró fascinado con su ocurrencia, percibiendo en sus dedos el calor suave y líquido de su boca como un molusco acuático. ¿Tendría Eva el mar dentro de ella? ¿Lo tendría él también? ¿Qué era, si no, esa marea que sentía urdir de pronto en su bajo vientre, que le subía desde las piernas reventando en su pecho, haciéndolo gemir? Apartó la mano de la sensación intolerable y metió su cabeza en la curvatura del cuello de Eva. Ella levantó la cabeza y suspiró y al hacerlo irguió el cuello. Él vio sus ojos cerrados y pasó sus manos suavemente por los pechos de ella, maravillado por la tersura, el color y el tacto de las pequeñas aureolas rosadas que, de pronto, se endurecían bajo sus manos, igual que la piel yerta de su pene que, súbitamente y como movido por una voluntad propia, había perdido su lasitud habitual para erguirse como un dedo desproporcionado y señalar inequívoco el vientre de Eva. Ella, con el cuerpo tenso, dejó libre su deseo de lamer a Adán todo entero. Pronto eran, sobre el suelo de la gruta, una esfera de piernas y brazos y manos y bocas que se perseguían entre quejidos y risas contenidas, y así se exploraron tanteándose para conocerse y maravillarse sin prisa de cuanto sus cuerpos de pronto desplegaban, las recónditas humedades y erecciones insólitas, el efecto magnético de sus bocas y sus lenguas mezcladas como pasajes secretos por donde el mar de uno reventaba en la playa de la otra. Por más que se tocaban, no saciaban su deseo de tocarse. Eran ya dos sudorosos hervores cuando Adán sintió el impulso irrefrenable de sembrar el brote vertical que se alzaba ahora en su centro dentro del cuerpo de Eva, y ella, dotada al fin de conocimiento, supo que debía abrirle camino a su interior, que era allí adonde apuntaba la sorprendente extremidad que le había aparecido de súbito a Adán entre las piernas. Por fin uno dentro del otro, experimentaron el deslumbre de retornar a ser un solo cuerpo. Supieron que mientras estuvieran así, nunca más existiría para ellos la soledad. Aunque les faltaran las palabras y se hiciera el silencio en sus mentes, podrían estar juntos y hablarse sin necesidad de decir nada. Pensaron que, sin duda, era éste el conocimiento que la Serpiente les anunció que poseerían al comer la fruta del árbol. Meciéndose uno contra el otro, volvieron a la Nada y sus cuerpos, desbordados al fin, se recrearon para marcar el principio del mundo y de la Historia.

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