El hombre pensaría que eran visiones instigadas por la Serpiente para incitarla a desobedecer el mandato de no comer de la fruta del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. Él no la creería cuando le dijera que, a menos que ella se atreviera a romper la tranquilidad del Jardín, criaturas sin cuento se quedarían sin existir. Ellos mismos no existirían más que como el sueño de un soñador ingenioso que imaginaba criaturas libres y luego las confinaba a vivir como las flores o los pájaros. Su naturaleza se negaba a aceptar que el propósito de ser de Adán y ella fuera tan sólo mecerse en la contemplación de aquella eternidad donde últimamente el sosiego se había trocado en una tensa espera, la mirada del Otro constantemente asediándola. La Serpiente se equivocaba pensando que al morder la fruta del árbol serían como Elokim. Al contrario. Dejarían de ser como Él. Se separarían. Harían la Historia para la que habían sido creados: fundarían una especie, poblarían un planeta, explorarían los límites de la conciencia y el entendimiento. Sólo ella, usando su libertad, podría darle a Elokim la experiencia del Bien y del Mal que Él anhelaba. Los había hecho a su imagen y semejanza para que tomaran la creación en sus manos.
Pensó que sin ver lo que a ella le había sido dado contemplar, Adán no comprendería ni los juegos del Otro ni la determinación de ella. Puesto a escoger quizás optaría por la inalterable permanencia del Jardín. Tendría que hacerlo sola, se dijo. En un rincón junto al estanque se sentó a escuchar el bullir de sus ideas. La duda y la determinación eran corrientes contrarias que subían y bajaban por su cuerpo. Cerraba los ojos y veía las imágenes del río. ¿Por qué tendría que ser ella quien descubriera lo que ocultaba la prohibición? ¿Por qué ella la elegida para romper el espejismo del Jardín? ¿Quién eres, Elokim? ¿Dónde estás? ¿Cuándo nos mostraras el rostro?
Se alzó y empezó a caminar hacia el centro del Jardín, hacia el Árbol de Conocimiento del Bien y del Mal, donde la estaría aguardando la Serpiente.
La Serpiente sonrió dulce e irónica cuando la vio surgir de la espesura.
– Muy pronto has vuelto -le dijo.
– ¿Hay otros Jardines o es éste el único?
La Serpiente rió.
– ¿Puedo saber a qué se debe semejante pregunta?
– Vi en el fondo del río imágenes extrañas que sin embargo parecían más reales que tú o yo o todo esto. Sentí que de mí dependía hacerlas existir.
– ¿Y qué crees que debes hacer para lograrlo?
– Debo usar mi libertad. Comer de la fruta.
– ¿No tienes miedo?
– Elokim quiere que lo haga.
– No es lo que me dijo.
– Lo sé y no lo entiendo.
– Quizás tema la libertad. La culminación del creador es crear su propio desafío, pero nunca se sabe con Elokim. No puedes decir que no te lo advertí. Podrías morir. Aunque admito que sería absurdo que los destruyera cuando apenas los ha creado.
– No moriré. Lo sé. Él espera que yo coma. Por eso me hizo libre.
– Puedes decidir no hacerlo.
– No. Sería demasiado fácil. Ya no es posible. Necesito el conocimiento.
– Tienes que saber -rió la Serpiente-. Verdaderamente los hizo a su imagen y semejanza. Él es el que todo lo sabe.
– Y el que tiene miedo de saber. Pero yo no tengo miedo. He visto demasiadas cosas. ¿Por qué habría de verlas si no para comprenderlas y arriesgarme a que existan?
– Quizás para que aceptaras que no puedes comprenderlo todo.
Se quedó pensativa. Había cruzado la pradera bajo la mirada atenta del búfalo y el elefante, que empezaron a seguirla. Cuando llegó al centro del Jardín, al pie del árbol, ya eran muchos los animales que la seguían, acobardados y fascinados a un tiempo. Ella miró a su alrededor. No estaba siquiera segura de tener el valor de hacer lo que su conciencia le dictaba, pero no tenía alternativa. El Jardín entero esperaba por ella.
– Tocaré el árbol primero. Veremos si en verdad me causa la muerte.
– Mira que yo estoy recostado en él y nada me ha sucedido. No es muy fácil morir.
– Vi la muerte y no me gustó. ¿Qué sentiré si muero?
– No sentirás nada. Ése es el problema precisamente. Nunca más sentirás nada. La muerte es de una simplicidad terrible -sonrió la Serpiente.
Eva se apresuró. Sus manos sudaban. Le pareció que el aire apenas alcanzaba a llenar su pecho. Extendió la mano. Su palma derecha tocó la áspera piel vegetal del árbol. Abrió los dedos. Oyó el retumbo de su cuerpo que palpitaba entero queriendo salirse de su envoltorio. Cerró los ojos. Entreabrió los párpados. Seguía de pie en el mismo lugar. Estaba viva. Nada había cambiado. No moriría, pensó. Comería y no moriría. Envalentonada, se acercó a la rama más baja, tomó el fruto oscuro, suave al tacto. Lo llevó a su boca y lo mordió. La dulzura del higo se extendió por su lengua, la carne blanda derramó miel entre sus dientes. El efímero pálpito de espuma de los pétalos blancos que caían del cielo se le antojó materia insustancial comparado con el jugo penetrante, el aroma del fruto prohibido. Sintió el olor dispersarse dentro de ella. El placer de sus papilas se expandió como un eco en su cuerpo. Entreabrió los ojos y vio a la Serpiente en la misma posición. Los animales. Seguía todo igual. Tomó otro fruto, golosa. El néctar se derramó por su barbilla. Cedió a la euforia. Les lanzó una fruta y otra y otra a los animales, desafiante y contenta. Los animales se aglomeraron. Uno a uno se aproximaron y bebieron el jugo de su mano. Quería que comieran todos, quería compartir el sabor nuevo, la sensación de hacer por primera vez lo que su cuerpo le pedía. No sólo no había muerto, se sentía más viva que nunca. Miró al Fénix revolotear sobre su cabeza. Lo llamó. Le tendió la fruta. El pájaro no descendió. Voló lejos. Se alejó emitiendo un triste graznido.
Recostada contra el tronco del árbol, la Serpiente contemplaba la escena sin alterar su habitual expresión irónica e impávida, sin participar en el frenesí que había hecho presa de Eva y los animales.
Adán lo supo desde que oyó el jolgorio a lo lejos. El cuerpo se le puso rígido. Apuró el paso. Temía encontrarse solo otra vez, sin compañera. Temía llegar y encontrarla fulminada por la furia de Elokim. Echó a correr. Mientras corría, un vacío frío horadaba su costado. Sin la mujer, él ya no sería el mismo, pensó. Si desaparecía ella, que era hueso de sus huesos y carne de su carne, vagaría incompleto y desolado. Él apenas tenía pasado y el que tenía estaba todo lleno de ella.
Eva lo vio llegar. Tembló al verlo acercarse corriendo. Miró el sudor brillando en su piel, las piernas fuertes, el impulso de sus pies, la mirada de alarma. Cruzó las manos sobre el pecho. Lo enfrentó.
– Lo hice -dijo-. Lo hice y no morí. Les di a los animales y no murieron. Ahora, come tú.
Le tendió el higo maduro. El hombre pensó que nunca lo había mirado así. Le imploraba que comiera. No quiso pensar. Ella era su carne y sus huesos. No le estaba dado dejarla sola. No quería quedarse solo. Mordió el fruto. Sintió el líquido dulce mojar su lengua, la carne suave enredarse en sus dientes. Cerró los ojos y el placer de la sensación lo ofuscó.
Se volvió a mirarla. Ella estaba de espaldas. La curva arqueada de su cintura alzaba sus nalgas hermosamente redondas. Se preguntó si al morderlas sabrían tan dulces como el higo. Extendió la mano para sentir la redondez perfecta, asombrándose de no haberse percatado antes de la suavidad exquisita de la piel de ella. Retiró la mano pero la sensación permaneció en sus dedos tan fuerte y clara que le causó un estremecimiento. Ella se dio la vuelta y él extendió de nuevo la mano y tocó la curva de su pecho. La mujer lo miraba muy fijo. Sus ojos muy abiertos.
Читать дальше