» Hablaba, y mientras hablaba, yo, más que escucharlo, lo miraba. Tenía labios finos y, como sabes, a mí nunca me han gustado las personas de labios finos. Según él, mi estado de salud era tan grave que no podía regresar a casa. Mencionó dos o tres residencias con asistencia de enfermería en las que podría vivir. Por la expresión de mi cara debió de captar algo, porque enseguida añadió: «No se imagine algo como los viejos asilos. Ahora todo es diferente, hay habitaciones luminosas y alrededor grandes jardines donde poder pasear.» «Doctor -le dije yo entonces-, ¿conoce a los esquimales?» «Claro que los conozco», contestó al tiempo que se ponía de pie. «Pues mire, ¿ve usted?, yo quiero morir como ellos -y, en vista de que parecía no entender, agregué-: prefiero caerme de bruces entre los calabacines de mi huerto, antes que vivir un año más clavada en una cama, en una habitación de paredes blancas.» Él estaba ya ante la puerta. Sonreía de una manera malvada. «Muchos dicen eso -comentó antes de desaparecer-, pero en el último momento vienen corriendo a que los curemos y tiemblan como hojas.» Tres días después firmé una ridícula hoja de papel en la que declaraba que, en caso de que muriese, la responsabilidad sería mía y solamente mía. Se la entregué a una joven enfermera de cabeza pequeña y que llevaba dos enormes pendientes de oro, y luego, con mis pocas cosas metidas en una bolsita de plástico, me encaminé hacia la parada de taxis.
Apenas me vio aparecer ante la cancela, Buck empezó a correr en círculo como un loco; después, para reiterar su felicidad, ladrando devastó dos o tres bancales. Por una vez no me sentí con ánimos para regañarlo. Cuando se me acercó con el hocico todo sucio de tierra, le dije: «¿Lo ves, viejo mío? Otra vez estamos juntos», y le rasqué detrás de las orejas.
Durante los días siguientes no hice nada o casi nada. Después de aquel percance, la parte izquierda de mi cuerpo ya no responde a mis órdenes como antes. La mano, sobre todo, se ha vuelto lentísima. Como me da rabia que gane ella, hago todo lo posible por utilizarla más que la otra. Me he atado un pequeño fleco rosado sobre la muñeca, y así, cada vez que tengo que coger algo, me acuerdo de usar la izquierda en vez de la derecha. Mientras el cuerpo funciona no nos damos cuenta de qué gran enemigo puede llegar a ser; si cedemos en la voluntad de hacerle frente, aunque sea sólo un instante, ya estamos perdidos.
Comoquiera que fuere, dada mi reducida autonomía, he dado a la esposa de Walter una copia de mis llaves. Ella pasa a verme todos los días y me trae todo lo que necesito.
Dando vueltas entre la casa y el jardín tu recuerdo se ha vuelto insistente, una verdadera obsesión. Muchas veces me acerqué al teléfono y levanté el auricular con la intención de enviarte un telegrama. Pero todas las veces, apenas la centralita me contestaba, decidía no hacerlo. Por la noche, sentada en el sillón -ante mí el vacío y alrededor el silencio- me preguntaba qué podía ser mejor. Mejor para ti, naturalmente, no para mí. Para mí sería seguramente más hermoso irme teniéndote a mi lado. Estoy segura de que si te hubiera dado la noticia de mi enfermedad, habrías interrumpido tu estadía en América para acudir aquí a toda prisa. ¿Y después? Después, tal vez yo hubiera vivido otros tres o cuatro años, acaso en una silla de ruedas, acaso alelada; y tú, por obligación, te habrías encargado de cuidarme. Lo habrías hecho con entrega, pero, con el tiempo, esa entrega se habría convertido en rabia y odio. Odio, porque pasarían los años y tú habrías desperdiciado tu juventud; porque mi amor, con el efecto de un bumerang, habría encerrado tu vida en un callejón sin salida. Esto decía en mi interior la voz que no quería telefonearte. Si decidía que ella tenía razón, en seguida aparecía en mi mente la voz contraria. ¿Qué te ocurriría -me preguntaba- si en el momento de abrir la puerta, en vez de encontrarnos a mí y a Buck festivos encontrases la casa vacía, deshabitada desde tiempo atrás? ¿Existe algo más terrible que un retorno que no logra llevarse a cabo? Si hubieras recibido allá un telegrama con la noticia de mi desaparición, ¿no habrías pensado, acaso, en una especie de traición? ¿En un gesto de despecho? Como en los últimos meses habías sido muy desgarbada conmigo, pues yo te castigaba marchándome sin previo aviso. Eso no habría sido un bumerang, sino una vorágine: creo que es casi imposible sobrevivir a algo semejante. Aquello que tenías que decir a la persona amada queda para siempre dentro de ti; esa persona está allá, bajo tierra, y ya no puedes volver a mirarla a los ojos, abrazarla, decirle aquello que todavía no le habías dicho.
Transcurrían los días y yo no tomaba ninguna decisión. Después, esta mañana, la sugerencia de la rosa. «Escríbele una carta, un pequeño diario de tus jornadas que le siga haciendo compañía.» Y aquí estoy, por lo tanto, en la cocina, con una vieja libreta tuya delante, mordisqueando la pluma como un chiquillo en dificultades con los deberes. ¿Un testamento? No precisamente: más bien algo que te acompañe a lo largo de los años, algo que podrás leer cada vez que sientas la necesidad de tenerme a tu lado. No temas, no quiero pontificar ni entristecerte, tan sólo charlar un poco con esa intimidad que antaño nos unía y que hemos perdido durante los últimos años. Por haber vivido tanto tiempo y haber dejado a mi espalda tantas personas, a estas alturas sé que los muertos pesan, no tanto por la ausencia, como por todo aquello que entre ellos y nosotros no ha sido dicho.
Mira, yo me encontré haciendo contigo el papel de madre ya entrada en años, a la edad en que habitualmente se es abuela. Eso tuvo sus ventajas. Ventajas para ti, porque una abuela madre es siempre más atenta y más bondadosa que una madre madre; y ventajas para mí, porque, en vez de atontarme, como las mujeres de mi edad, entre partidas de naipes y sesiones vespertinas en el teatro municipal, me vi nuevamente arrastrada, con ímpetu, a la corriente de la vida. Pero en algún momento, sin embargo, algo se rompió. La culpa no fue ni mía ni tuya, sino solamente de las leyes de la naturaleza.
La infancia y la vejez se parecen. En ambos casos, por motivos diferentes, somos más bien inermes, todavía no participamos -o ya no participamos- en la vida activa y eso nos permite vivir con una sensibilidad sin esquemas, abierta. Es durante la adolescencia cuando empieza a formarse alrededor de nuestro cuerpo una coraza invisible. Se forma durante la adolescencia y sigue aumentando a lo largo de toda la edad adulta. El proceso de su crecimiento se parece un poco al de las perlas: cuanto más grande y profunda es la herida, más fuerte es la coraza que se le desarrolla alrededor. Pero después, con el paso del tiempo, como un vestido que se ha llevado demasiado, en los sitios de mayor roce empieza a desgastarse, deja ver la trama, repentinamente por un movimiento brusco se desgarra. Al principio no te das cuenta de nada, estás convencida de que la coraza todavía te envuelve por completo, hasta que un día, de pronto, ante una cuestión estúpida y sin saber por qué vuelves a encontrarte llorando como un niño.
De la misma manera, cuando te digo que entre tú y yo ha brotado una divergencia natural, quiero decir precisamente eso. En la época en que tu coraza se empezó a formar, la mía ya estaba hecha jirones. Tú no soportabas mis lágrimas y yo no soportaba tu repentina dureza. Aunque estaba preparada para el hecho de que cambiases de carácter durante la adolescencia, una vez que el cambio se hubo producido me resultó muy difícil soportarlo. Repentinamente había ante mí una persona nueva y yo no sabía ya cómo hacer frente a esa persona. De noche, en la cama, en el momento de recapacitar ordenando mis pensamientos, me sentía feliz por todo lo que te estaba ocurriendo. Para mis adentros me decía que quien pasa indemne la adolescencia nunca se convertirá de verdad en una persona mayor. Pero, por la mañana, cuando me dabas el primer portazo en plena cara, ¡qué depresión, qué ganas de llorar! No conseguía encontrar en ningún lado la energía necesaria para mantenerte a raya. Si alguna vez llegas a los ochenta años, comprenderás que a esta edad nos sentimos como hojas a finales de septiembre. La luz del día dura menos y el árbol, poco a poco, empieza a acaparar para sí las sustancias nutritivas. Nitrógeno, clorofila y proteínas son reabsorbidas por el tronco y con ellos se van también el verdor y la elasticidad. Estamos todavía suspendidos en lo alto, pero sabemos que es cuestión de poco tiempo. Una tras otra van cayendo las hojas vecinas: las ves caer y vives en el terror de que se levante viento. Para mí el viento eras tú, la vitalidad pendenciera de tu adolescencia. ¿Nunca te diste cuenta, tesoro? Hemos vivido sobre el mismo árbol, pero en estaciones diferentes…
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