Sarah Waters - El ocupante

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La primera vez que visitó Hundreds Hall, la mansión de la adinerada familia inglesa de los Ayres, el doctor Faraday era apenas un niño. Corría el verano de 1919, apenas terminada la guerra, y su madre trabajaba allí como sirvienta. Aquel día el pequeño Faraday se sintió abrumado por la grandeza y la opulencia de la casa, hasta tal punto que no pudo evitar llevarse a hurtadillas un pequeño recuerdo.
Treinta años después, tras el fin de una nueva guerra mundial, el destino lleva a Faraday, convertido ahora en médico rural, de nuevo a Hundreds Hall. Allí sigue viviendo la señora Ayres con sus dos hijos, Caroline y Roderick, pero las cosas han cambiado mucho para la familia, y donde antes había riqueza ahora hay sólo decadencia. La mansión muestra un aspecto deplorable y del mismo modo, gris y meditabundo, parece también el ánimo de sus habitantes. Betty, la joven sirvienta, asegura al doctor Faraday que algo maligno se esconde en la casa, y que quiere marcharse de allí.
Con las repetidas visitas del doctor a la casa para curar las heridas de guerra del joven Rod, el propio Faraday será testigo de los extraños sucesos que tienen lugar en la mansión: marcas de quemaduras en paredes y techo, ruidos misteriosos en mitad de la noche o ataques de rabia de Gyp, el perro de la familia. Faraday tratará de imponer su visión científica y racional de los hechos, pero poco a poco la amenaza invisible que habita en la casa se irá cerniendo también sobre él mismo.

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Tampoco había ya sucesos misteriosos, ni timbrazos, golpecitos, pisadas e incidentes extraños. La casa seguía «portándose bien», como Caroline había dicho. Y cuando marzo se aproximaba a su fin y uno tras otro transcurrían los días sin percances, empecé a pensar realmente que la extraña racha de nerviosismo que había afligido a Hundreds en las últimas semanas había alcanzado igual que una fiebre su punto culminante y se había esfumado.

A finales de mes hubo cambios en el clima. Los cielos se oscurecieron, la temperatura cayó en picado y tuvimos nieve. La nieve era una novedad -en absoluto como las tormentas y las ventiscas del invierno anterior-, aunque representaba una molestia para mí y mis colegas médicos, y hasta con cadenas en las ruedas mi Ruby tenía que luchar con las carreteras. Mi ronda se convirtió en una especie de ordalía, y durante más de una semana el parque de Hundreds estuvo intransitable y el sendero demasiado traicionero para arriesgarse a tomarlo. Con todo, me las arreglé para llegar bastantes veces al Hall, dejando el coche en las verjas del este y recorriendo a pie el resto del camino. Iba sobre todo para ver a Caroline, disgustado por la idea de que allí estuviera aislada del mundo. También iba a comprobar cómo seguía la señora Ayres. Pero aquellos trayectos me gustaban también por sí mismos. Al salir del sendero nevado, nunca tenía la primera vislumbre de la casa sin un escalofrío de placer y de reverencial respeto, pues el rojo de sus ladrillos y el verde de su hiedra eran más intensos y una tracería de hielo dulcificaba todas sus imperfecciones. No se oía el zumbido del generador, el gruñido de maquinaria de la granja ni el estrépito de la obra, que había sido suspendida a causa de la nieve. Sólo mis pisadas sigilosas perturbaban el silencio y yo avanzaba casi avergonzado, intentando acallarlas aún más, como si el lugar estuviera embrujado, como si fuese el castillo de La Bella Durmiente del bosque que recuerdo que Caroline se imaginaba unas semanas antes, y tuviera miedo de romper el hechizo. Hasta el interior de la casa había sido sutilmente transformado por el clima; la bóveda encima del hueco de la escalera estaba ahora translúcida por la nieve, lo que acrecentaba la penumbra del vestíbulo, y las ventanas dejaban entrar una fría luz reflejada del terreno blanqueado, con lo que las sombras caían de un modo desconcertante.

El más apacible de aquellos días presididos por la nieve fue el 6 de abril, un martes. Salí hacia la casa por la tarde, esperando encontrar a Caroline, como de costumbre, sentada con su madre, pero por lo visto era Betty la que aquel día estaba haciendo compañía a la señora Ayres. Separadas por una mesa, jugaban a las damas con piezas de madera astilladas. Una buena lumbre chisporroteaba en la rejilla y la habitación estaba caliente y el aire enrarecido. Su madre me dijo que Caroline había ido a la granja; esperaban que volviera al cabo de una hora. ¿Me quedaría a esperarla? Me decepcionó no verla, y como era el momento tranquilo antes de pasar consulta dije que la esperaría. Betty fue a preparar el té y ocupé su lugar ante el tablero durante un par de partidas.

Pero la señora Ayres tenía la cabeza en otra parte y perdía una pieza tras otra. Y cuando retiramos el tablero para hacer sitio a la bandeja del té, nos quedamos casi callados; no parecía que hubiese mucho que decir. En las últimas semanas, la señora Ayres había perdido el gusto por las habladurías del condado. Conté unas pocas historias y ella me escuchó educadamente, pero sus respuestas, cuando las hubo, eran distraídas o llegaban con un extraño retraso, como si estuviera aguzando los oídos para captar las palabras de una conversación más absorbente en una habitación contigua. Por fin se agotó mi pequeño acopio de anécdotas. Me levanté, fui a la puertaventana y contemplé el deslumbrante paisaje. Cuando me volví hacia la señora Ayres, se estaba frotando el brazo como si tuviera frío.

Al ver que la miraba, dijo:

– ¡Me temo que le aburro, doctor Faraday! Discúlpeme. Es lo que ocurre cuando pasas tanto tiempo en casa. ¿Quiere que salgamos al jardín? Así saldríamos al encuentro de Caroline.

Me sorprendió la propuesta, pero me alegré de abandonar el aire viciado de la salita. Cogí su ropa de calle, asegurándome de que estaría bien abrigada; me puse el abrigo y el sombrero y salimos por la puerta de la fachada principal. Tuvimos que hacer una pequeña pausa para que nuestros ojos se habituaran a la blancura del día, pero después ella me enlazó del brazo y emprendimos la marcha, dimos la vuelta a la casa y luego, despacio y ociosamente, cruzamos el césped del oeste.

La nieve era allí tersa como la espuma, casi sedosa a la vista, pero crujiente y polvorosa bajo los pies. Había sitios en que estaba marcada por huellas de pájaros caricaturescas, y no tardamos en encontrar rastros más enjundiosos, de patas que parecían caninas y pezuñas de zorros. Los seguimos durante unos minutos; nos llevaron hasta los viejos edificios anexos. Allí el aire de embrujo general era incluso más acusado, el reloj del establo estaba aún parado en las nueve menos veinte, como en aquella broma macabra de Dickens, todos los arreos estaban en su sitio en el interior del establo y bien pasados los cerrojos en las puertas, aunque lo recubría todo una espesa capa de telarañas y polvo, hasta el punto de que al fisgar dentro casi te esperabas descubrir una hilera de caballos durmiendo como troncos, igualmente cubiertos de telarañas. Al lado de los establos estaba el garaje, con el capó del Rolls-Royce de la familia asomando por la puerta entornada. Más allá había una maraña de arbustos donde perdimos las huellas de zorro. El paseo nos había conducido hasta los antiguos huertos y, todavía ociosos, seguimos adelante y pasamos por debajo del arco que había en la alta tapia de ladrillo para acceder a las parcelas del otro lado.

Caroline me había llevado el verano anterior a aquellos huertos. Apenas se cultivaban ahora que la vida en la casa había decaído tanto, y para mí eran la zona más solitaria y melancólica del parque. Barrett todavía cuidaba con más o menos empeño un par de arriates, pero otras partes que en otro tiempo debieron de ser preciosas habían sido cavadas por los soldados para plantar verduras durante la guerra, y desde entonces, sin manos que las atendiesen, eran pasto de la incuria. Asomaban zarzas por los tejados sin cristal de los invernaderos. Los senderos de toba estaban infestados de ortigas. Aquí y allí había grandes tiestos de plomo, platillos gigantes sobre tallos esbeltos, y los platillos se bamboleaban alegremente en los puntos donde el sol de tantos veranos había combado el plomo.

Pasamos de un espacio tapiado y desaliñado al siguiente.

– ¿No es una pena? -dijo con voz suave la señora Ayres, parándose de vez en cuando para sacudir un fleco de nieve y examinar la planta que había debajo, o simplemente para mirar a su alrededor, casi como si quisiera memorizar el entorno-. Mi marido el coronel amaba estos huertos. Están diseñados como una especie de espiral, cada uno más pequeño que el anterior, y decía que eran como los recovecos de una caracola. A veces era un hombre muy imaginativo.

Seguimos andando y no tardamos en atravesar una estrecha abertura sin verja que daba al huerto más pequeño de todos, el antiguo jardín de hierbas finas. En su centro había un reloj de sol colocado en un estanque ornamental. La señora Ayres dijo que creía que en él todavía había peces, y nos acercamos a mirar. Encontramos el agua helada, pero el hielo era fino, muy flexible, y si lo presionabas se veían burbujas plateadas que corrían por debajo, como las bolas de acero en un rompecabezas infantil. Entonces vimos un destello de color, una flecha de oro en la oscuridad, y la señora Ayres dijo:

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