Sarah Waters - El ocupante

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La primera vez que visitó Hundreds Hall, la mansión de la adinerada familia inglesa de los Ayres, el doctor Faraday era apenas un niño. Corría el verano de 1919, apenas terminada la guerra, y su madre trabajaba allí como sirvienta. Aquel día el pequeño Faraday se sintió abrumado por la grandeza y la opulencia de la casa, hasta tal punto que no pudo evitar llevarse a hurtadillas un pequeño recuerdo.
Treinta años después, tras el fin de una nueva guerra mundial, el destino lleva a Faraday, convertido ahora en médico rural, de nuevo a Hundreds Hall. Allí sigue viviendo la señora Ayres con sus dos hijos, Caroline y Roderick, pero las cosas han cambiado mucho para la familia, y donde antes había riqueza ahora hay sólo decadencia. La mansión muestra un aspecto deplorable y del mismo modo, gris y meditabundo, parece también el ánimo de sus habitantes. Betty, la joven sirvienta, asegura al doctor Faraday que algo maligno se esconde en la casa, y que quiere marcharse de allí.
Con las repetidas visitas del doctor a la casa para curar las heridas de guerra del joven Rod, el propio Faraday será testigo de los extraños sucesos que tienen lugar en la mansión: marcas de quemaduras en paredes y techo, ruidos misteriosos en mitad de la noche o ataques de rabia de Gyp, el perro de la familia. Faraday tratará de imponer su visión científica y racional de los hechos, pero poco a poco la amenaza invisible que habita en la casa se irá cerniendo también sobre él mismo.

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– Sí -dije-. Por supuesto.

– Bien, pues. Las pisadas en el pasillo, la respiración fuerte en la bocina: me parece un caso bastante claro de psiconeurosis. Se siente culpable por la pérdida de sus hijos: de Roderick y de la niña. Ha empezado a castigarse. ¿Dice usted que fue en la guardería donde ocurrió el episodio? ¿Podría haber elegido un lugar más significativo para el incidente?

Tuve que confesar que a mí se me había pasado la misma idea por la cabeza, así como, tres meses antes, me había impresionado que el incendio de Hundreds hubiera estallado en lo que de hecho era el despacho de la finca -¡entre sus documentos!-, como si concentrara toda la frustración y la pesadumbre de Roderick.

Pero algo no encajaba. Dije:

– No lo sé. Aun suponiendo que esta experiencia de la señora Ayres fuera puramente ilusoria, y dando por supuesto que, suceso por suceso, creo posible encontrar una explicación perfectamente racional de todo lo demás que ha ocurrido en el Hall, lo que me preocupa es el carácter acumulativo de esta serie.

Seeley dio otro sorbo de whisky.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, digámoslo así. Un niño acude a ti con un brazo roto; muy bien, se lo escayolas y le mandas a su casa. El niño vuelve dos semanas más tarde, esta vez con unas costillas rotas. Se las apañas y le mandas otra vez a casa. Una semana más tarde vuelve con otra fractura… La rotura individual de huesos ya no constituye el problema principal, ¿verdad?

– Pero no estamos hablando de huesos -dijo Seeley-. Hablamos de histeria. Y la histeria es algo mucho más extraño y, por desgracia, contagioso, a diferencia de los huesos rotos. Hace unos años fui médico de un colegio femenino y hubo un curso en que se puso de moda desmayarse. Fue una cosa nunca vista: chicas que se desvanecían en cadena, como bolos. Al final se desmayaban hasta las profesoras.

Meneé la cabeza.

– Esto es todavía más raro que la histeria. Es como si…, bueno, como si algo fuese absorbiendo lentamente la vida de toda la familia.

– Hay algo que la absorbe -dijo él, con otra sonora carcajada-. Se llama el gobierno laborista. El problema de los Ayres es que no pueden o no quieren adaptarse, ¿no cree? No me malinterprete: les tengo mucha simpatía. Pero ¿qué queda de una familia como ellos en la Inglaterra de hoy? Como clase, están acabados. En cuanto a sus nervios, quizá no hayan hecho más que seguir su curso.

Hablaba ahora como Peter Baker-Hyde, y su brusquedad me pareció un poco repelente. Al fin y al cabo, pensé, a diferencia de mí, él nunca se había hecho amigo de la familia. Dije:

– Eso podría ser cierto en el caso de Rod. Cualquier que conociese bien al chico podría haber predicho que se encaminaba a algún tipo de colapso. Pero la señora Ayres, ¿una suicida? No lo creo.

– Oh, pero yo en absoluto estoy sugiriendo que al romper con las manos aquella ventana quisiera realmente poner fin a su vida. Yo diría que, como muchas presuntas suicidas, simplemente estaba creando un pequeño drama romántico, con ella de protagonista. Está acostumbrada a que le presten atención, no lo olvide, y me figuro que últimamente no está recibiendo mucha… Tenga cuidado de que no intente la misma jugarreta en cuanto pase el alboroto actual. ¿La tiene vigilada?

– Desde luego. Parece que se está recuperando perfectamente. Eso también me desconcierta. -Di un trago de whisky-. ¡Me desconcierta esta maldita historia! En Hundreds han ocurrido cosas que no puedo explicar. Es como si toda la casa estuviese sumida en una especie de miasma. Caroline… -Lo dije de mala gana-. A Caroline se le ha metido incluso en la cabeza que está sucediendo algo sobrenatural; que Roderick ronda la casa en sueños, o algo así. Ha estado leyendo libros morbosos. Cosas de chiflados. Autores como Frederic Myers.

– Bueno -dijo Seeley, aplastando la colilla-, quizá haya olfateado algo.

Le miré fijamente.

– ¿Habla en serio?

– ¿Por qué no? Las ideas de Myers son la ampliación natural de la psicología, ¿no?

– ¡No como yo entiendo la psicología! -dije.

– ¿Está seguro? Me imagino que usted suscribe el principio general: una personalidad consciente, con un yo subliminal…, una especie de yo onírico adherido.

– En líneas generales, sí.

– Bueno, pues suponga que en determinadas circunstancias ese yo onírico se suelta: se desgaja, cruza el espacio, se vuelve visible para otras personas. ¿No es la tesis de Myers?

– Sí, que yo sepa -dije-. Y sirve para un buen cuento al lado de la chimenea. Pero, por el amor de Dios, ¡no hay una pizca de ciencia en eso!

– No, todavía no -dijo él, sonriendo-. Y, desde luego, no me gustaría airear la teoría delante del tribunal médico del condado. Pero quizá dentro de cincuenta años la medicina haya descubierto un modo de calibrar el fenómeno y lo explique plenamente. Mientras tanto, la gente seguirá hablando erróneamente de demonios, de fantasmas y de fieras de patas largas, simplemente sin entender nada… -Dio un sorbo de whisky y prosiguió con un tono distinto-. Mi padre vio una vez un fantasma, ¿sabe? Se le apareció mi abuela una noche en la puerta de la consulta. Llevaba muerta diez años. Dijo: «¡Rápido, Jamie! ¡Vete a casa!». El no se paró a pensarlo; se puso el abrigo y se fue derecho a la casa familiar. Al llegar allí descubrió que su hermano predilecto, Henry, se había herido en una mano y que la herida se estaba infectando rápidamente. Le cortó un dedo y probablemente aquello le salvó la vida. Y bien, ¿cómo explica usted un hecho como ése?

– No puedo. Pero le diré algo -dije-. Mi padre solía colgar un corazón de toro en la chimenea, sujeto con unos clavos. Lo tenía allí para ahuyentar a los malos espíritus. Sé cómo explicaría esto.

Seeley se rió.

– No es una buena comparación.

– ¿Por qué no? ¿Porque su padre era un señor y el mío un tendero?

– ¡No sea tan susceptible, hombre! Ahora escúcheme. No creo ni por un momento que mi padre viera realmente un fantasma aquella noche, como tampoco creo que la pobre señora Ayres haya recibido llamadas de su hija muerta. Es ciertamente difícil de tragar la idea de que nuestros parientes difuntos anden flotando en el éter y curioseando en nuestros asuntos con sus ojos penetrantes. Pero suponga que el estrés de la herida de mi tío, junto con el lazo que le unía con mi padre…, suponga que todo esto liberara de algún modo una especie de… fuerza psíquica. La fuerza se limitó a adoptar la mejor forma de llamar la atención de mi padre. Un modo muy ingenioso, por cierto.

– Sin embargo, no hay nada beneficioso en las cosas que han sucedido en Hundreds -dije-. Al contrario.

– ¿Es tan sorprendente, cuando la situación de la familia es tan aciaga? A fin de cuentas, la mente subliminal tiene muchas aristas oscuras y desgraciadas. Imagínese que algo se desprende de una de esas aristas. Llamémosle… un germen. Y supongamos que se dan las condiciones propicias para que ese germen se desarrolle, para que crezca como un feto en el útero. ¿En qué se convertirá ese ocupante? En una especie de yo-sombra, quizá: en un Calibán, un míster Hyde. En una criatura motivada por todos los feos impulsos y deseos que la mente consciente ha confiado en mantener ocultos: cosas como la envidia, la maldad y la frustración… Caroline Ayres sospecha de su hermano. Bueno, como he dicho antes, podría tener razón. Quizá en el colapso de Roderick había algo más que unos huesos rotos. Quizá hubiese algo incluso más profundo… Ya ve, por lo general son mujeres las que están detrás de estas cosas. Está la señora Ayres, por supuesto, la madre menopáusica: es un período singular, físicamente. ¿Y no tienen también en la casa a una criada adolescente?

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