Aparté la mirada.
– Sí. Ella fue la que las empujó a pensar en espectros.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué edad tiene? ¿Catorce, quince años? Allí encerrada, me figuro que no tiene muchas ocasiones de coquetear con chicos.
– ¡Oh, todavía es una niña! -dije.
– Bueno, el impulso sexual es el más oscuro de todos, y tiene que aflorar en algún sitio. Es como una corriente eléctrica; tiene tendencia, como sabe, a encontrar sus propios conductores. Pero si se destapa…, pues, bueno, es una energía bastante peligrosa.
Me sorprendió la palabra. Dije, lentamente:
– Caroline habló de «energías».
– Caroline es una chica inteligente. Siempre he creído que se ha llevado la peor parte en esa familia. La retuvieron en casa con una institutriz mediocre mientras que al chico le enviaban a un colegio privado. Y después, justo cuando se había escapado, ¡que su madre la hiciera volver para que empujara la silla de ruedas de Roderick de una punta a otra de la terraza! A continuación supongo que empujará la de la señora Ayres. Lo que necesita, por descontado… -Sonrió de nuevo, y su sonrisa fue maliciosa-. Bueno, no es cosa mía. Pero la chica se está haciendo mayor, ¡y, mi querido colega, usted también tiene sus años! Me ha expuesto todo este caso y no ha mencionado ni una sola vez su situación. ¿Cuál es, exactamente? Usted y ella tienen… alguna clase de entendimiento, ¿no es así? ¿No es un lazo más fuerte?
Noté el whisky en mi interior. Al levantar el vaso para dar otro trago, dije en voz baja:
– Es fuerte por mi parte. Demasiado, para serle sincero.
Él pareció sorprendido.
– ¿Tanto?
Asentí.
– Bueno, bueno. Nunca lo habría adivinado. De Caroline, me refiero… Aunque quizá tenga usted ahí la raíz de su miasma.
Su expresión era aún más maliciosa que antes, y tardé un segundo en entenderle. Al final dije:
– ¿Está insinuando…?
Me sostuvo la mirada y luego se echó a reír. Comprendí de repente que se estaba divirtiendo de lo lindo. Apuró el resto del whisky y luego rellenó generosamente los dos vasos y encendió otro cigarrillo. Empezó a contarme otra historia de fantasmas, más fantástica que la anterior.
Pero apenas la escuché. Seeley me había hecho reflexionar, y el compás de mis pensamientos, como el brazo de un metrónomo, no se detendría. Todo era un disparate; yo sabía que lo era. Cada cosa ordinaria a mi alrededor lo combatía. El fuego crepitaba en la rejilla. Los niños seguían alborotando en la escalera. El whisky era aromático en el vaso… Pero también la noche era oscura en la ventana, y a unos cuantos kilómetros, a través de la oscuridad invernal, se alzaba Hundreds Hall, donde las cosas eran distintas. ¿Habría algo de verdad en lo que había dicho Seeley? ¿Habría algo descontrolado en aquella casa, una especie de voraz energía frustrada, con Caroline en su centro?
Me remonté mentalmente al comienzo de todo, a la noche de la fiesta infausta en que humillaron tanto a Caroline y la hija de los Baker-Hyde acabó malherida. ¿Y si aquella noche se hubiera iniciado algún proceso, se hubiera sembrado alguna simiente extraña? Recordé que en las semanas siguientes aumentó la hostilidad de Caroline hacia su hermano, la impaciencia con su madre. Tanto su hermano como su madre habían resultado heridos, lo mismo que Gillian Baker-Hyde. Y fue Caroline la que primero me había llamado la atención sobre las heridas, Caroline la que descubrió las quemaduras en la habitación de Roderick, la que había detectado el incendio, la que había oído los golpes y percibido la «manita que da golpecitos» detrás de la pared.
Luego pensé en otra cosa. Lo que había empezado con Gyp, quizá como un «pellizco» o un «susurro» -como de pronto recordé que los había llamado Betty-, poco a poco había ido adquiriendo fuerza. Había desplazado objetos, provocado incendios, garabateado letras en paneles de madera. Ahora sus pisadas producían un tamborileo. Se le oía, como a una voz esforzada. Estaba creciendo, se desarrollaba…
¿Qué haría a continuación?
Nervioso, me incliné hacia delante. Seeley me ofreció de nuevo la botella, pero decliné con la cabeza.
– Ya le he robado demasiado tiempo -dije-. Tengo que irme, de verdad. Ha sido amable escuchándome.
– No estoy seguro de que le haya tranquilizado mucho -dijo él-, ¡Tiene peor aspecto que cuando ha llegado! ¿Por qué no se queda otro rato?
Pero le interrumpió la ruidosa irrupción del hijo que había entrado antes. Relajado por el whisky, se levantó de un brinco de la butaca y expulsó al niño al recibidor, y cuando volvió yo ya había terminado mi whisky y estaba listo para marcharme, con el abrigo y el sombrero puestos.
Seeley aguantaba el alcohol mejor que yo. Me acompañó alegremente hasta la puerta, pero yo salí a la noche con los pies no del todo equilibrados y sintiendo el whisky, ácido y caliente, en mi estómago vacío. Recorrí la corta distancia que me separaba de mi casa y, una vez en mi frío despacho, la náusea creció como una ola en mi interior y, junto con ella, algo peor: casi un terror. El corazón me latía con una fuerza desagradable. Me quité el abrigo y descubrí que estaba sudando. Tras un momento de indecisión fui a la consulta. Descolgué el teléfono y marqué con dedos torpes el número de Hundreds.
Eran más de las once. El teléfono sonó y sonó. Luego se oyó la voz cautelosa de Caroline.
– ¿Sí? ¿Hola?
– ¡Caroline! Soy yo.
Su tono se volvió inquieto de inmediato.
– ¿Pasa algo? Nos hemos acostado. Creí…
– No pasa nada -dije-. Nada. Sólo… sólo quería oír tu voz.
Supongo que hablé atropelladamente. Hubo un silencio y después ella se rió. Era una risa cansada, normal. El terror y la náusea empezaban a disminuir, como pinchados por un alfiler. Ella dijo:
– Creo que debes de estar algo borracho.
Me limpié la cara.
– Creo que sí. He estado con Seeley y me ha servido un whisky tras otro. ¡Dios, qué bestia es ese hombre! Me ha hecho pensar… cosas ridículas. ¡Qué agradable es oírte, Caroline! Di algo más.
Ella chistó.
– ¡Qué tonto eres! ¿Qué demonios va a pensar la operadora? ¿Qué quieres que diga?
– Di cualquier cosa. Recita un poema.
– ¡Un poema! Vale. -Y continuó de un modo raudo, mecánico-. «La escarcha ejerce su ministerio secreto, sin el auxilio de ningún viento.» Ahora vete a la cama, ¿de acuerdo?
– Dentro de un segundo. Sólo quiero pensar que estás allí. Todo está en orden, ¿no?
Ella suspiró.
– Sí, todo en orden. Por una vez, la casa se porta bien. Madre está dormida, a no ser que la hayas despertado.
– Perdona. Perdona, Caroline -dije-. Buenas noches.
– Buenas noches -dijo ella, de nuevo con su risa cansada.
Colgó el teléfono y oí cómo se apagaba la risa. Luego oí el clic de la comunicación cortada, seguido por el vago silbido y el enredo de voces de otras personas atrapadas en la línea.
La siguiente vez que fui a Hundreds encontré a Barrett allí: Caroline le había llamado para que desmontara la fastidiosa bocina. La vi cuando él se la llevaba y, como yo había supuesto, había partes en que el trenzado estaba suelto y desgarrado, y la goma de debajo consumida; enrollado en los brazos de Barrett, parecía algo tan inofensivo y lastimoso como una serpiente momificada. Sin embargo, a la señora Bazeley y a Betty las tranquilizó que se llevasen el artefacto y empezaron a perder el aire de tensión y miedo que las habitaba desde el día al que todos aludíamos ahora como el «accidente» de la señora Ayres. Ella también siguió recuperándose. Los cortes cicatrizaban limpiamente. Pasaba los días en la salita, leyendo o dormitando en su butaca. Sólo una ligera huella de vidriosidad o lejanía en ella recordaba la prueba por la que había pasado, y en gran medida yo atribuía estos efectos al Veronal, que continuaba tomando para ayudarla a dormir por las noches y que yo pensaba que a corto plazo no le haría ningún daño. Yo lamentaba un poco que Caroline estuviera tanto tiempo en casa, haciendo compañía a su madre, pues de este modo teníamos incluso menos oportunidades de estar juntos a solas. Pero me alegraba ver que ella también estaba menos preocupada, menos nerviosa. Por ejemplo, parecía haberse resignado a la pérdida de su hermano desde nuestra visita a la clínica y, para mi gran alivio, no había vuelto a hablar de espíritus ni de fantasmas.
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