Sarah Waters - El ocupante

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La primera vez que visitó Hundreds Hall, la mansión de la adinerada familia inglesa de los Ayres, el doctor Faraday era apenas un niño. Corría el verano de 1919, apenas terminada la guerra, y su madre trabajaba allí como sirvienta. Aquel día el pequeño Faraday se sintió abrumado por la grandeza y la opulencia de la casa, hasta tal punto que no pudo evitar llevarse a hurtadillas un pequeño recuerdo.
Treinta años después, tras el fin de una nueva guerra mundial, el destino lleva a Faraday, convertido ahora en médico rural, de nuevo a Hundreds Hall. Allí sigue viviendo la señora Ayres con sus dos hijos, Caroline y Roderick, pero las cosas han cambiado mucho para la familia, y donde antes había riqueza ahora hay sólo decadencia. La mansión muestra un aspecto deplorable y del mismo modo, gris y meditabundo, parece también el ánimo de sus habitantes. Betty, la joven sirvienta, asegura al doctor Faraday que algo maligno se esconde en la casa, y que quiere marcharse de allí.
Con las repetidas visitas del doctor a la casa para curar las heridas de guerra del joven Rod, el propio Faraday será testigo de los extraños sucesos que tienen lugar en la mansión: marcas de quemaduras en paredes y techo, ruidos misteriosos en mitad de la noche o ataques de rabia de Gyp, el perro de la familia. Faraday tratará de imponer su visión científica y racional de los hechos, pero poco a poco la amenaza invisible que habita en la casa se irá cerniendo también sobre él mismo.

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– ¿Qué ha hecho? -exclamé, horrorizado-. ¿Cómo se ha hecho esto?

Examiné su vestido, buscando un alfiler o un broche. Le cogí las manos, le examiné los guantes. No había nada.

– ¿Con qué se lo ha hecho?

Ella bajó la mirada.

– Mi hijita -murmuró-. Está tan ansiosa de reunirse conmigo. Me temo que ella… no siempre es buena.

Sentí un mareo cuando comprendí lo que estaba diciendo. Retrocedí, me separé de ella. Después, impulsado por un nuevo palpito, volví a cogerle las manos, le quité los guantes y ásperamente le remangué las mangas. Las heridas producidas por los cortes del cristal roto habían cicatrizado, rosadas y saludables sobre la piel más pálida. Sin embargo, me pareció ver nuevos rasguños en distintos puntos entre las cicatrices. Y en uno de sus brazos había una contusión tenue, de una forma extraña, como si una mano pequeña y resuelta hubiera pellizcado y retorcido la carne.

Sus guantes habían caído al suelo. Los recogí, temblando, y la ayudé a ponérselos. La agarré del codo.

– Entremos en casa, señora Ayres.

– ¿Está intentando separarme de ella? -dijo-. No sirve de nada, ¿sabe?

Me volví y la zarandeé.

– ¡Ya basta! ¿Me oye? ¡Por el amor de Dios, no diga esas cosas!

Ella se debatió blandamente en mis brazos, y a partir de ese momento descubrí que no quería mirarla a la cara. Me producía una singular vergüenza. La agarré de la muñeca y la saqué de los jardines intrincados, y ella se dejó llevar muy dócilmente. Pasamos por delante del reloj parado del establo, recorrimos los céspedes y entramos en la casa; la conduje directamente arriba, sin detenerme a quitarle la ropa de calle. Cuando llegamos a su habitación caldeada, le quité el abrigo, el sombrero y los zapatos llenos de nieve y la senté en su butaca al lado del fuego.

Pero después miré las cosas que se encontraban cerca, los carbones de la lumbre, los atizadores, las pinzas, los vasos de cristal, los espejos, los objetos decorativos… Todo de pronto parecía brutal o frágil, y capaz de hacer daño. Pulsé el timbre para llamar a Betty. La palanca se movió inútilmente en mi mano y recordé que Caroline había cortado el cable. Salí, por lo tanto, y desde lo alto de la escalera llamé varias veces en el silencio. Finalmente Betty se presentó.

– No te asustes -le dije, antes de que pudiera hablar-. Sólo quiero que le hagas compañía a la señora. -Acerqué una silla y la acompañé hasta ella-. Quiero que estés aquí sentada y te asegures de que tiene todo lo que necesite, mientras yo…

Lo cierto es que después de haber llevado hasta allí a la señora Ayres ya no sabía qué hacer con ella. Seguí pensando en la nieve de fuera, sobre los terrenos; en el aislamiento de la casa. Si al menos hubiera estado la señora Bazeley, creo que habría estado más tranquilo. ¡Pero con sólo Betty para ayudarme…! Ni siquiera había sacado del coche mi maletín de trabajo. No tenía instrumental ni fármacos. Me quedé dudando, al borde del pánico, mientras las dos mujeres me observaban.

Entonces oí unos pasos abajo, en el suelo de mármol del vestíbulo. Fui a la puerta y me asomé, y con una ráfaga de alivio vi a Caroline, que subía ya la escalera. Se estaba desatando la bufanda y quitándose el sombrero, y el pelo castaño le caía en desorden alrededor de los hombros. La llamé. Ella miró arriba, sobresaltada, y aligeró el paso.

– ¿Qué ocurre?

– Es tu madre -dije-. Yo… Espera un segundo.

Volví corriendo al dormitorio donde estaba la señora Ayres. Le tomé la mano y le hablé como hablaría a un niño o a un inválido.

– Sólo voy a hablar unos minutos con Caroline, señora Ayres. Dejaré la puerta abierta para que pueda llamarme… Llámeme de inmediato, si la asusta algo. ¿Comprendido?

Ahora parecía cansada y no respondió. Dirigí a Betty una mirada de entendimiento, salí del cuarto, agarré a Caroline y doblé con ella la esquina del rellano hacia su habitación. Dejé también la puerta entornada y nos quedamos cerca del umbral.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.

Me llevé un dedo a los labios.

– Habla bajo… Caroline, querida, es tu madre. Que Dios me ayude, pero creo que he juzgado mal su caso, he cometido un craso error. Supuse que mostraba señales de mejoría. ¿Tú no? Pero lo que acaba de decirme… Oh, Caroline. ¿No le has notado ningún cambio desde la última vez que vine? ¿No estaba especialmente alterada o nerviosa o asustada?

Pareció desconcertada. Me observó mientras me desplazaba hasta la puerta para mirar hacia el dormitorio de su madre, al otro lado del rellano, y dijo:

– ¿Qué pasa? ¿No puedo ir a verla?

Le puse las manos en los hombros.

– Escucha -dije-. Creo que se ha herido.

– ¿Herido? ¿Cómo?

– Creo que se… hiere ella misma.

Y le conté, lo más brevemente posible, lo que habíamos hablado su madre y yo en el jardín tapiado.

– Cree que tu hermana está con ella todo el tiempo, Caroline. ¡Parecía aterrada! ¡Atormentada! Ha dicho… ha dicho que tu hermana la lastima. Le he visto un rasguño aquí -dije, haciendo un gesto-, en la clavícula. No sé cómo se lo ha hecho ni con qué. Luego le he mirado los brazos y he visto algo parecido a otros cortes y moraduras. ¿Tú has notado algo? Tienes que haber visto algo, ¿no?

– Cortes y moraduras -dijo ella, esforzándose por asimilar la idea-. No estoy segura. Es fácil que madre se haga cardenales, creo. Y sé que el Veronal la vuelve patosa.

– Esto no es torpeza. Es…, lo siento, cariño. Ha perdido el juicio.

Ella me miró y fue como si se le cerrara la cara. Desvió la mirada.

– Déjame verla.

– Espera -dije, reteniéndola.

Ella se zafó, súbitamente enfadada.

– ¡Me lo prometiste! Te lo dije hace semanas. Te advertí que había algo en esta casa. ¡Te reíste de mí! Y dijiste que si hacía lo que tú decías, ella estaría bien. Bueno, la he vigilado continuamente. He estado con ella día tras día. La he obligado a tomar esas pastillas odiosas. Me lo prometiste.

– Lo siento, Caroline. Hice lo que pude. Su estado era peor de lo que yo creía. Si pudiéramos observarla un poco más, sólo esta noche…

– ¿Y mañana? ¿Y los días siguientes?

– A tu madre ya no le basta una ayuda ordinaria. Me ocuparé de organizado todo, te lo prometo. Lo haré esta noche. Y mañana me la llevaré.

Ella no comprendió. Movió la cabeza, impaciente.

– ¿Llevártela adonde? ¿Qué quieres decir?

– No puede quedarse aquí.

– ¿Quieres decir como Roddie?

– Me temo que no hay otra solución.

Se llevó una mano a la frente y se le demudó la cara. Pensé que estaba llorando. Pero se había echado a reír. Era una risa sin alegría, temblé.

– ¡Dios santo! -dijo-. ¿Cuánto falta para que me toque a mí?

Le cogí la mano.

– ¡No digas esas cosas!

Ella desplazó mis dedos hasta el pulso en su muñeca. Dijo:

– Lo digo en serio. Vamos, dímelo. Tú eres el médico, ¿no? ¿Cuánto me falta?

Me liberé de sus manos.

– ¡Pues no mucho, quizá, si tu madre se queda aquí y sucede una desgracia! Y es eso precisamente lo que me preocupa. ¡Mira cómo estás ahora! ¿Cómo vais a haceros cargo tú y Betty? Es la única solución.

– La única solución. Otra clínica.

– Sí.

– No podemos pagarla.

– Yo te ayudaré. Encontraré la forma. Cuando estemos casados…

– Todavía no lo estamos. ¡Dios! -Juntó las manos-. ¿No tienes miedo?

– ¿Miedo de qué?

– De que te contamine la familia Ayres.

– Caroline.

– Es una de esas cosas que dirá la gente, ¿no? Sé que ya circulan habladurías sobre Roddie.

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