– No, la verdad -dije.
Me separé de él, pero noté que seguía mirándome. Fuimos a la sala de médicos a recoger nuestra ropa de calle, y al descolgar mi chaqueta de la percha se me resbaló de algún modo entre los dedos y el contenido de sus bolsillos se desparramó por el suelo. Lancé un juramento y me agaché para recogerlo, y al incorporarme descubrí que Seeley me estaba mirando otra vez.
– Hoy no anda muy fino -dijo, sonriendo. Bajó la voz-. ¿Cuál es el problema? ¿Sus pacientes o usted? Perdone que le pregunte.
– No, está bien -dije-. Son los pacientes, supongo. Pero también yo, en cierto sentido.
Estuve a punto de decir más, de tantas ganas que tenía de expulsarlo de mi pecho, pero recordé nuestro breve encuentro desagradable en el baile de enero. Quizá Seeley también se acordó y quiso desagraviarme por su conducta, o quizá simplemente dedujo de mi aspecto lo afectado que estaba. Dijo:
– Oiga, yo ya he acabado aquí y me figuro que usted también. ¿Qué tal si me acompaña a tomar un trago? Lo crea o no, tengo una botella de whisky escocés. Regalo de una paciente agradecida. ¿Puedo tentarle?
– ¿En su casa? -dije, algo sorprendido.
– ¿Por qué no? Vamos. Le hará un favor a mi hígado si toma uno o dos vasos, porque de lo contrario me beberé entera yo solo la condenada botella.
De repente, fue como si hiciera meses desde que había hecho algo tan normal como sentarme en la casa de alguien con un vaso de licor; así que acepté. Nos abrigamos del frío y caminamos hacia nuestros coches respectivos: él, a su manera un tanto extravagante, con un grueso gabán marrón y un par de mitones de piel para conducir que le daban el aspecto de un oso simpático; yo, más modestamente, con mi abrigo y mi bufanda. Yo salí antes, pero él no tardó en darme alcance con su Packard, a una velocidad temeraria por las heladas carreteras rurales. Veinticinco minutos después, cuando aparqué ante la verja de su casa, él ya estaba dentro y ya había preparado la botella y los vasos y encendido el fuego.
Vivía en una casa laberíntica de estilo eduardiano, llena de habitaciones luminosas y desordenadas. Se había casado a una edad tardía y él y su mujer, Christine, habían tenido cuatro hijos hermosos. Cuando entré por la puerta abierta de la casa, dos de los niños se estaban persiguiendo de arriba abajo por la escalera. Otro golpeaba una pelota de tenis contra la puerta del salón.
– ¡Dichosos críos del demonio! -gritó Seeley desde la entrada de su despacho.
Me indicó con un gesto que entrara y se excusó por el caos. Pero también se veía que estaba secretamente complacido y orgulloso de él, como he advertido que le ocurre a mucha gente que se queja de su familia numerosa y ruidosa delante de solteros como yo.
Este pensamiento estableció una distancia entre nosotros. Él y yo habíamos trabajado juntos, como rivales amables, durante casi veinte años, pero nunca habíamos sido realmente amigos. Cuando descorchó la botella, miré mi reloj y dije:
– Será mejor que me sirva poco. Tengo que hacer un montón de recetas esta noche.
Pero él escanció el whisky generosamente.
– Mayor motivo aún para servir un buen vaso. ¡Dé a sus pacientes alguna sorpresa! Dios, qué bien huele esto, ¿no le parece? Aquí está lo bueno.
Entrechocamos los vasos y bebimos. Me señaló con el suyo un par de sillones desvencijados y enganchó uno de ellos con el pie para acercármelo al fuego, y luego hizo lo mismo con el otro; al hacerlo arrugó la polvorienta alfombra, pero no le dio importancia. Del pasillo llegaba el alboroto de los niños jugando, y un minuto después se abrió la puerta de golpe y uno de los guapos chicos asomó la cabeza y dijo:
– Padre.
– ¡Fuera! -rugió Seeley.
– Pero, señor…
– ¡Sal de aquí o re rebano las orejas! ¿Dónde está tu madre?
– En la cocina con Rosie.
– ¡Pues dale la lata a ella, enano!
La puerta se cerró de un portazo. Seeley dio un sorbo violento del whisky al mismo tiempo que buscaba en el bolsillo su pitillera de Players. Por una vez me adelanté y saqué la mía y el encendedor, y él se recostó con el cigarrillo sujeto entre los labios.
– Escenas de la vida doméstica -dijo, dando muestras de cansancio-. ¿Me envidia usted, Faraday? No lo haga. Un padre de familia nunca es un buen médico de cabecera; tiene demasiadas preocupaciones propias. Tendría que haber una ley que obligase a los médicos a ser solteros, como los curas católicos. Así serían mejores.
– Ni por asomo se cree usted eso -dije, después de dar una chupada al cigarrillo-. Además, si fuera verdad, yo sería la prueba.
– Bueno, y usted lo es. Usted es mejor médico que yo. Y también le ha costado más llegar a serlo.
Alcé los hombros.
– Esta noche no he sido un brillante ejemplo.
– Oh, trabajo rutinario. Usted saca lo mejor de sí mismo cuando hace falta. Lo ha dicho usted mismo, hay cosas que le ocupan el pensamiento… ¿Quiere que hablemos de ellas? A propósito, no trato de husmear. Sólo sé que a veces ayuda estudiar casos difíciles con otro médico.
Hablaba con ligereza pero sinceramente, y la pequeña resistencia que yo le estaba oponiendo -una resistencia a sus modales encantadores, su casa desordenada, su hermosa familia- empezó a disiparse. Quizá fue simplemente el efecto del whisky o el calor del fuego. La habitación ofrecía un drástico contraste con mi lóbrega casa de soltero, y también, comprendí de golpe, con Hundreds Hall. Tuve una visión de Caroline y su madre tal como estarían a aquella hora de la noche, encorvadas, quejosas y ateridas en el corazón de aquella casa triste y oscura.
Di vueltas en la mano al vaso de whisky.
– Quizá usted adivine mi problema, doctor Seeley. O una parte de él.
No levanté la vista, pero vi que él levantaba su vaso. Dio un sorbo y dijo, suavemente:
– ¿Se refiere a Caroline Ayres? Pensaba que debía de ser algo relacionado con ella. ¿Siguió usted mi consejo después de aquel baile?
Me moví incómodo, y antes de que pudiera contestarle prosiguió:
– Lo sé, lo sé, aquella noche yo estaba borracho como una cuba y me comporté como un maldito impertinente. Aunque lo dije en serio. ¿Qué ha salido mal? No me diga que la chica le ha dado calabazas. ¿Demasiado agobiada? Vamos, confíe en mí, ahora no estoy bebido. Además…
Ahora alcé la mirada.
– ¿Qué?
– Bueno, es inevitable oír rumores.
– ¿Sobre Caroline?
– Sobre toda la familia. -Habló con más gravedad-. Un amigo mío de Birmingham trabaja a tiempo parcial en la consulta de John Warren. Me habló del terrible estado de Roderick. Un caso peliagudo, ¿no? No me sorprende que haya empezado a deprimir a Caroline. Tengo entendido que ha habido otro incidente en el Hall, ¿no es así?
– Sí -dije, al cabo de una pausa-. Y no me importa decirle, Seeley, que el maldito caso es tan extraño que no sé muy bien cómo abordarlo…
Y le conté una buena parte de la historia, empezando por Roderick y sus alucinaciones, y después le describí el incendio, los garabatos en las paredes, las llamadas telefónicas fantasmas, y le conté sin rodeos la horrible experiencia de la señora Ayres en la antigua guardería. Me escuchó en silencio, a ratos asintiendo, a ratos emitiendo un rugido de risa macabra. Pero la risa desapareció a medida que avanzaba el relato, y cuando terminé permaneció inmóvil un momento y luego se inclinó para sacudir la ceniza de su cigarrillo. Y al recostarse dijo lo siguiente:
– Pobre señora Ayres. Una manera muy sofisticada de cortarse las venas de las muñecas, ¿no le parece?
Le miré.
– ¿O sea que ve así el caso?
– Mi querido colega, ¿cómo, si no? A no ser que la desdichada mujer fuera simplemente víctima de la idea que alguien tiene de una mala pasada. Supongo que habrá descartado esto último, ¿no?
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