– Entra y cierra la puerta, por favor.
La chica se acercó, agachando la cabeza.
– Bien -dijo Caroline. Había juntado las manos y se pasaba los dedos de una de ellas por los nudillos de la otra, como si distraídamente intentara suavizar su piel áspera como papel-. Quiero que le digas al doctor Faraday lo que me dijiste ayer.
Betty vaciló de nuevo y luego musitó:
– No quisiera, señorita.
– Anda, no seas boba. Nadie está enfadado contigo. ¿Qué viniste a decirme ayer por la tarde, cuando el doctor Faraday se marchó a su casa?
– Por favor, señorita -dijo Betty, lanzándome una ojeada-. Le dije que en esta casa hay algo malo.
Debí de emitir algún sonido o de hacer algún gesto de consternación. Betty levantó la cabeza y adelantó la barbilla.
– ¡Lo hay! ¡Y yo lo sabía hace meses! Y se lo dije al doctor y él dijo que era una boba. ¡Pero no quiero ser boba! ¡Sabia que había algo! ¡Lo sentí !
Caroline me estaba observando. Cruzamos una mirada y le dije, fríamente:
– Es absolutamente cierto que le pedí a Betty que no mencionara esto.
– Dile al doctor Faraday lo que sentiste exactamente -dijo Caroline, como si no me hubiera oído.
– Yo sólo lo sentí -dijo Betty, más débilmente- en la casa. Es como un… criado malvado.
– ¡Un criado malvado! -dije.
Ella estampó el pie contra el suelo.
– ¡Lo es! Movía las cosas de un sitio a otro, aquí arriba; nunca hacía nada abajo. Pero empujaba cosas y las dejaba asquerosas…, como si las tocara con las manos sucias. Yo estaba por decir algo, después de aquel incendio. Pero la señora Bazeley me dijo que no debía, porque la culpa era del señor Roderick. Pero luego le sucedieron todas esas cosas raras a la señora Ayres, todos aquellos ruidos y golpes, y entonces sí lo dije. Se lo dije a la señora.
Ahora empezaba a entender. Me crucé de brazos.
– Ya veo. Bueno, eso explica muchas cosas. ¿Y qué dijo la señora Ayres?
– Dijo que lo sabía todo. ¡Dijo que era un fantasma! ¡Dijo que a ella le gustaba! Dijo que era un secreto suyo y mío, y que yo no tenía que decírselo a nadie. Y desde entonces no dije una palabra, ni siquiera a la señora Bazeley. Y creí que todo estaba bien, porque la señora Ayres parecía muy contenta. Pero ahora el fantasma ha vuelto a ser malvado, ¿no? ¡Y ojalá yo lo hubiera dicho! Porque entonces no le habría hecho daño a la señora. ¡Y lo siento! ¡Pero no es culpa mía!
Rompió a llorar, se tapó la cara con las manos y le temblaron los hombros. Caroline se le acercó y dijo:
– No pasa nada, Betty. Nadie te culpa de nada. Fuiste muy buena y sensata ayer, cuando las demás estábamos tan alteradas. Sécate los ojos.
Al final la chica se calmó y Caroline la mandó al sótano. Betty obedeció dócilmente, pero me dirigió una mirada torva; y cuando se hubo ido me quedé mirando a la puerta cerrada, muy consciente del silencio y de la mirada vigilante de Caroline. Al fin me volví y dije:
– Betty me dijo algo, la mañana en que sacrifiqué a Gyp. Todos estabais tan tristes que no quise arriesgarme a daros otro disgusto. Cuando empezó lo de Rod, pensé que en parte ella podía ser la responsable, que quizá ella le hubiese metido la idea en la cabeza. Me juró que no.
– No creo que fuese ella -dijo Caroline.
Había ido hasta la butaca y cogió dos libros voluminosos de la mesa contigua. Los apretó contra el pecho y respiró; y cuando volvió a hablar, lo hizo con una especie de dignidad tranquila.
– No me importa que no me lo dijeras antes -dijo-. No me importa haberlo tenido que saber por Betty en lugar de por ti. Sé lo que piensas de lo que está ocurriendo en esta casa. Pero quiero que me escuches; sólo será un momento. Creo que me lo debes, ¿no?
Di un paso hacia ella, pero su actitud y su porte eran disuasorios. Me detuve y respondí, cauteloso:
– De acuerdo.
Ella respiró fuerte de nuevo y continuó.
– Después de lo que me dijo Betty ayer, me puse a pensar.
De repente recordé unos libros de mi padre. Recordé los títulos y vine a buscarlos anoche. Llegué a pensar que quizá los hubiéramos regalado… Pero finalmente los encontré.
Me entregó los dos pesados tomos, con una inseguridad desconcertante. No sé lo que me esperaba que fuesen. Por su aspecto pensé que podían ser tratados de medicina. Después vi los títulos: Fantasmas de los vivos y El lado oscuro de la naturaleza.
– Caroline -dije, dejando caer los libros hacia un costado-, no creo que estos libros nos ayuden.
Ella vio que no tenía intención de abrirlos y me los quitó y abrió uno de ellos. Lo hizo torpemente, como si no dominara del todo sus movimientos; volví a mirar el color de sus mejillas y comprendí que lo que yo había tomado por el arrebol de la salud era en realidad una especie de agitación. Encontró una página que había marcado con un papelito y empezó a leer en voz alta:
– «El primer día, toda la familia tuvo un súbito sobresalto al observar un movimiento misterioso entre las cosas que había en los cuartos de estar; en la cocina y en otros lugares de la casa. En un momento dado, sin ningún agente visible, una de las jarras se descolgó del aparador y se rompió; a la primera le siguió otra, y otra más al día siguiente. Una tetera de porcelana, con el té recién hecho, y colocada en la repisa de la chimenea, resbaló y cayó al suelo.»
Alzó la vista hacia mí, tímidamente pero con un sesgo de desafío. Estaba aún más colorada que antes. Dijo:
– Esto ocurrió en Londres, en el siglo XIX. -Pasó unas cuantas páginas, hasta llegar a otra marcada con un papel-. Esto fue en Edimburgo, en 1835: «Hicieran lo que hicieran, los hechos continuaron: de día y de noche se oían pasos de pies invisibles, golpes, chirridos y crujidos, primero en un lado y después en el otro».
– Caroline…
Ella pasó más páginas; pasó una tan deprisa que se rasgó.
– Y aquí. Escucha esto: «Me encontré con numerosas y extraordinarias crónicas de campanillas sobrenaturales que sonaban en una casa; a veces ocurrían periódicamente durante un tiempo considerable, y continuaban después de que se hubieran tomado precauciones que descartaban la posibilidad de trucos o engaños…».
Le quité el libro de las manos.
– Muy bien -dije-. Déjame echar una ojeada.
Volví a la cubierta. Me sorprendió la lista de títulos de los capítulos y, con un poco de aversión, los leí en voz alta:
– «El habitante del templo», «Doble sueño y trance», «Espíritus en apuros», «Casas embrujadas». -De nuevo dejé caer el libro-. ¿No hablamos de esto ayer? ¿De verdad crees que tu madre se repondrá si la animas a pensar que hay un fantasma en esta casa?
– Yo no lo creo -dijo velozmente-. No lo creo en absoluto. Sé que es lo que cree mi madre; sé que es también lo que Betty piensa. Pero el libro no habla de fantasmas. En todo caso, son… espíritus.
– ¡Espíritus! -dije-. ¡Dios! ¿Por qué no vampiros u hombres lobo?
Ella sacudió la cabeza, contrariada.
– Hace un año yo habría dicho lo mismo. Pero es sólo una palabra, ¿no? Una palabra que designa algo que no comprendo, una especie de energía o un conjunto de energías. O algo que llevamos dentro. No lo sé. Estos escritores de aquí: Gurney y Myers. -Abrió el otro libro-. Hablan de «fantasmas». No son fantasmas. Son partes de una persona.
– ¿Partes de una persona?
– Partes inconscientes, tan fuertes o trastornadas que pueden adquirir vida propia. -Me mostró una página-. Escucha. Aquí hay un hombre que está en Inglaterra, inquieto, y que quiere hablar con un amigo suyo… ¡y se aparece a la mujer y a su compañero, en aquel mismo momento, en una habitación de hotel en El Cairo! ¡Se aparece como su propio fantasma! Aquí hay una mujer, de noche, que oye el aleteo de un pájaro…, ¡igual que madre! Después ve a su marido, que está en América, de pie delante de ella; ¡más tarde descubre que ha muerto! El libro dice que algunas personas, cuando están tristes o preocupadas o desean ansiosamente algo… A veces ni siquiera saben lo que ocurre. Algo… se separa de ellas. Y lo que no puedo dejar de pensar es…, sigo pensando en aquellas llamadas telefónicas. ¿Y si todas eran de Roddie?
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