Sarah Waters - El ocupante

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La primera vez que visitó Hundreds Hall, la mansión de la adinerada familia inglesa de los Ayres, el doctor Faraday era apenas un niño. Corría el verano de 1919, apenas terminada la guerra, y su madre trabajaba allí como sirvienta. Aquel día el pequeño Faraday se sintió abrumado por la grandeza y la opulencia de la casa, hasta tal punto que no pudo evitar llevarse a hurtadillas un pequeño recuerdo.
Treinta años después, tras el fin de una nueva guerra mundial, el destino lleva a Faraday, convertido ahora en médico rural, de nuevo a Hundreds Hall. Allí sigue viviendo la señora Ayres con sus dos hijos, Caroline y Roderick, pero las cosas han cambiado mucho para la familia, y donde antes había riqueza ahora hay sólo decadencia. La mansión muestra un aspecto deplorable y del mismo modo, gris y meditabundo, parece también el ánimo de sus habitantes. Betty, la joven sirvienta, asegura al doctor Faraday que algo maligno se esconde en la casa, y que quiere marcharse de allí.
Con las repetidas visitas del doctor a la casa para curar las heridas de guerra del joven Rod, el propio Faraday será testigo de los extraños sucesos que tienen lugar en la mansión: marcas de quemaduras en paredes y techo, ruidos misteriosos en mitad de la noche o ataques de rabia de Gyp, el perro de la familia. Faraday tratará de imponer su visión científica y racional de los hechos, pero poco a poco la amenaza invisible que habita en la casa se irá cerniendo también sobre él mismo.

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Que yo supiera, en Hundreds no recibían los periódicos de Coventry, aun cuando se distribuían ampliamente en todo el condado, y me pareció bastante preocupante que el semanario hubiera publicado la crónica del caso. Telefoneé al Hall y pregunté si la habían leído; como me dijeron que no, les llevé un ejemplar en el trayecto a mi casa. Roderick lo leyó en un adusto silencio antes de pasárselo a su hermana. Ella leyó el artículo y, por primera vez desde que el asunto había empezado, perdió el aplomo y vi miedo auténtico en su rostro. La señora Ayres se quedó francamente horrorizada. El artículo mostraba cierto interés por la herida de Roderick durante la guerra y creo que ella tuvo una especie de miedo morboso a que se supiera, porque en cuanto les dejé me acompañó al coche para poder hablar sin que nos oyeran sus hijos.

Me habló en voz baja, alzando el pañuelo para protegerse el pelo:

– Tengo algo más que decirle. Todavía no se lo he dicho a Roderick ni a Caroline. El inspector Allam me ha llamado hace un rato para comunicarme que Baker-Hyde tiene intención de seguir adelante y presentar una denuncia. Quería avisarme; verá, él y mi marido sirvieron en el mismo regimiento. Me ha dejado bien claro que en un caso como éste, en el que hay un niño, tenemos muy pocas posibilidades de ganar. He hablado con Hepton -era el abogado de la familia- y opina lo mismo. Me ha dicho también que puede haber algo más que pagar una multa; podría haber daños y perjuicios… No puedo creer que hayamos llegado a esto. Aparte de todo lo demás, ¡no tenemos dinero para ir a juicio! He intentado preparar a Caroline para lo peor, pero no quiere escucharme. No la comprendo. Está más alterada de lo que estaba cuando el accidente de su hermano.

Yo tampoco la entendía, pero dije:

– Bueno, siente un gran cariño por Gyp.

– ¡Nos tiene mucho afecto a todos! Pero en definitiva es un perro, y está viejo. Créame que no podría comparecer con mi familia ante un juez. Si no ya en mí misma, tengo que pensar en Roderick. Dista mucho de estar bien. Es lo último que le faltaba.

Me puso la mano en el brazo y me miró directamente a la cara.

– Usted ya ha hecho mucho por nosotros, doctor, difícilmente puedo pedirle algo más. Pero no quiero mezclar a Bill Desmond ni a Raymond Rossiter en nuestros problemas. Cuando llegue el momento, con Gyp…, ¿nos ayudaría usted?

Dije, ingratamente sorprendido:

– ¿Sacrificarle, quiere decir?

Ella asintió.

– No puedo pedírselo a Roderick, y desde luego Caroline está descartada…

– Sí, sí.

– No sé a quién más recurrir. Si el coronel viviera…

– Sí, por supuesto. -Lo dije a regañadientes, pero con la sensación de que me sería muy difícil decir otra cosa. Así que lo repetí, con mayor firmeza-. Sí, por supuesto que les ayudaré.

Su mano seguía descansando en mi brazo. Puse la mía encima y ella agachó la cabeza, con alivio y gratitud, y en su tez aparecieron líneas leves de cansancio, casi de vejez.

– Pero ¿cree que Caroline lo consentirá? -le pregunté, cuando ella retiraba la mano.

Dijo simplemente:

– Sí, por el bien de la familia. No hay otro remedio.

Y esta vez tuvo razón. Me llamó una noche para decirme que el inspector jefe Allam había hablado otra vez con los Baker-Hyde y al cabo de una larga disputa habían accedido, aunque de mala gana, a retirar los cargos siempre que Gyp fuera sacrificado de inmediato. La señora Ayres parecía enormemente aliviada, y me alegré de que el conflicto se hubiera solucionado, pero pasé una noche de angustia pensando en lo que me había comprometido a hacer al día siguiente. Además, a eso de las tres, cuando ya por fin me estaba sumiendo en algo parecido a un sueño natural, me despertó la campanilla de noche de mi consulta. Un hombre había venido corriendo desde el pueblo vecino para pedirme que atendiera a su mujer, que estaba teniendo un parto difícil. Me vestí y fuimos en mi coche a su casa; era el primer parto de la mujer y se presentaba bastante complicado, pero todo acabó hacia las seis y media, cuando el niño nació con las sienes magulladas por los fórceps, pero sano y ruidoso. El hombre tenía que estar en el campo a las siete y dejamos a la madre y al bebé al cuidado de la comadrona, y le llevé hasta su granja. Se fue silbando al trabajo…, contento porque el recién nacido había sido niño y las mujeres de sus hermanos, me dijo, «sólo sabían fabricar mozas».

Me alegré por él y experimenté el ligero toque de euforia que suele seguir a un alumbramiento sin percances, sobre todo cuando lo acompaña la falta de sueño; sin embargo la emoción se agrió cuando recordé la tarea que me esperaba en Hundreds. No quise volver a Lidcote para tener que salir de nuevo; tomé una carretera que conocía y que atravesando unos bosques conducía a un pequeño claro junto a un estanque rodeado de vegetación. El lugar era pintoresco en verano, un nido de enamorados. Pero recordé demasiado tarde que también era el escenario de un suicidio en la época de la guerra, y cuando detuve el coche y apagué el motor, el agua oscura y los árboles mojados y llenos de magulladuras me parecieron muy melancólicos. Hacía demasiado frío para apearse: encendí un pitillo, bajé la ventanilla y crucé los brazos para protegerme de la intemperie. Alguna vez había visto allí garzas y en ocasiones somormujos arrullándose; aquel día el estanque parecía sin vida. Un pájaro gorjeó desde una rama y repitió el gorjeo pero no obtuvo respuesta. Poco después cayó llovizna y una brisa surgida de la nada me sembró la mejilla de gotitas punzantes. Aplasté el cigarro y subí deprisa la ventanilla.

Algunos kilómetros más allá estaba la curva de la carretera que me llevaría a la puerta occidental del parque de Hundreds. Aguardé hasta un poco antes de las ocho y luego arranqué rumbo a la casa.

Entré sin obstáculos, porque habían retirado la cadena y el candado de la verja. Había más luz en el parque abierto que en la carretera, pero la casa, visible desde el oeste, desde una considerable distancia, parecía vasta y sólida en la penumbra turbia, un gran cubo oscuro. Pero yo sabía que los Ayres eran madrugadores y al acercarme vi el humo de alguna de las chimeneas. Y cuando hube rodeado la trasera de la casa, después de que mis neumáticos arrancaran crujidos de la grava, vi encenderse una luz en las ventanas contiguas a la puerta principal.

La abrieron antes de que yo llegara a ella: era la señora Ayres.

Parecía pálida.

– ¿Llego demasiado pronto? -dije.

Ella negó con la cabeza.

– Por nosotros no hay problema. Roderick ya está en la granja. Creo que ninguno ha pegado ojo. Tampoco usted, por su aspecto. No habrá muerto nadie, espero.

– Un nacimiento.

– ¿El bebé está bien?

– El bebé y la madre… ¿Dónde está Caroline?

– Arriba, con Gyp. Supongo que habrá oído el coche.

– ¿La avisó de que venía? ¿Sabe por qué?

– Sí, lo sabe.

– ¿Como se lo ha tomado?

Volvió a mover la cabeza, pero no respondió. Me condujo a la salita y me dejó junto al chisporroteo de la leña de un fuego reciente. Volvió con una bandeja de té y pan con beicon frío, la depositó a mi lado y se sentó sin probar nada mientras yo comía. Verla desempeñar el papel de sirvienta aumentó mi desazón. No me entretuve en cuanto terminé el desayuno, sino que cogí el maletín y ella me llevó al vestíbulo y subimos la escalera hasta el primer piso.

Me dejó delante de la puerta de Caroline. Estaba ligeramente entornada, pero llamé con los nudillos y, al no oír respuesta, la empujé lentamente y entré. La habitación era espaciosa y agradable, con paneles de color claro en las paredes y una cama estrecha de cuatro postes; pero advertí que todo estaba descolorido, las cortinas del lecho desteñidas, las alfombras deshilachadas, las tablas del suelo pintadas de un blanco desgastado por manchones grises. Había dos ventanas de guillotina y Caroline estaba sentada delante de una de ellas, sobre una especie de otomana con almohadones, con Gyp a su lado. El perro tenía la cabeza encima del regazo de su ama, pero cuando me vio alzó el hocico, abrió las fauces y meneó el rabo. Caroline tenía la cara vuelta hacia la ventana y no habló hasta que estuve cerca.

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