– ¿Te has perdido? -preguntó a su perseguidor con un fuerte acento alemán.
Al ver de cerca aquella cara angulosa y las gafitas redondas, Michel supo que aquel hombre le resultaba familiar. Tal vez lo hubiera visto en una revista, o en las páginas del periódico que llegaba -con días de retraso -al orfanato.
– ¿Es usted famoso?
El viejo rio con timidez ante aquella pregunta. Luego declaró.
– Bueno, soy escritor, y he recibido algunos miles de cartas de chicos como tú que me consultan cosas. Pero es la primera vez que me hacen esta pregunta. Me presento. Hermann Hesse.
Michel le dio su nombre y su apellido de huérfano antes de preguntarle cómo había ido a parar a aquel bosque de los Alpes franceses.
– Caminé por estos senderos en mi juventud -respondió-, y he tenido que esperar a que termine esta estúpida guerra para poder volver. Y tú, ¿qué haces aquí?
Por primera vez Michel decidió explicar abiertamente su propósito, que fue recibido por el escritor con expresión solemne. A continuación se apoyó contra un tronco y cruzó los brazos suavemente para decirle:
– No es ninguna tontería lo que estás haciendo, sobre todo porque es por amor a una chica. Pero debes saber que el amor no existe para hacernos felices, sino para mostrarnos cuánto podemos resistir.
Hermann revolvió los cabellos del pequeño antes de concluir:
– Yo mismo cortaré un estrella de mi camisa para ti, pero antes quiero que conozcas la carta que me ha mandado un joven monje de Indochina, porque te hará entender lo que significa el amor a la naturaleza.
El escritor sacó de su abierto un sobre cuidadosamente doblado y extrajo de su interior una hoja de papel con una docena de líneas escritas con plumilla.
– Léela tú mismo -dijo tendiéndole la hoja de papel-. Está escrita en tu idioma.
Si eres poeta, verás con claridad que hay una hube flotando en esta hoja de papel. Sin una nube, no hay lluvia; sin lluvia, los árboles no pueden crecer, y sin árboles, no se puede hacer papel.
Si miramos aún más profundamente esta hoja de papel, podemos ver en ella el brillo del sol. Si la luz del sol no está ahí, el bosque no puede crecer. En realidad nada podría crecer. Ni siquiera nosotros podríamos crecer sin el sol. Y si seguimos mirando, podemos ver al leñador que cortó el árbol y lo llevó al molino para ser transformado en papel. Y vemos el trigo. Sabemos que el leñador no puede existir sin su plan de todos los días y, por tanto, el trigo que se convirtió en su pan también está en esta hoja de papel. Y la madre y el padre del leñador también están ahí. Dando un paso más, podemos ver que también nosotros estamos en ella. Esto no es tan difícil porque, cuando miramos la hoja de papel. Ella es parte de nuestra percepción. Tu mente está en ella. Y la mía también. No hay nada que no puedas incluir: el tiempo, el espacio, la tierra, la lluvia, los minerales del suelo, el sol, la nube, el río, el calor. Todo coexiste en esta hoja de papel; no estamos aislados. Esta hoja de papel es porque todo lo demás es. Este papel, tan finito, contiene es sí todo el universo.
Thich Nhat Hanh
Un día más
Dado que se había propuesto cazar al día siguiente las tres estrellas que le faltaban, antes de regresar a los barracones Michel detuvo bajo el soportal sonde había encontrado a Herminia por primera vez.
Al verla le pareció que no se hubiera movido de allí en todo aquel tiempo. Envuelta en su manta llena de manchones, en aquel momento tomaba algo parecido a una sopa de un pequeño cazo.
– Aquí llega el cazador de estrellas -dijo con voz alegre y estridente-. ¿Cuántas llevas ya?
– Seis.
– ¡Bravo! Estás dentro de los plazos previstos.
– Me temo que no -respuso angustiado-, porque Eri está al límite de sus fuerzas y me temo que abandone antes de que pueda entregarle su corazón lleno de estrellas. Por eso quiero recortar mañana los tres retales que me faltan.
– Fantástico. Si los consigues, dedicaré toda la noche a tejer un corazón lleno de estrellas para Eri. El boticario me ha regalado una bolsa del algodón para rellenarlo. Eso sr, recuerda que el corazón no funcionará si no encuentras la estrella secreta.
– La décima, lo sé. Pensaré en ello en su momento, Herminia, pero ahora me preocupa dónde encontrar las otras tres. Por más vueltas que le doy, no encuentro más clases de amor fuera de estas seis.
Herminia protestó, porque no estaba en el trato revelarle las categorías del amor, pero finalmente accedió a ayudarlo después de que Michel le enumerara las seis que llevaba recogidas.
– Hablas de personas, animales y plantas -gruñó la mendiga-, pero no tienes en cuenta algo muy importante que hacen los seres humanos. Algo que permite que los muertos sigan hablando miles de años después. ¿Lo captas?
Michel negó con la cabeza mientras la anciana se desesperaba.
– Te daré la última pista: suele ser rectangular y arde con el fuego.
– ¡Libros! -exclamó él-. ¡El amor a los libros!
– O a la cultura y el arte, como quieras llamarlo. Y te daré una pista sobre la estrella número ocho: incluye las seis primeras que ya has encontrado.
El buscador de estrellas reflexionó que tenían en común las personas, los animales y las plantas, el agua y el oxígeno que respiramos. Todo ello tenía…
– Vida -declaró seguro de su deducción-. La octava estrella es el amor a la vida. Con eso ya lo tenemos todo, ¿no? ¿Qué clase de amor engloba la novena estrella?
– Mírate en el espejo -repuso la anciana.
Estaba todo dicho.
La dieta de los libros
Si alguien representaba en Selonsville el amor a los libros y a la cultura era Madame Mercier. Llevaba de bibliotecaria desde el nacimiento del siglo y no se cansaba de alentar a los pocos visitantes para que probaran su dieta de un libro por semana.
«Es lo mínimo pata tener la cabeza bien amueblada», solía decir.
Decidido a obtener las tres estrellas que le faltaban aquel mismo día, Michel entró corriendo en la biblioteca municipal cuando el reloj marcaba las tres y cuarto.
Ya en la sala de lectura, un aprendiz con cara de lagarto le informó con desgana que la jefa no llegaría hasta las cuatro de la tarde. Contrariado con aquel imprevisto, se sentó a la mesa donde reposaban en desorden los periódicos locales de la semana anterior.
Al abrir el primero de ellos, y luego el segundo y el terceo, el rostro de Michel pasó del rojo encendido a un blanco sepulcral. No había sido consciente de hasta qué punto eran conocidas sus fechorías. A medida que leía sintió cómo un sudor frío le bajaba por la frente:
«EL FANTASMA DE LAS TIJERA SIEMBRA EL PÁNICO EN LA CIUDAD».
«UNA COMISIÓN CIUDADANA PREPARA PATRULLAS URBANAS PARA CAZAR AL AUTOR DE LOS ATAQUES».
«EL ALCALDE DE SOLNSVILLE OFRECE UNA RECOMPENSA DE 300 FRANCOS A QUIEN APORTE INFORMACIÓN PARA DETENER A EL TIJERAS».
«LAS PRIMERAS DESCRIPCIONES DEL BANDIDO MÁS PELIGROSO CAUSAN ASOMBRO: EL TIJERAS ES UN NIÑO».
Michel se alejo a toda prisa de la mesa de los periódicos, como si el solo hecho de estar allí lo convirtiera en sospechoso. No podía permitir que lo capturaran justo el día que iba a completar su misión.
Cuando la eterna bibliotecaria -nadie sabía a ciencia cierta qué edad tenía -entró en la sala, el niño corrió en dirección a ella como un náufrago hasta su tabla de salvación. No había tiempo que perder. En cuanto alguien lo reconociera, le echarían el guante y todo habría terminado.
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