Las estrellas y el corazón
«Mírate al espejo», había dicho Herminia cuando le había preguntado por la novena estrella. Michel no tenía duda de cuál era la clase de amor que cerraba el corazón que iba a tejerse aquella misma noche.
El amor a uno mismo.
Y no necesitaba ir muy lejos para encontrarlo, ya que para llegar hasta allí había tenido que superar más pruebas de las que había esperado encontrar en toda su vida.
Recordó una frase de Hery Ford, el constructor de coches, que había leído una vez en una revista: «Tanto si crees que puedes conseguirlo como si creer que no puedes, tienes razón».
Michel había creído y, por tanto, le correspondía a él mismo entregar la estrella que completaba el corazón. Desenfundó las tijeras y cortó una estrella del suéter que abrigaba su pecho.
Con las nueve estrellas en el bolsillo, partió entonces en busca de Herminia.
Mientras corría hacia la anciana, el último retal cosechado le recordó algo que le había dicho un sacerdote que acostumbraba a visitar el orfanato. Era un anciano muy bondadoso que siempre tenía palabras de ánimo para todos los internos.
Había tropezado con él al salir del comedor, donde aquel domingo habían tenido doble ración de habichuelas. El religioso lo había seguido hasta el patio, donde en aquel momento se iniciaba un partido de balompié, y le había preguntado: «¿Por qué no juegas?».
«La verdad es que no me gusta correr detrás de balón», había respondido Michel, «prefiero mirar cómo juegan ellos. Y si el partido es malo pienso en mis cosas».
«No siempre. Me gustan mis compañeros y mis compañeras«, repuso sin revelarle que una de ellas le gustaba de manera especial, «pero a veces necesito estar solo».
«El árbol solitario crece más fuerte», le había dicho el anciano, «y eso le sirve para dar frutos más sabrosos a los demás. Del mismo modo, si te amas a ti mismo, que no sea para ponerte en un pedestal desde el que mirar al mundo. Como el árbol solitario, has de valorarte para luego entregar ese valor a los demás. Sólo tenemos aquello que podemos entregar».
Mientras recordaba estas palabras que tanto le habían impresionado, Michel llegó al soportal donde había empezado aquella insólita misión.
Encontró a Herminia dormida y envuelta en su manta. Eran las ocho, habían pasado la hora de regresar al orfanato. Y era mejor así, porque necesitaba llevar a Eri su corazón lleno de estrellas antes de que fuera demasiado tarde. Este sentimiento de urgencia hizo que despertara a la anciana se un suave codazo.
– Vienes a que componga tu corazón -dijo abriendo los ojos con dificultad-. Eso es algo que requiere mucha calma y atención, así que échate a dormir mientras tomo hilo y aguja. Puedes dejar las estrellas en mi regazo. Mañana cuando abras los ojos, se habrán convertido en corazón.
La décima estrella
Tal como le había prometido la anciana, cuando Michel abrió los ojos, bajo la primera luz del alba, lo primero que vio fue un corazón lleno de estrellas.
Era más grade que su cabeza y estaba tejido con los trozos de tela que había ido recortando de los nueve ejemplos de amor. Relleno de algodón blanco y puro, las estrellas encajaban entre sí a la perfección, e incluso los colores parecían haber sido elegidos ex profeso.
Lo sospesó a la vez que admiraba cómo el conjunto formaba un perfecto corazón. Tras besar a Herminia lleno de agradecimiento, antes de iniciar la última etapa de aquel viaje, recordó algo que hasta entonces no le había preocupado.
– Desde el principio me has hablado de esta décima estrella, la que permite que las otras nueve tengan fuerza.
– Eso es.
– ¿Dónde la encontraré? -preguntó inquieto.
– En ningún sitio. La llevas contigo.
Michel pensó que le estaba hablando de forma simbólica, así que señaló su propio pecho y dijo:
– ¿En mi corazón?
– Frío, frío… -repuso Herminia-. Debes poner corazón en todo lo que hagas, también en esto, pero la décima estrella no se refiere exactamente a esto.
– Pero has dicho que la llevo conmigo. Si no está en el corazón, ¿dónde está? -Se señaló la sien entes de preguntar-. ¿En la cabeza?
– Tibio tirando a caliente -sonrió la anciana-. Te dijo lo mismo: al igual que el corazón, la cabeza interviene… pero la décima estrella es otra cosa. Ahora vete o llegaras tarde.
Herminia se descubrió con la manta dispuesta a dormir tras pasar la noche en vela.
Intrigado, Michel salió a la carrera con el corazón lleno de estrellas bajo el brazo. Y no dejó de correr hasta llegar al gris edificio del hospital. Una vez más, las piernas le temblaron al trepar los escalones hasta el segundo piso y atravesar el pasillo que llevaba a la habitación de Eri. «¿Y si había llegado tarde?», se preguntó nuevamente angustiado.
Tal vez por la hora temprana no encontró a nadie en la habitación. No había médicos ni enfermeras. Ni siquiera la monja gruñona montaba guardia junto al cuerpo consumido de Eri, que mostraba una palidez casi transparente.
A su lado, en un oscuro monitor aparecía una línea blanca casi plana. Sus constantes vitales se habían reducido a una suave curva que parecía a punto de desmoronarse definitivamente.
Esto no asustó tanto a Michel como descubrir que le habían retirado el suero que la alimentaba. Entendió, lleno de desesperación, que la estaban dejando morir.
Antes de que llegara el momento final, puso sobre el pecho de su amiga el corazón lleno de estrellas.
Sin embargo, nada cambió. El rostro rígido de Eri, su palidez mortecina, la curva cada vez más imperceptible en el monitor… Todo indicaba que el momento del adiós era inminente. Michel podía agradecer haber llegado a tiempo para desearle buen viaje.
Mientras agarraba la mano sin vida de la niña, de repente recordó el misterio de la décima estrella. La que daba fuerza a todas las demás. Estaba más cerca de la cabeza que del corazón aunque ambos intervenían en lo que…
La mano libre de Michel se posó sobre sus propios labios. Fue entonces cuando, de repente, comprendió que tenía que decir algo. No bastaba con amar a los seres vivos, ni con ayudar al enemigo como si se tratara de un hijo. Las nueve clases de amor necesitaban, en un momento como aquel, algo más.
Acercó si boca a la oreja pequeña y fría de su amiga y le susurró:
– Te quiero, Eri.
Primero fue un ligero movimiento de párpados, como si los globos oculares giraran bajo la fina piel. Luego las pestañas de Eri empezaron a temblar, mientras la línea blanca abandonaba la horizontalidad para trazar picos cada vez más escarpados.
Cuando finalmente abrió los ojos, Michel supo que acababa de encontrar las décima estrella, el secreto último del amor.
No bastaba con amar, también había que decirlo.
Habían pasado diez años desde aquella esperada primavera en Selonsville. De hecho, la última nieve no se había fundido hasta la mañana siguiente de «el milagro de Eri», como había sido llamado el acontecimiento.
Así como los médicos no habían sabido por qué la niña había entrado en coma, acogieron con igual sorpresa su regreso al mundo de los despiertos.
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