Más adelante, cuando el hombre asegura a la chica que la quiere, ella dice:
«-Pero si lo hago [o sea: si aborto], estará bien, y si digo que las cosas son elefantes blancos ¿te gustará?
»-Me gustará. Me gusta ahora, pero no puedo pensar en ello».
Por lo tanto, ¿será por lo menos en esta actitud distinta en relación a una metáfora donde radique la diferencia entre sus caracteres? ¿La chica, sutil y poética, y el hombre, prosaico?
¿Por qué no? Podemos imaginar a la joven como más poética que el hombre. Pero también podemos percibir cierto manierismo en su hallazgo metafórico, cierto preciosismo, cierta afectación: al querer que la admiren por original e imaginativa, exhibe sus pequeños gestos poéticos. Si éste es el caso, lo ético y lo patético de las palabras que pronuncia acerca del mundo que, después del aborto, ya no les pertenecería podrían deberse a su gusto por la ostentación lírica más que a la auténtica desesperación de la mujer que renuncia a la maternidad.
No, nada de lo que se oculta detrás de este diálogo simple y trivial queda claro. Cualquier hombre podría decir las mismas frases que el norteamericano, cualquier mujer las mismas frases que la chica. Un hombre que quiera a una mujer o que no la quiera, que mienta o que sea sincero, diría lo mismo. Como si este diálogo hubiera esperado ahí desde la creación del mundo para ser pronunciado por incontables parejas, sin relación alguna con su psicología individual.
Es imposible juzgar moralmente a estos personajes ya que no hay nada sobre lo que pronunciarse; en el momento en que están en la estación, todo está ya definitivamente decidido; ya se han dado antes explicaciones mil veces; han discutido ya mil veces sobre sus opiniones; ahora, la vieja discusión (vieja discusión, viejo drama) apenas aflora vagamente detrás de la conversación en la que ya nada está en juego y en la que las palabras ya no son sino palabras.
Aunque el cuento es extremadamente abstracto al describir una situación casi arquetípica, es al mismo tiempo extremadamente concreto al intentar captar la superficie visual y acústica de una situación, en particular del diálogo.
Intenten reconstruir un diálogo de su vida, el diálogo de una discusión o un diálogo de amor. Las situaciones más apreciadas, más importantes, se pierden para siempre. Lo que queda es su sentido abstracto (defendí tal punto de vista, él otro, estuve agresivo, él a la defensiva), tal vez uno o dos detalles, pero el hecho concreto acústico-visual de la situación se ha perdido en toda su continuidad.
Y no sólo se ha perdido, sino que ni siquiera nos sorprende esta pérdida. Nos hemos resignado a la pérdida de lo concreto del tiempo presente. Transformamos inmediatamente el momento presente en su abstracción. Basta con contar un episodio que hayamos vivido hace apenas unas horas: el diálogo se acorta en un breve resumen, el decorado en algunos datos generales. Esto también vale para los recuerdos más fuertes que, como un traumatismo, se imponen al espíritu: nos quedamos tan deslumbrados por su fuerza que no nos damos cuenta de hasta qué punto su contenido es esquemático y pobre.
Si se estudia, discute, analiza una realidad, se la analiza tal como aparece en nuestro espíritu, en nuestra memoria. No conocemos la realidad sino es en tiempo pasado. No la conocemos tal como es en el momento presente, en el momento en que está ocurriendo, en el que es. Ahora bien, el momento presente no se parece a su recuerdo. El recuerdo no es la negación del olvido. El recuerdo es una forma de olvido.
Por mucho que llevemos un diario asiduamente y que anotemos en él todos los acontecimientos, un día, al releer las notas, comprenderemos que no son capaces de evocar una sola imagen concreta. Peor aún: que la imaginación no es capaz de ayudar a nuestra memoria y reconstruir lo que está olvidado. Porque el presente, lo concreto del presente, como fenómeno que ha de examinarse, como estructura, es para nosotros un planeta desconocido; no sabemos, pues, ni retenerlo en nuestra memoria ni reconstruirlo mediante la imaginación. Nos morimos sin saber lo que hemos vivido.
La novela desconoce, me parece, la necesidad de oponerse a la pérdida de la realidad huidiza del presente hasta un determinado momento de su evolución. El cuento boccacciano es el ejemplo de esta abstracción en la que el pasado se transforma en cuanto es contado: es una narración que, sin ninguna escena concreta, casi sin diálogos, como si fuera un resumen, nos comunica lo esencial de un hecho, la lógica causal de una historia. Los novelistas que vinieron después de Boccaccio eran excelentes narradores, pero no era ni su problema ni su ambición captar lo concreto del tiempo presente. Contaban una historia sin imaginarla necesariamente en escenas concretas.
La escena pasa a ser el elemento fundamental de la composición de la novela (el lugar del virtuosismo del novelista) al principio del siglo XIX. Scott, Balzac, Dostoievski componen la novela como una secuencia de escenas minuciosamente descritas con su decorado, su diálogo, su acción; todo lo que no está vinculado a esta secuencia de escenas, todo lo que no es escena, está considerado y sentido como secundario, incluso superfluo. La novela parece un guión muy rico.
En cuanto la escena pasa a ser elemento fundamental de la novela, queda virtualmente planteada la cuestión de la realidad tal como se manifiesta en el momento presente. Digo «virtualmente» porque, en la obra de Balzac o de Dostoievski, lo que inspira el arte de la escena es más una pasión por lo dramático que una pasión concreta, más el teatro que la realidad. En efecto, la nueva estética de la novela que nace entonces (estética del segundo tiempo de la historia de la novela) se manifiesta mediante el carácter teatral de la composición: o sea, mediante una composición concentrada a) en una única intriga (contrariamente a la práctica de la composición «picaresca», que consiste en una secuencia de intrigas distintas); b) en los mismos personajes (dejar que los personajes abandonen la novela a medio camino, como era normal para Cervantes, se considera hoy un defecto); c) en un corto espacio de tiempo (incluso si entre el comienzo y el final de la novela transcurre mucho tiempo, la acción se desarrolla tan sólo a lo largo de unos cuantos días elegidos; así, por ejemplo, Los endemoniados se extiende a lo largo de unos meses, pero toda la acción extremadamente compleja se distribuye en dos días, luego en tres, luego en dos y por último en cinco).
En esta composición balzaquiana o dostoievskiana de la novela, toda la complejidad de la intriga, toda la riqueza del pensamiento (los grandes diálogos de ideas en la obra de Dostoievski), toda la psicología de los personajes, deben expresarse con claridad exclusivamente mediante escenas; por eso, una escena, como en el caso de una obra de teatro, pasa a ser artificialmente concentrada, densa (los múltiples encuentros en una única escena), y se desarrolla con improbable rigor lógico (para que el conflicto de los intereses y las pasiones quede claro); con el fin de expresar todo lo que es esencial (esencial para la inteligibilidad de la acción y de su sentido), debe renunciar a todo lo que es «inesencial», o sea a todo lo que es trivial, corriente, cotidiano, a lo que es azar o simple atmósfera.
Es Flaubert («nuestro más respetado maestro», dice de él Hemingway en una carta a Faulkner) quien saca a la novela de la teatralidad. En sus novelas, los personajes se encuentran en un ambiente cotidiano, que (por su indiferencia, su indiscreción, pero también por sus atmósferas y sus sortilegios, que hacen que una situación sea hermosa e inolvidable) interviene constantemente en su historia íntima. Emma acude a la cita con León en la iglesia, pero un guía se une a ellos e interrumpe sus confidencias mediante una larga perorata inane. Montherlant, en su prólogo a Madame Bovary, ironiza sobre el carácter metódico de esa forma de introducir un motivo antitético en una escena, pero la ironía queda fuera de lugar; porque no se trata de un manierismo artístico; se trata de un descubrimiento por decirlo así ontológico: el descubrimiento de la estructura del momento presente; el descubrimiento de la perpetua coexistencia de lo trivial y lo dramático sobre la que se fundamenta nuestra vida.
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