Milan Kundera - Los testamentos traicionados

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Testamentos Traicionados es escrito como una novela: los mismos personajes aparecen y reaparecén a lo largo de las nueve partes del libro, así como los temas principales que preocupan al autor. Kundera una vez más, celebra el arte de la novela, desde su nacimiento con un espíritu de humor único a la cultura y sensibilidad europea – ilustrada por algunos maravillosos ejemplos del trabajo de Rabelais y Cervantes – a través de su florecimiento en siglos sucesivos. Él anota los misterios de la novela musical y la evolución paralela (pero no simultánea) de las dos artes en occidente, así como la sabiduría particular que la novela ofrece acerca de la existencia humana. El arte de la traducción es el sujeto de una de las partes del libro, iluminando el significado de su título. Kundera es un apasionado defensor de los derechos morales del artista y el respeto debido a un trabajo de arte y a los deseos de su creador. La traición de ambos – algunos por las más apasionadas partidarios – es uno de los principales temas de Testamentos Traicionados. Testamentos traicionados es un libro rico en ideas acerca del tiempo que estamos viviendo y como nos hemos convertido en lo que actualmente somos, de la cultura occidental en general. Es también un ensayo personal en el cual Kundera discute la experiencia del exilio – y el ataque apasionado de los juicios moral cambiantes y las persecusiones del artista y su arte.

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Habilidad de la repetición

Hay una habilidad de la repetición. Porque hay, por supuesto, repeticiones malas, torpes (cuando durante la descripción de una cena se lee en dos frases tres veces las palabras «silla» o «tenedor», etc.). La regla: si se repite una palabra es porque ésta es importante, porque se quiere que resuenen, en el espacio de un párrafo, de una página, tanto su sonoridad como su significado.

Digresión: un ejemplo de la belleza de la repetición

El cuento muy corto (dos páginas) de Hemingway, «Una lectora escribe», se divide en tres partes: 1) un corto párrafo que describe a una mujer que escribe una carta «sin interrumpirse, sin tachar o reescribir una sola palabra»; 2) la carta en sí, en la que la mujer habla de la enfermedad venérea de su marido; 3) el monólogo interior que sigue y que reproduzco:

«Tal vez él pueda decirme qué hay que hacer, pensó ella. ¿Me lo dirá tal vez? En la foto del periódico parece muy sabio y muy inteligente. Todos los días le dice a la gente lo que hay que hacer. Sabrá seguramente.

»Haré lo que haga falta. Sin embargo, dura desde hace tanto tiempo… tanto tiempo. Realmente mucho tiempo. Dios mío, cuánto tiempo hace. Sé muy bien que él tenía que ir allí donde le enviaban, pero no sé por qué pilló eso. Oh, Dios mío, cuánto me hubiera gustado que no pillara eso. Realmente no tendría que haberlo pillado. No sé qué hacer. Si tan sólo hubiera pillado esa enfermedad. No sé realmente por qué tuvo que ponerse enfermo».

La hechizante melodía de este pasaje se basa enteramente en repeticiones. No son un artificio (como una rima en poesía), sino que encuentran su origen en el lenguaje hablado de todos los días, en el lenguaje más tosco.

Y añado: este pequeño cuento representa, me parece, en la historia de la prosa un caso del todo único en el que la intención musical es primordial: sin esta melodía el texto perdería toda su razón de ser.

El soplo

Según lo que dijo él mismo, Kafka escribió su cuento largo La condena en una sola noche, sin interrupciones, o sea a una extraordinaria velocidad, dejándose llevar por una imaginación casi incontrolada. La velocidad, que se convirtió más tarde para los surrealistas en el método programático (la «escritura automática») que permitía liberar al subconsciente de la vigilancia de la razón y hacer explotar la imaginación, desempeñó en Kafka más o menos el mismo papel.

La imaginación kafkiana, enardecida por esa «velocidad metódica», corre como un río, un río onírico que no encuentra descanso sino al final del capítulo. Este largo soplo de la imaginación se refleja en el carácter de la sintaxis: en las novelas de Kafka, hay una casi ausencia de los dos puntos (salvo los consabidos que introducen el diálogo) y una presencia excepcionalmente modesta de los puntos y coma. Si consultamos el manuscrito (véase la edición crítica, Fischer, 1982), comprobamos que incluso las comas, aparentemente necesarias desde el punto de vista de las reglas sintácticas, faltan muchas veces. El texto está dividido en poquísimos párrafos. Esta tendencia a debilitar la articulación -pocos párrafos, pocas pausas largas (al releer el manuscrito, Kafka cambió incluso muchas veces los puntos por comas), pocos signos señalando la organización lógica del texto (dos puntos, puntos y coma)- es intrínseca al estilo de Kafka; es a la vez un ataque continuo al «gran estilo» alemán (así como al «gran estilo» de todas las lenguas a las que ha sido traducida la obra de Kafka).

Kafka no hizo una versión definitiva de El castillo para enviar a la imprenta y podría, con razón, suponerse que habría podido aportar una u otra corrección, incluida la de la puntuación. No me sorprende, pues, demasiado (aunque tampoco me encante, por supuesto) que Max Brod, como primer editor de Kafka, para hacer que su texto fuera más fácil de leer, crease de vez en cuando un punto y aparte o añadiese un punto y coma. En efecto, incluso en esta edición de Brod, el carácter general de la sintaxis de Kafka sigue siendo claramente perceptible, y la novela conserva su gran soplo.

Volvamos a nuestra frase del tercer capítulo: es relativamente larga, con comas pero sin puntos y coma (en el manuscrito y en todas las ediciones alemanas). Lo que más me molesta en la versión que hizo Vialatte de esta frase es, pues, el punto y coma añadido. Representa el final de un segmento lógico, una cesura que intima a bajar la voz, a hacer una pequeña pausa. Esta cesura (aunque correcta desde el punto de vista de las reglas sintácticas) estrangula el soplo de Kafka. En cuanto a David, divide incluso la frase en tres partes, con dos puntos y coma. Estos dos puntos y coma son tanto más incongruentes cuanto que Kafka durante todo el tercer capítulo (si volvemos al manuscrito) no utilizó sino un único punto y coma. En la edición a cargo de Max Brod hay trece. Vialatte llega a treinta y uno. Lortholary, a veintiocho, más tres dos puntos.

Imagen tipográfica

Se puede ver el vuelo, largo y embriagador, de la prosa de Kafka en la imagen tipográfica del texto, que, muchas veces, durante páginas, no es sino un único párrafo «infinito» en el que incluso los largos pasajes del diálogo quedan encerrados. En el manuscrito de Kafka, el tercer capítulo está dividido en tan sólo dos largos párrafos. En la edición de Brod hay cinco. En la traducción de Vialatte, noventa. En la traducción de Lortholary, noventa y cinco. Se impuso en Francia a las novelas de Kafka una articulación que no es la suya: muchos más párrafos y por tanto mucho más cortos, que simulan una organización más lógica, más racional del texto, que lo dramatizan, separando claramente todas las réplicas dentro de los diálogos.

En ninguna traducción a otros idiomas, que yo sepa, se ha cambiado la articulación original de los textos de Kafka. ¿Por qué lo hicieron los traductores franceses (todos, unánimemente)? Debieron de tener sin duda una razón para ello. La edición de las novelas de Kafka en la colección La Pléiade lleva más de quinientas páginas de notas. No obstante, no encuentro ni una sola frase que dé razón de ello.

Y para terminar, una observación acerca de los tipos de letra pequeños y grandes

Kafka insistía en que sus libros fueran impresos en tipos de letra muy grandes. Hoy se recuerda con la sonriente indulgencia que provocan los caprichos de los grandes hombres. No obstante, no hay nada en ello que merezca una sonrisa; el deseo de Kafka estaba justificado, era lógico, serio, relacionado con su estética, o, más concretamente, con su manera de articular la prosa.

El autor que divide su texto en muchos párrafos pequeños no insistirá demasiado en los tipos de letra grandes: una página articulada con riqueza puede leerse con bastante facilidad.

Por el contrario, el texto que fluye en un párrafo infinito es muy poco legible. El ojo no encuentra lugares donde detenerse, donde descansar, las líneas «se pierden» fácilmente. Semejante texto, para ser leído con placer (o sea sin fatiga ocular), exige letras relativamente grandes que faciliten la lectura y permitan detenerse en cualquier momento para saborear la belleza de las frases.

Miro El castillo en la edición de bolsillo alemana: treinta y nueve líneas lamentablemente apretadas en una pequeña página de un «párrafo infinito»: es ilegible; o tan sólo es legible como información; o como documento; de ninguna manera como un texto destinado a una percepción estética. En anexo, en unas cuarenta páginas: todos los pasajes que Kafka, en su manuscrito, había suprimido. Ningún caso al deseo de Kafka de ver su texto impreso (por razones estéticas del todo justificadas) en letra grande; se rescatan todas las frases que él había decidido (por razones estéticas del todo justificadas) aniquilar. En esta indiferencia hacia la voluntad estética del autor se refleja toda la tristeza del destino póstumo de la obra de, Kafka.

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