Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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Andreas estaba sobrecogido por todas aquellas revelaciones.

Lee siguió hablando.

– Como sabe, la investigación empezó en el año 2000. Hasta 2004 no sucedió nada anormal, hasta el punto de que estuve discutiendo con Kluge sobre la posibilidad de terminarla al año siguiente. Parecía dinero tirado a la basura.

»En 2006 me llegó el informe del doctor Bashir con el resultado: aproximadamente el 11 por ciento de los empleados había enfermado. Era un dato alarmante.

»No sabía qué hacer. Estaba aterrorizado.

Andreas lo interrumpió impetuosamente.

– ¿No podía suspenderla? ¿Qué más necesitaba saber? Los datos ya eran relevantes estadísticamente. El mismo doctor Bashir indicaba la necesidad de ponerle fin de inmediato.

– Tiene razón. No necesitábamos saber nada más para pararla. -Lee bajó los ojos-. Pero cometí el mayor error de mi vida: hablé de ello con un amigo.

»Me dijo que no hiciera nada, que ya me diría algo.

»Me llamó al día siguiente.

»Debía encontrarme con él en Berlín. Pasé tres días en un subterráneo, sede de algunas oficinas del Ministerio del Interior.

»Me presentaron a un grupo de trabajo. Estaba compuesto por tres investigadores como usted, también había un economista, un analista financiero del sector, un experto militar, un sociólogo, un representante político y un moderador.

»Este último fue quien dirigió los trabajos de aquellos tres días, con una lucidez y un control fuera de lo normal.

»Mi amigo me dijo que ninguno de ellos estaba al corriente de los resultados obtenidos hasta el momento por el estudio. Estaban convencidos de que formaban parte de un proyecto de simulación sobre qué habría que hacer si se produjera lo que yo ya daba por cierto.

»Fueron tres días intensos, tras los cuales regresé a Múnich.

»Al día siguiente me llamó mi amigo, en acto de servicio. Habían decidido que la investigación debía continuar. Tendría que mantenerlos constantemente informados de los resultados.

»Me negué.

»Les comuniqué que haría públicos los resultados y que, si lo deseaban, podían repetir la investigación cuando y donde quisieran, pero no con mis empleados.

»Me convenció para que esperara un día más antes de tomar cualquier decisión.

»Vinieron a verme a casa la noche siguiente. Una llamada de mi amigo por la tarde sirvió para concertar el encuentro. Aparte de él vinieron el moderador de las «tres jornadas» de Berlín, a quien nunca lo llamaron por su nombre, y un hombre de unos cincuenta años que me presentaron como Matthias Hamme, de los servicios secretos alemanes.

»Nos sentamos en mi estudio. Estábamos solos en casa, mi mujer había ido al teatro aquella noche. Nadie quiso tomar nada, todos estábamos muy tensos. Mi amigo abrió la conversación. Explicó a los otros dos la decisión que había tomado, como si no estuvieran al corriente, y me preguntó si tenía la amabilidad y la paciencia de escuchar la opinión que sus dos acompañantes tenían al respecto.

»Empezó a hablar el moderador.

»Lo hizo con mucha tranquilidad.

»Aquel hombre poseía una capacidad de oratoria superior a la de cualquier persona que hubiera conocido nunca. Era difícil no quedar fascinado.

»Y, además, era un tipo guapo: alto, elegante, casi perfecto. Más bien molesto, ¿no le parece? -Lee sonrió nerviosamente a Andreas. Cogió el vaso de agua y volvió a beber un par de sorbos.

– Lo que me molesta es todo lo que me está contando, doctor Lee.

– Tiene razón. Me explicó que era el responsable de un departamento que se ocupaba de dar directrices al gobierno. Así lo definió, «directrices al gobierno». Creía que me estaba tomando el pelo. Con el paso del tiempo entendí que no era un mediador.

»Era un hombre poderoso que no necesitaba mediar. Se encargaba de la dirección estratégica del país.

»Cualquier cosa pasaba por el filtro de su departamento.

»Él y su equipo no pertenecían a ningún partido y no eran elegidos, eran contratados. Prácticamente no tenían limitaciones de fondos ni de poder sobre cualquier organización de naturaleza pública. Me explicó por qué hacer públicos los resultados de la investigación podía ser una mala idea.

»Habló ininterrumpidamente durante una hora.

»No irradiaba patriotismo, pero se notaba que se sentía bien en su papel de comandante del barco alemán.

»Podrían haber hecho pública la investigación. El gobierno podría haber tomado una decisión valiente, prohibir el uso del móvil.

»Algunos gobiernos amigos también habían puesto a prueba esa solución. Hicieron una simulación similar a la que se había hecho en Berlín con algunos grupos internacionales: qué pasaría si un país hiciera público un estudio como el que conocemos y prohibiera el uso del móvil.

»El resultado fue que ningún otro país adoptaría la misma medida.

– Quizá la misma medida no, pero también resulta poco creíble que no hubieran hecho nada -se entrometió Andreas.

– No he dicho eso. En aquel momento las investigaciones oficiales estaban muy lejos de los resultados que conocemos. La incredulidad que suscitaría obligaría a confirmar de alguna manera su validez realizando más estudios, antes de tomar una decisión así. Y, respondiendo a su objeción, seguramente se acabaría limitando el uso prolongado del móvil y se impondría la utilización de auriculares no Bluetooth confiando en el juicio de cada persona.

»Pero, en realidad, las razones de la falta de reacción del resto de los países fueron dos: el principal motivo estaba relacionado con el peligro de limitar el uso de las telecomunicaciones militares; el otro, no menos importante, tenía que ver con la aportación del sector de las telecomunicaciones móviles a la economía de cada uno de los países: es demasiado relevante para decidir su cierre de un día para otro.

»Las presiones para obtener confirmaciones por parte del mundo de la investigación habrían tenido como resultado estudios discordantes, teniendo en cuenta que difícilmente se podría reproducir, al menos a nivel oficial, el mismo tipo de experimento realizado en la India.

»La colectividad no vería con buenos ojos un experimento que condena a una muerte casi segura a cobayas humanas. Sin embargo, todos los países implicados en la simulación sugirieron intensificar las investigaciones sobre el cáncer, especialmente sobre las tipologías detectadas en el curso de la investigación.

– ¿Investigaciones sobre el cáncer? -pregunto incrédulo Andreas.

– Es una simple diversificación del riesgo: si la rama de la investigación electromagnética fracasaba, quizá la de los tumores obtendría resultados positivos.

»En realidad, lo único que importaba era no bloquear los servicios relacionados con la telefonía móvil. Nadie se atrevía a retroceder hasta la edad de piedra. No inmediatamente, al menos.

»En cambio, Alemania tenía que tomar la decisión correcta. Debía dar un paso más. Aquel hombre me hizo comprender que el Estado, o lo que él pensaba que representaba, estaba orgulloso de mí, por ser un pionero, por haber hecho posible que mi empresa hiciera ese descubrimiento.

»Asimismo me dio a entender que yo también tenía que estar orgulloso de vivir en un país que se tomaba en serio mi investigación y que no sólo la consideraba de confianza, sino que además estaba dispuesto a invertir ingentes sumas de dinero en estudios técnicos y científicos. Porque ésta, al final, fue su oferta. Dinero. Enormes financiaciones para investigación en tecnologías de radio alternativas a las que actualmente se comercializan y para la investigación del cáncer.

»Me dijo que al mismo tiempo incrementarían los estudios sobre los efectos de las ondas producidas por los móviles, para tener la confirmación de lo que ya sabíamos.

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