– Sí -dijo-. ¿Ves?, es der Moffli.
– Sí, ya veo que es el Moffli, pero ¿qué diablos está haciendo en lo alto de ese árbol?
– Está muerto -dijo Joop con cierta solemnidad.
– Ah -dije aliviado de haber descubierto la explicación del extraño aspecto del perro, si bien ello arrojaba poca luz sobre la razón por la que se encontraba ahí. El Moffli era el perro de la familia de Joop, un pequeño pequinés muy querido de los niños. Al principio habían sido dos -llamados los Mofflis por los personajes de una historieta holandesa- pero el primero había sucumbido a alguna enfermedad el año anterior, para gran disgusto de los niños. Y ahora parecía que el otro había seguido el mismo camino.
– Se murió anoche -explicó Joop-. El último de los pequeños Mofflis. No quería que lo vieran los niños, así que decidí esperar hasta que se marcharan al colegio para arrojarlo al barranco. Pues bien, lo hice girar dándole varias vueltas así, ¿sabes? -dijo mientras hacía un movimiento circular con el brazo- y luego lo solté… pero me parece que apunté mal.
Joop desvió la mirada del árbol para volverse hacia mí y, para gran vergüenza nuestra, ambos estallamos en carcajadas. Pero inmediatamente Joop se tapó la boca con la mano y me hizo gestos para que me callara.
– No, no, es muy triste -dijo- y un problema tremendo. El árbol se encuentra justamente en el camino que siguen los niños cuando vienen del autobús. Imagínate lo que les afectaría si miraran hacia arriba y vieran al Moffli ahí colgado.
En ese preciso instante un suave céfiro levantó el cuerpo de Moffli, que comenzó a balancearse en el lugar de su descanso eterno. Ahora me daba cuenta de la gravedad de la situación.
– ¿Pero cómo vamos a poder bajarlo -se preguntó Joop- antes de que vuelvan los niños?
– Podríamos tirarle piedras para intentar que caiga al suelo -sugerí.
La idea le gustó a Joop, por lo que reunimos un montón de piedras y nos pusimos a lanzárselas al desgraciado animal. A pesar de que de vez en cuando dábamos en el blanco, lo cual era gratificante a su manera, lo único que conseguimos fue empujar al Moffli aún más hacia el interior de su hendidura.
– No -declaró finalmente Joop-. Así no conseguiremos nada. Vamos a tener que pensar en otra cosa.
En aquel momento un ruido de motor y la aparición de una nube de polvo por la curva anunció la llegada del autobús escolar. Tenía que tomar una decisión: o subía corriendo para encontrarme con los niños e improvisar alguna distracción, o daba media vuelta y me quitaba de en medio para bajar a recoger a Chloë en el puente. Elegí esta segunda opción.
Tal vez para expiar este arrebato de cobardía poco digna de un vecino me prometí a mí mismo quedarme escribiendo hasta muy tarde y continuar trabajando en el libro durante todo el día siguiente, decisión que no me costó mucho tomar mientras regresaba a paso lento al cortijo a última hora de la tarde. Después de cenar me retiré a la «cámara», pero mientras me dirigía hacia allí noté que las ovejas aún no habían vuelto al cortijo: se encontraban todavía en la ladera de detrás de la casa. Estaba haciéndose de noche y empecé a preocuparme por el riesgo que corrían si las dejaba ahí arriba: era luna llena y las alimañas estarían delirantes de malevolencia contenida. Las pobres ovejas, a quienes la luna no parece afectar, no tendrían nada que hacer. Así pues, agarrando un palo y con Bumble y Big a mis talones, comencé a ascender la ladera.
Los perros desaparecieron alegremente entre los matorrales mientras yo subía por las gradientes más suaves del sendero, deteniéndome de vez en cuando para aguzar el oído en el silencio que me rodeaba e intentar captar el tintineo de un cencerro. No se oía nada y pronto se hizo de noche. Seguí subiendo con dificultad por el tosco sendero, intentando acostumbrar mis ojos a la tenue luz de las estrellas y sin que hubiera aún una sola señal ni se oyera un solo ruido de las ovejas. Entonces la suave palidez que surgía por el este detrás de una alta escarpadura se transformó de repente en el gran disco refulgente de la luna llena, cuyo blanco resplandor contrastaba con la negrura de los tajos. Los perros corrían jadeantes entre la maleza de un lado para otro, asustando a las perdices que se elevaban histéricas por el aire y corrían con estrépito monte abajo. Bumble, gigantesca y blanca a la luz de la luna y con su oscura sombra avanzando junto a ella a lo largo del polvo blanquecino del camino, parecía el espectro de un perro.
De repente oí el ruido de un cencerro, claro y cercano, a no más de cincuenta metros. Me quedé inmóvil. Silencio. Los perros se me acercaron y juntos nos quedamos los tres completamente quietos con los ojos clavados en la oscuridad. No volvió a oírse el sonido del cencerro; el monte seguía envuelto en silencio.
Permanecimos inmóviles aguzando el oído por si captábamos algún sonido que delatara la presencia de las ovejas. Yo respiraba por la boca para no hacer ruido, y por un momento me sentí, en lugar de como un enclenque europeo de edad madura con gafas, como un guerrero Masai, señor silencioso del cerro que se extendía ante mí en la noche de montaña.
Pero pronto me cansé de mi pose de guerrero. A lo lejos se oía el ladrido de unos perros, y más allá del cerro me pareció percibir en la distancia el aullido salvaje de los zorros. Continué ascendiendo, dejando el valle para dirigirme a los pinares. Los perros corrían dichosos, y para mí hay pocas maneras mejores de pasar una noche de luna que deambulando por los montes, pero se estaba haciendo tarde y ya había desperdiciado una noche de trabajo. Sin embargo, tampoco podía sentarme a escribir mientras mis ovejas eran perseguidas en el monte por manadas enloquecidas de perros salvajes.
A pesar de mi recelo, al fin tuve que admitir mi derrota. Había pasado la mayor parte de la noche recorriendo en vano el cerro de arriba abajo, y siempre cabía la posibilidad -y ésta no sería la primera vez- de que el rebaño hubiera bajado dando un rodeo y regresado al establo.
Al pasar por la casa vi que estaba a oscuras: Ana se había acostado. Seguí bajando hacia el establo. Reinaba un silencio absoluto pero al inclinarme para mirar por la ventana oí de pronto un movimiento y el tintineo de un cencerro. Ahí estaban las muy cabronas, sanas y salvas en la cama. Las reconvine furioso por haberme hecho perder la noche.
– No volváis a hacerlo -les insté-. Estoy intentando hacer algo que podría beneficiarnos a todos: imaginaros, nuevos pesebres, un tipo mejor de grano…
Pero las ovejas se me quedaron mirando, mascando insolentemente semejantes a un grupo de gamberros en un descampado.
Al día siguiente me desplomé sobre mi mesa de trabajo, agotado tras la noche anterior y un tanto desmoralizado. Tal vez debía olvidarme de la idea de hacerme escritor. Si tenía que dedicarle una parte tan grande de mi tiempo al día a día -y evidentemente ése era el eterno problema que representaba vivir en un remoto cortijo- ¿cómo diantres iba a encontrar tiempo para hacer algo creativo? Sin duda pronto empezaría a sonar el teléfono, y sería mi amigo y socio esquilador José Guerrero anunciando el comienzo de la temporada de esquila: más de dos meses de trabajo ininterrumpido y agotador que me dejarían absolutamente extenuado. Era como si un sueño hecho realidad solo a medias ya estuviera empezando a desvanecerse.
Pero entonces Ana propuso una solución. Podría emplear el anticipo que me habían pagado para contratar a alguien que me echara una mano en el cortijo. Resultaba absurdo que yo tratara de dar de sí tanto y, en cualquier caso, ¿acaso no era ése el objeto de un anticipo, el que me quedara un poco más de tiempo para escribir? Se trataba de una idea perfecta que solo tenía un defecto: no conocíamos a nadie a quien preguntar. Los buenos trabajadores agrícolas escasean hoy en día en Las Alpujarras, y El Valero, situado como estaba en el lado más inaccesible del río, no era el lugar más solicitado ni más cómodo donde trabajar.
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