Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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De nuevo entre limones

Me apeé del autobús en Órgiva, la pequeña población y centro de la vida urbana de Las Alpujarras Occidentales, y el fuerte sol de abril me hizo entrecerrar los ojos. Después de pasar un mes fuera, hasta una parada de autobús de mala muerte me parecía alegre y animada, flanqueada como estaba por la óptica de color verde pastel y el supermercado rojo y blanco, y con unas bolsas de plástico de vivos colores revoloteando alrededor de los contenedores de basura. Respiré profundamente el inimitable olor de los pueblos españoles a café, ajo y tabaco negro y, echándome al hombro la bolsa, me encaminé a mi casa. Siempre prefiero hacer a pie el último tramo del viaje de regreso, ya que le añade una cierta nota romántica y me da la oportunidad de disfrutar de las vistas y de los ruidos del campo durante el camino. Esta última etapa dura aproximadamente una hora y media, en las raras ocasiones en que no te encuentras a nadie con quien detenerte a hablar.

Tras cruzar el hilillo de agua del río Seco, descendí a grandes zancadas hacia la vega -los campos de olivos, naranjos y hortalizas que rodean el pueblo- y tomé la carretera hacia Tíjola. La carretera entraba y salía serpenteando de los barrancos para luego ir subiendo y bajando por los cerros, y sus bordes estaban revestidos de una suave hierba recién salida y matas de oxalis de un amarillo deslumbrante. Entre el oscuro follaje de los naranjos y limoneros colgaban multitud de frutos de vivos colores, algunos de los cuales rodaban por la carretera aquí y allá. Al aparecer las primeras casas, los perros del pueblo, que yacían acostados en el asfalto caliente, se pusieron de pie para ladrarme.

«Adiós», decían las mujeres del pueblo asomándose entre las nubes de geranios y margaritas que crecían en sus patios plantadas en latas viejas de pintura. «Adiós», les replicaba saludándolas con el brazo. En España es así como se saluda normalmente a alguien al pasar [1]. Puede que parezca algo raro decirle adiós a una persona que se te acerca, pero si pasas de largo la cosa tiene una cierta lógica.

Dejé atrás Tíjola y tomé el camino que asciende entre rocas y matorrales hasta la cresta situada al extremo de nuestro valle. Cuando llegué a lo alto me descolgué la bolsa del hombro y me senté en una roca caliente para mirar la vega que acababa de atravesar. A mis pies se extendía un mosaico de campos bien cuidados de diferentes colores y texturas. Un penacho de humo azulado se elevaba por la atmósfera serena, y el sol arrancaba destellos a las plateadas cintas de agua que serpenteaban entre los campos. Pensé en los oscuros bosques de pinos de Suecia aguantando a duras penas su pesada carga de hielo y me permití esbozar una amplia sonrisa de satisfacción. Entonces volví a echarme al hombro la bolsa y comencé a subir la última parte de la cuesta.

Aparte del ruido que hacían mis pies al avanzar pesadamente por el polvo de la carretera, lo único que se oía era el fragor del río allá abajo precipitándose por la garganta. Tras unos minutos más de marcha alcancé la hendidura de la roca que es el primer lugar desde el que puede divisarse nuestra casa, El Valero, pequeña y distante al otro lado del río. Un enorme eucalipto oculta la vista de la casa desde la carretera, pero distinguía los campos del lado del río con su cosecha de alfalfa, así como el verde más intenso de los bancales de riego por debajo de la acequia (uno de los canales ele riego árabes que conduce el agua por la ladera desde el río hasta el cortijo). Más arriba, veía las ovejas moviéndose entre los matorrales, mientras que cerca de ellas Lola, mi yegua, atada en el cauce del río, se espantaba las moscas con la cola.

«Casi estoy en casa», pensé al doblar la curva del camino y alcanzar el almendro seco, el lugar en que los visitantes anuncian su llegada tocando el claxon del coche o con un grito. Así pues, formando bocina con las manos, lancé un grito. No es un sonido fuerte, pero a lo largo de los años Ana y yo lo hemos perfeccionado hasta conseguir el tono adecuado que nos permite oírnos el uno al otro desde los rincones más apartados del valle. Incluso si no oímos el grito, nunca falla en conseguir que los perros se pongan a ladrar y, efectivamente, pude distinguir el ladrido agudo de Big, el terrier, el de bajo profundo de nuestra perra pastor Bumble y un sonoro graznido de Bonka, su madre. No es fácil explicar por qué un perro tiene que graznar como un pato, pero Bonka siempre lo ha hecho así y me apenaría que alguna vez cambiara.

Vislumbré una esbelta figura que saludaba con el brazo desde el bancal de los mandarinos. Se trataba de Ana. Apretando los ojos, intenté fijarme en los detalles -se había cortado el pelo, no, era un gorro- pero estaba demasiado lejos para distinguirlo bien. Entonces un árbol empezó a moverse frenéticamente y de repente apareció bajo una de sus ramas, moviendo los brazos con entusiasmo, una pequeña figura con una mata de pelo rizado rubio: Chloë, mi hija de cinco años. Grité un poco más, di voces y saltos moviendo frenéticamente los brazos, y entonces me adentré a grandes zancadas en el valle. Es una sensación rara el poder ver tu casa desde lo alto durante un tiempo antes de llegar a ella, como si se te estuviera ofreciendo un avance en exclusiva. Aún me quedaban más de veinte minutos para alcanzarla.

Caminé otro kilómetro más a lo largo de la carretera, que por aquí estaba espectacularmente cortada en la roca por encima del río, y después bajé deslizándome y resbalando por el empinado sendero que conduce a la acequia. A medida que iba avanzando por su orilla a la sombra de los eucaliptos, el aire se iba haciendo más fresco gracias al rápido discurrir de las aguas.

Por fin tomé la pista que descendía hasta el lecho del río y comencé a avanzar aguas arriba hacia el puente. En el banco de guijarros junto al río descubrí la figura de un hombre fornido de baja estatura con sombrero de paja y la camisa rota. Estaba en cuclillas, medio escondido entre los matorrales, absorto al parecer en algo que había en el suelo. Se trataba de Domingo, mi vecino.

Domingo me vio en el mismo momento en que yo le descubrí, y me hizo señas para que me acercara. Se encontraba inclinado pensativamente sobre una oveja de aspecto enfermo, hurgándole aquí y allá. Le separó uno de los párpados y escudriñó el interior del ojo.

– Es lo de siempre -dijo sin mirar hacia arriba-, los ojos como papas. Mira, no tienen ningún color.

Domingo no tiene ninguna dote para los saludos.

La oveja yacía en el suelo con los flancos palpitantes y ese aire resignado que suelen tener las ovejas.

– No tiene demasiado buen aspecto -observé, pensando en realidad que estaba en las últimas.

– No, no lo tiene -respondió sonriéndome-. Pensaba que podía ser el hígado. He notao cómo les han s alio algunos quistes en el hígado a un par de ovejas que han muerto hace poco. Pero también tenían el estómago lleno de albaida, con lo que es difícil saber de qué murieron. (La albaida es la Anthyllis cytisoides, un arbusto de flor amarilla que tapiza los montes, y que en esta época del año está lleno de flores y semillas -un sabroso aperitivo de alto contenido en proteínas si se mordisquea con moderación, pero que a menudo resulta mortal si se consume de manera desaforada).

– ¿Cómo demonios sabes eso, Domingo? -exclamé-. Normalmente es necesaria una autopsia para descubrir esas cosas.

Domingo se encogió de hombros.

– Bueno, no le sirven pa' ná a nadie cuando están muertas, ¿no? Qué más da abrirlas y echarles una ojea por dentro. -Dicho esto, dio una palmada en el costado de la oveja y le dio la vuelta para que se enderezara-. Pero ésta se recuperará, aún no está demasiao mal.

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