Caminé hacia la Avenida Shijo y torcí hacia el río Kamo. Unas gigantescas pancartas colgadas del Teatro Minamiza anunciaban para aquella tarde una representación de Shibaraku, una de las obras de teatro Kabuki más conocidas, aunque yo entonces no sabía nada de ello. Una multitud subía las escaleras del teatro. Entre los hombres, vestidos con oscuros trajes occidentales o con kimono, sobresalían los brillantes colores de algunas geishas, como hojas de otoño en las cenagosas aguas de un río. Aquí también contemplé cómo pasaba de largo a mi lado el bullicio ajetreo de la vida. Me alejé corriendo de la avenida, por una calle lateral que seguía el curso del arroyo Shirakawa, pero incluso allí se veían hombres y geishas que parecían apresurados y con unas vidas colmadas de sentido. Para acallar el dolor de este pensamiento, me volví hacia la orilla del Shirakawa, pero incluso sus brillantes aguas parecían correr con una meta -el río Kamo y desde allí la bahía de Osaka y el Mar de Japón-. Parecía que de todas partes me llegaba el mismo mensaje. Me apoyé sobre el murete de piedra al borde del arroyo y me eché a llorar. Era una isla perdida en medio del océano, sin pasado, eso sí, pero tampoco con futuro. Enseguida sentí que llegaba a un punto en el que creí que no podría alcanzarme voz humana alguna; hasta que oí una voz masculina decir lo siguiente:
– ¡Pero, cómo! ¡Sentirse desgraciada con este día tan hermoso! Por lo general, ningún hombre por las calles de Gion se fijaría en un chica como yo, especialmente cuando estaba haciendo el ridículo llorando. Y si se hubiera fijado en mí, nunca me habría hablado, como no fuera para decirme que me quitara de en medio o cualquier cosa parecida. Y, sin embargo, aquel hombre no sólo se había tomado la molestia de hablarme, sino que también lo había hecho con gran amabilidad. Se dirigió a mí de una forma que sugería que yo podría ser una joven de cierta posición, la hija de un amigo suyo, por ejemplo. Por un segundo, me imaginé un mundo completamente diferente del que había conocido hasta entonces, un mundo en el que se me trataba con justicia, incluso con amabilidad: un mundo en el que los padres no vendían a sus hijas. El ruido que formaba a mi alrededor tanta gente con sus vidas colmadas pareció acallarse; o al menos dejé de oírlo. Y cuando me levanté para mirar ahombre que me había hablado, sentí que dejaba todas mis desgracias detrás de mí, en aquel muro de piedra.
Me encantaría describirlo, pero sólo se me ocurre una forma de hacerlo: habiéndote de cierto árbol que se elevaba al borde de los acantilados de Yoroido. Aquel árbol estaba tan erosionado por el viento y era tan suave como las maderas desgastadas por el mar que tiran las mareas. Cuando tenía cuatro o cinco años, un día encontré el rostro de un hombre en aquel árbol. Esto es, me fijé en un trozo suave y liso como un plato, con dos marcados bultos en los bordes que hacían de mejillas. Estos proyectaban unas sombras que sugerían las cuencas de los ojos, y bajo éstas se elevaba un suave abultamiento que hacía de nariz. La cara entera se inclinaba a un lado, mirándome burlonamente; me parecía un hombre tan seguro como un árbol del lugar que ocupaba en el mundo. Había en él algo tan meditabundo que pensé que había visto el rostro de Buda.
El hombre que se había dirigido a mí en la calle tenía el mismo tipo de rostro, abierto y sosegado. Y, lo que era aún más importante, sus rasgos eran tan suaves y serenos que me pareció que se iba a quedar allí tranquilamente parado hasta que yo dejara de ser desgraciada. Tendría unos cuarenta y cinco años y llevaba el cabello cano peinado hacia atrás. Pero no pude mirarlo mucho tiempo. Me pareció tan elegante que me ruboricé y miré hacia otro lado.
Iba flanqueado por dos hombres más jóvenes a un lado, y una geisha al otro. Oí cómo ésta le decía en voz baja:
– ¡Pero si es sólo una criada! Probablemente se ha lastimado el pie al correr haciendo los recados. Seguro que enseguida aparece alguien que pueda ayudarla.
– Cómo desearía tener tu misma fe en la gente, Izuko-san -dijo el hombre.
– La función está a punto de empezar. En serio, Señor Presidente, no creo que debamos perder más tiempo…
Haciendo los recados por las calles de Gion, a menudo había oído a las geishas dirigirse a los hombres llamándolos «Consejero» o «Director». Pero muy pocas veces había oído llamar a nadie «Presidente». Por lo general los hombres que recibían este título eran calvos y ceñudos y andaban pavoneándose, rodeados de grupos de ejecutivos jóvenes que trotaban tras ellos. El hombre que tenía delante era tan diferente de los presidentes al uso que incluso aunque no era más que una niña con muy poca experiencia del mundo, sabía que la compañía que presidía no podía ser muy importante. Un hombre que presidiera una importante compañía no se habría detenido a hablar conmigo.
– ¿Intentas decirme que es perder el tiempo quedarnos aquí e intentar ayudarla? -dijo el Señor Presidente.
– ¡Oh, no, no! -respondió la geisha-. Lo que quería decir es que no tenemos mucho tiempo. Tal vez ya nos estemos perdiendo el primer acto.
– Vamos a ver, Izuko-san. Lo más seguro es que en algún momento tú también te hayas encontrado en el mismo estado de esta pequeña. No puedes hacernos creer que la vida de una geisha siempre es fácil. Pensaría que precisamente tú…
– ¿Que haya estado yo nunca en el mismo estado que está ella ahora? ¿Quiere usted decir, Señor Presidente…, dando el espectáculo?
Al oír esto el Señor Presidente se volvió hacia los dos hombres jóvenes y les pidió que fueran yendo con Izuko hacia el teatro. Ellos hicieron una pequeña inclinación de cabeza y continuaron su camino, y el Señor Presidente se quedó atrás. Me miró durante un buen rato, aunque yo no me atreví a mirarlo a él. Finalmente dije:
– Por favor, Señor, lo que ella dice es cierto. Soy una chica estúpida… Por favor no se retrase por mi culpa.
– Ponte en pie -me dijo.
No me atreví a desobedecerle, aunque no sabía qué quería de mí. Resultó que se limitó a sacarse un pañuelo del bolsillo y me sacudió los granos de tierra que se me habían quedado pegados a la cara al levantarla del murete. Estaba tan cerca de mí que me llegó el olor a talco de su piel, lo que me hizo recordar el día en que el sobrino del Emperador Taisho había venido de visita a nuestra aldea. El sobrino del Emperador, vestido con un traje occidental, el primero que yo veía en mi vida -porque aunque se suponía que no podíamos mirarlo, yo lo observé por el rabillo del ojo-, no había hecho más que bajarse del coche, asomarse a la ensenada y volver al coche, saludando al pueblo que se había arrodillado a su paso. También recuerdo que llevaba un bigote cuidadosamente recortado; a diferencia de los hombres del pueblo, a quienes les crecía la barba o el bigote con el mismo descuido que las malas hierbas en un camino. Nadie de importancia había visitado hasta entonces nuestro pueblo. Creo que todos sentimos que se nos había contagiado un poco de su nobleza y su grandeza.
En la vida nos topamos de vez en cuando con cosas que no entendemos porque nunca hemos visto nada semejante. El sobrino del Emperador me impresionó de esa forma; y lo mismo hizo el Presidente. Después de limpiarme los granitos de tierra y las lágrimas, me levantó la cara, inclinándola ligeramente hacia atrás.
– Mírala… una chica tan guapa sin nada de lo que avergonzarse -dijo-. Y, sin embargo, te da miedo mirarme. Alguien ha debido de ser muy cruel contigo… o tal vez, la vida te ha sido cruel.
– No sé, Señor -respondí yo, aunque, claro está, lo sabía perfectamente.
– Ninguno de nosotros encuentra en este mundo todo el cariño que deberíamos -afirmó, y entrecerró los ojos un momento, como diciéndome que debería pensar seriamente en la afirmación que acababa de hacer.
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