Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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Yo deseaba sobre todas las cosas volver a ver la suave piel de su rostro, con su ancha frente y sus párpados, que parecían escudos de mármol sobre sus bondadosos ojos; pero entre nosotros se interponía el inmenso abismo de nuestra posición social. Finalmente levanté la vista, aunque me ruboricé y miré hacia otro lado tan rápidamente que lo más seguro es que él nunca se diera cuenta de que nuestras miradas se habían cruzado. Pero ¿cómo describir lo que vi en ese instante? Aquel hombre me estaba mirando como un músico podría mirar a su instrumento justo antes de ponerse a tocar, con conocimiento y maestría. Sentí que podía ver dentro de mí, como si yo fuera una parte de él. ¡Cómo me habría gustado ser su instrumento!

Un momento después se echó la mano al bolsillo y sacó algo.

– ¿Qué te gusta más, la ciruela o la cereza? -dijo.

– ¿Cómo, Señor? ¿Quiere decir… para comer?

– Hace un momento pasé por un puesto en el que vendían helados cubiertos de sirope. Nunca los probé hasta que fui mayor, pero seguro que me habrían encantado de niño. Toma esta moneda y cómprate uno. Toma también mi pañuelo, para limpiarte la cara después -dijo. Y tras ello, apretó la moneda en el centro del pañuelo, lo ató y me lo entregó.

Desde el momento en que el Presidente me dijo la primera palabra, olvidé que estaba buscando un signo sobre mi futuro. Pero cuando vi en su mano el pañuelo con la moneda dentro, se parecía tanto al pequeño sudario de la mariposa, que supe que por fin había encontrado el signo que buscaba. Tomé el atadijo y, haciéndole una profunda reverencia, intenté explicarle lo agradecida que me sentía, aunque estoy segura de que mis palabras no le transmitieron plenamente mis sentimientos. No le estaba dando las gracias por la moneda, ni tampoco por la molestia que se había tomado al detenerse a ayudarme. Le estaba dando las gracias por… bueno, por algo que no estoy segura de poder explicar ni tan siquiera ahora. Por mostrarme que en el mundo se puede encontrar algo más que crueldad, supongo.

Lo vi alejarse con el corazón encogido, aunque era un tipo de encogimiento agradable, si es que puede haber algo así. Lo que quiero decir es que si una noche lo has pasado mejor que nunca en tu vida, te apena que se acabe; pero eso no quita para que te sientas contento y agradecido de que haya sucedido. En aquel breve encuentro con el Presidente, había dejado de ser una niña perdida, con una vida vacía ante ella, para convertirme en una niña con una meta en su vida. Tal vez parezca extraño que un encuentro casual en la calle pueda producir semejante cambio. Pero a veces la vida es así, ¿no? Y estoy convencida de que si tú hubieras estado allí y hubieras visto lo que vi yo y sentido lo que yo sentí, te habría sucedido lo mismo.

Cuando el Presidente desapareció de mi vista, eché a correr calle arriba en busca del puesto de helados. No era un día especialmente caluroso, y no me gustaban especialmente los helados, pero tomarlo haría durar un poco más mi encuentro con el Presidente. Así que me compré un cucurucho de helado con sirope de fresa, y volví a sentarme en el mismo murete. El sabor del sirope me sorprendió, pero creo que sólo porque tenía todos los sentidos aguzados. Si yo fuera una geisha, como aquella Izuko, pensaba, podría estar con un hombre como el Presidente. Nunca me había imaginado que podría llegar a envidiar a una geisha. Me habían traído a Kioto con el fin de hacer de mí una geisha, claro; pero hasta ese momento me habría escapado en cuanto se me hubiera presentado la ocasión. En este momento comprendí algo que había pasado por alto: el objetivo no era llegar a ser geisha, sino ser geisha. Ahora lo veía como un paso hacia otra cosa. Si no me equivocaba con la edad del Presidente, probablemente no pasaba de los cuarenta y cinco años. Muchas geishas alcanzaban el éxito a los veinte. Aquella Izuko probablemente no tendría más de veinticinco. Yo era todavía una niña, iba a cumplir doce…, pero dentro de otros doce estaría en plenos veinte. ¿Y el Presidente? No sería mayor para entonces que el Señor Tanaka ahora.

La moneda que me había dado el Presidente era mucho más dinero del que costaba un helado. Guardé en la mano las vueltas que me había dado el vendedor: tres monedas de diferentes tamaños. Al principio pensé en guardarlas para siempre; pero entonces me di cuenta de que podrían servir para algo mucho más importante.

Corrí hasta la Avenida Shijo y desde allí seguí corriendo hasta el final de la misma, que era donde acaba Gion por uno de sus lados y donde se elevaba su santuario. Subí la escalinata, pero me intimidó pasar bajo la gran entrada, con sus dos pisos de altura y su tejado de dos aguas, de modo que di la vuelta para entrar por detrás. Tras cruzar el patio de gravilla y subir otro tramo de escaleras entré al santuario propiamente dicho por la puerta torii. Allí eché las monedas -unas monedas que valían lo bastante para sacarme de Gion- en la caja de las ofrendas, y anuncié mi presencia a los dioses dando tres palmadas y haciendo una reverencia. Con los ojos bien apretados y las manos juntas, rogué a los dioses que me permitieran llegar a ser geisha. Soportaría el aprendizaje, sufriría cualquier dificultad, con tal de tener la posibilidad de volver a atraer la atención de un hombre como el Presidente.

Cuando abrí los ojos, se seguía oyendo el tráfico de la Avenida Higashi-Oji. Los árboles silbaron agitados por una ráfaga de viento, como lo habían hecho un momento antes. Nada había cambiado. En cuanto a si los dioses me habían oído, no tenía modo de saberlo. Lo único que podía hacer era meterme el pañuelo del hombre entre los pliegues de mi vestido y llevármelo a la okiya.

Capítulo diez

Una mañana, bastantes meses después, cuando estábamos guardando las enaguas ro -las ligeras de gasa de seda para la estación cálida- y sacando las hitoe -las de entretiempo, que van sin forrar-, me llegó de pronto un hedor tan horrible al cruzar el vestíbulo que tiré al suelo el montón de ropa que llevaba entre los brazos. El olor procedía del cuarto de la Abuela. Corrí escaleras arriba a buscar a la Tía, porque enseguida me di cuenta de que tenía que haber pasado algo terrible. La Tía bajó las escaleras lo más rápido que le permitía su cojera y cuando entró en el cuarto de la Abuela la encontró muerta en el suelo. Había muerto de la forma más extraña que se pueda imaginar.

La Abuela tenía la única estufa eléctrica de la okiya. La usaba todas las noches, salvo en verano. Ya había empezado septiembre, por eso estábamos guardando la ropa ligera de verano, y la Abuela había empezado a usar la estufa de nuevo. Esto no quiere decir que el tiempo fuera necesariamente frío; cambiábamos de una ropa a otra conforme al calendario, no a la temperatura que hacía fuera, y la Abuela utilizaba su estufa del mismo modo. Estaba muy apegada a ella, probablemente porque había pasado muchas noches en su vida muerta de frío.

Todas las mañanas, la Abuela desenchufaba la estufa y le enrollaba el cable alrededor antes de retirarla a una esquina del cuarto. Con el tiempo, el metal caliente terminó quemando la camisa del cable, de modo que éste entró en contacto con el metal, y el aparato entero se electrificó. La policía dijo que cuando la Abuela fue a tocar la estufa aquella mañana debió de quedarse paralizada al momento, incluso es posible que muriera directamente. Al caer al suelo, su cara quedó atrapada en la superficie de metal caliente. De ahí aquel olor espantoso. Por suerte, no la vi muerta, salvo las piernas que estaban a la vista desde la puerta y parecían unas ramas de árbol muy finas envueltas en seda arrugada.

Las dos semanas siguientes a la muerte de la Abuela tuvimos un trajín inimaginable, no sólo para limpiar la casa a fondo -en la religión shinto, la muerte es lo más impuro que puede suceder-, sino también disponiendo las velas, las bandejas de comida, los farolillos a la entrada, las mesitas del té, las bandejas para el dinero que traían los visitantes, y todas esas cosas. Estuvimos tan ocupadas que una noche la cocinera cayó enferma y tuvieron que llamar al médico; resultó que el único problema era que la noche anterior no había dormido más de dos horas, no se había sentado en todo el día y había tomado un tazón de sopa por toda comida. Me sorprendió ver a Mamita gastar dinero casi sin contención -encargando que se cantaran sufras en nombre de la Abuela en el Templo de Gion, comprando arreglos de capullos de loto en las pompas fúnebres, y todo ello en plena Depresión-. Al principio me preguntaba si su forma de actuar era una especie de demostración del cariño que sentía por la Abuela; pero más tarde me di cuenta de lo que significaba en realidad: prácticamente todo Gion pasaría por nuestra okiya, a fin de presentar a la Abuela sus últimos respetos, y asistiría a la ceremonia fúnebre que tendría lugar una semana después en el templo. Mamita tenía que ofrecer el espectáculo que todos esperaban.

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