Durante unos días realmente todo Gion pasó por nuestra okiya, o eso pareció; y tuvimos que ofrecerles té y dulces a todos. Mamita y la Tía recibieron a las dueñas de varias casas de té y okiyas, y a cierto número de criadas que habían conocido a la Abuela, así como tenderos, peluqueros y fabricantes de pelucas, la mayoría de los cuales eran hombres; y, por supuesto, a docenas y docenas de geishas. Las geishas de más edad conocían a la Abuela de sus días de geisha, pero las más jóvenes no habían oído ni siquiera hablar de ella; venían por respeto a Mamita, o, en algunos casos, porque tenían algún tipo de relación con Hatsumono.
Mi tarea durante esos agitados días consistía en hacer pasar a las visitas a la sala, en donde Mamita y la Tía las esperaban. Era una distancia de sólo unos cuantos escalones; pero las visitas no se hubieran atrevido a entrar solas, y además tenía que localizar a qué cara correspondía cada par de zapatos, pues mi tarea era llevarlos a la casita de las criadas para que no entorpecieran en la entrada, y luego devolvérselos en el momento adecuado, cuando se iban. Al principio lo pasé fatal. No podía mirar fijamente a los ojos de las visitas sin parecer grosera, pero un simple vistazo a su cara no me bastaba para recordarla. Enseguida aprendí a fijarme en el kimono que llevaban.
Hacia la segunda o tercera tarde se abrió la puerta y entró un kimono que me sorprendió y me pareció el más hermoso de los que había visto a cualquiera de las visitas. Era oscuro, como correspondía a la ocasión: un sencillo vestido negro con una cenefa en el bajo, pero el estampado de ésta, de hierbas verdes y doradas era tan suntuoso que de pronto me encontré imaginando lo sorprendidas que se quedarían las mujeres y las hijas de los pescadores de Yoroido al ver una cosa así. Una doncella acompañaba a nuestra visitante, lo que me hizo pensar que tal vez era la dueña de una casa de té o de una okiya, pues muy pocas geishas se podían permitir este gasto. Yo aproveché que ella se detuvo a mirar el pequeño altar shinto de nuestro portal para mirar a hurtadillas su cara. Era un óvalo tan perfecto que enseguida se me vino a la cabeza un pergamino que había en el cuarto de la Tía con un dibujo a tinta de una cortesana del periodo Heian, es decir, de hace mil años. No era una mujer tan llamativa como Hatsumono, pero sus rasgos eran tan perfectos que no tardé en empezar a sentirme aún más insignificante de lo normal. Y entonces, de pronto, me di cuenta de quién era aquella mujer.
Mameha, la geisha cuyo kimono me había obligado a estropear Hatsumono.
Lo que le había sucedido a su kimono no era realmente culpa mía; pero con todo habría dado el vestido que llevaba por no tropezarme con ella. Bajé la cabeza, para ocultar la cara, mientras las hacía pasar a ella y a su doncella a la sala. No creía que fuera a reconocerme, pues estaba segura de que no me había visto la cara cuando fui a devolver el kimono; y aunque me la hubiera visto, habían pasado dos años desde entonces. La doncella que la acompañaba no era la misma joven a la que se le habían llenado los ojos de lágrimas al entregarle yo el kimono. Aun así sentí un gran alivio cuando tras una reverencia las dejé en la sala.
Veinte minutos después, cuando Mameha y su doncella dieron por terminada la visita, fui a buscarles los zapatos y los dispuse en el escalón de la entrada, sin levantar la cabeza y sintiéndome exactamente igual de nerviosa que antes. Cuando la doncella abrió la puerta, tuve la sensación de que mi suplicio había llegado a su fin. Pero en lugar de salir, Mameha se quedó allí parada. Empecé a preocuparme; y con los nervios, debió de romperse la comunicación entre mis ojos y mi cabeza, porque, aunque sabía que no debía hacerlo, levanté la vista. Me quedé espantada al comprobar que Mameha me estaba observando fijamente.
– ¿Cómo te llamas, pequeña? -dijo, en un tono que a mí me pareció severo.
Le dije que me llamaba Chiyo.
– Ponte de pie, Chiyo. Quiero echarte un vistazo.
Me puse de pie como me pedía; pero si hubiera sido posible hacer que mi cara se encogiera hasta desaparecer, o se auto absorbiera como quien absorbe un espagueti, estoy segura de que lo habría hecho.
– Pero ¿qué te pasa? Quiero echarte un vistazo -dijo-. Parece que te estás contando los dedos de los pies.
Levanté la cabeza, pero no los ojos, y entonces Mameha dejó escapar un profundo suspiro y me ordenó que la mirara.
– ¡Qué ojos tan extraños! -dijo-. Pensé que había visto mal. ¿De qué color dirías que son, Tatsumi?
Su doncella volvió a entrar y me miró:
– Azul plomo, señora -contestó.
– Eso es exactamente lo que habría dicho yo. ¿Cuántas chicas crees tú que habrá en Gion con unos ojos como éstos?
No sabía si Mameha me estaba hablando a mí o a Tatsumi, pero ninguna de las dos respondió. Me miraba con una expresión peculiar en el rostro: concentrada en algo, me pareció. Y luego para mi gran alivio, se excusó y salió.
El funeral de la Abuela tuvo lugar una semana después, en una mañana que el adivino consideró propicia. Después del funeral, empezamos a restaurar en la okiya el orden acostumbrado, pero con algunos cambios. La Tía se mudó al piso de abajo, a la habitación que había sido de la Abuela; y Calabaza -que iba a empezar en breve su aprendizaje de geisha- ocupó la habitación del segundo piso que había sido de la Tía. Además, a la semana siguiente llegaron dos nuevas criadas, ambas de mediana edad y muy enérgicas. Puede parecer extraño que Mamita añadiera criadas cuando la familia era ahora menor en número; pero, en realidad, la okiya siempre había tenido menos personal del necesario, porque la Abuela no soportaba que hubiera mucha gente a su alrededor.
El último cambio fue que a Calabaza la liberaron de todas sus tareas. Se le dijo que debía empezar a aprovechar el tiempo practicando las diversas artes de las que iba a depender su vida profesional. Por lo general, a las chicas no se les daban tantas oportunidades de practicar, pero la pobre Calabaza era muy torpe y necesitaba más tiempo. Yo lo pasaba fatal viéndola tocar el shamisen arrodillada en la pasarela durante horas, sacando la lengua, como si quisiera lamerse la mejilla. Me sonreía cuando nuestras miradas se cruzaban; y, en realidad, su disposición hacia mí era de lo más dulce y amable. Pero yo ya empezaba a encontrar difícil de arrastrar en mi vida la carga de la paciencia, esperando que se entreabriera una pequeña puerta que podría no abrirse nunca, y que ciertamente sería la única oportunidad que se me ofrecería. Ahora tenía que ver cómo la puerta se abría de par en par delante de otra persona. Algunas noches, recostada en el futón antes de dormirme, sacaba el pañuelo que me había dado aquel Presidente y olía su rico aroma de talco. Alejaba de mi mente todo salvo la imagen de él y la sensación del tibio sol en mi rostro y el tacto del muro de piedra donde me había sentado el día que lo conocí. Era mi bodhisattva, que me protegería con sus mil brazos. No podía imaginarme cómo me llegaría esta ayuda, pero rogaba para que me llegara.
Hacia el final del primer mes después de la muerte de la Abuela, una de las criadas nuevas me vino a buscar un día y me dijo que me esperaba alguien en la puerta. Era una calurosa tarde de octubre, demasiado calurosa para la estación, y estaba empapada de sudor después de haber estado limpiando el tatami del nuevo cuarto de Calabaza, que hasta hacía poco había sido el de la Tía. Calabaza tenía la manía de subirse galletas de arroz a su dormitorio, de modo que tenía que limpiar los tatamis con mucha frecuencia. Me limpié la cara con una toalla húmeda lo más rápido que pude y me lancé escaleras abajo. En el portal me esperaba una joven vestida con un kimono como de doncella. Me arrodillé con una inclinación de cabeza. Sólo cuando la miré por segunda vez me di cuenta de que era la doncella que había acompañado a Mameha a nuestra okiya unas semanas antes. Me dio mucha pena volver a verla allí. Estaba segura de que me había metido en algún lío. Pero cuando ella me hizo un gesto para que saliera del portal, me calcé y la seguí hasta la calle.
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