Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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Tras esto me ordenó que saliera de la habitación y volvió a meterse la pipa en la boca.

Al salir me temblaba la boca, pero me contuve, pues en el rellano estaba Hatsumono. El Señor Bekku aguardaba para terminar de colocarle el obi, mientras la Tía le examinaba los ojos con un pañuelo en la mano.

– Está todo corrido -dijo la Tía-. No puedo hacer nada. Tendrás que terminar de llorar y volver a maquillarte.

Yo sabía exactamente por qué lloraba Hatsumono. Su novio había dejado de verla después de que le impidieran traerlo a la okiya. Me había enterado aquella mañana y estaba segura de que Hatsumono me iba a echar la culpa de todas sus tribulaciones. Sólo deseaba bajar las escaleras antes de que me viera, pero ya era demasiado tarde. Le arrebató el pañuelo a la Tía y me hizo un gesto al tiempo que me llamaba. No quería ir, pero no podía negarme.

– Aquí Chiyo no pinta nada -le dijo la Tía-. Vete a tu cuarto y termina de maquillarte.

Hatsumono no respondió, pero me llevó a su cuarto y cerró la puerta.

– Llevaba días intentando decidir cuál sería la mejor manera de arruinar tu vida -me dijo-. Pero ahora al intentar escaparte, ¡ya lo has hecho tú por mí! No sé si alegrarme. ¡Estaba deseando hacerlo yo misma!

Fue una grosería por mi parte, pero tras hacer una leve inclinación de cabeza deslicé la puerta y salí sin responder. Me podría haber ganado un cachete, pero se limitó a seguirme hasta el rellano y dijo:

– Si quieres saber lo que es pasarse toda una vida de criada, no tienes más que hablar con la Tía. Ahora ya sois como los dos extremos de un mismo cordel. Ella tiene la cadera rota; y tú el brazo. Algún día, tal vez, también se te ponga cara de hombre, como a ella.

– Ya está Hatsumono -dijo la Tía-. Enséñanos esos encantos tuyos.

Cuando era una niña de cinco o seis años y nunca había oído hablar de Kioto, conocía a un niño llamado Noboru, que también vivía en el pueblo. Estoy segura de que era un buen niño, pero olía fatal, y creo que por eso el resto de los niños lo despreciaban. No le prestaban más atención cuando hablaba que al trino de un pájaro o al croar de una rana, y el pobre Noboru se sentaba en el suelo y lloraba. Durante los meses que siguieron a mi escapatoria fallida, comprendí cómo debía de haber sido la vida para él; pues nadie me hablaba salvo para darme órdenes. Mamita siempre me había tratado como si yo no fuera más que una bocanada de humo, pues tenía cosas más importantes en que pensar. Pero ahora todas las criadas y la cocinera y la Abuela hacían lo mismo.

Durante todo aquel crudo invierno no dejé de preguntarme qué habría sido de Satsu y de mi madre y mi padre. Casi todas las noches al acostarme enfermaba de angustia y ansiedad, y sentía un vacío tan grande dentro de mí que me parecía que el mundo no era más que una enorme estancia desierta. Para consolarme, cerraba los ojos y me imaginaba que caminaba sobre los acantilados de Yoroido. Conocía tan bien el camino que podía imaginarme allí vividamente, como si hubiera logrado huir con Satsu y estuviera de vuelta en casa. En mi imaginación corría hacia nuestra casita piripi de la mano de Satsu -aunque nunca antes le había dado la mano- sabiendo que un momento después nos reuniríamos con nuestra madre y nuestro padre. En estas fantasías nunca conseguía llegar a la casa; tal vez tenía miedo de lo que podría encontrar allí, y, en cualquier caso, era el paseo por el acantilado lo que parecía consolarme. Entonces, en algún momento, oía toser a una de las criadas, o a la Abuela ventoseando con un gruñido, y en ese instante se disolvía el aroma marino del aire, bajo mis pies volvía a sentir el tacto de las sábanas en lugar de la tierra del camino, y me encontraba de nuevo donde había empezado: con nada, salvo mi soledad.

Cuando llegó la primavera, los cerezos florecieron en el parque Maruyama, y no había nadie en Kioto que hablara de otra cosa. Hatsumono estaba más ocupada de lo normal durante el día debido a la gran cantidad de fiestas que se celebraban para contemplar los cerezos en flor. Le envidiaba esa vida bulliciosa para la que la veía prepararse cada tarde. Ya había empezado a perder toda esperanza de despertarme una noche y encontrar a mi lado a Satsu, que había venido a rescatarme, o de recibir alguna noticia de mi familia en Yoroido. Entonces, una mañana que Mamita y la Tía se estaban preparando para sacar a la Abuela de picnic, al bajar las escaleras me encontré un paquete en el suelo del vestíbulo. Era una caja del tamaño de mi brazo, envuelta en papel fuerte y atada con un cordel viejo. Sabía que no era asunto mío, pero como no había nadie mirando, me acerqué y leí el nombre y la dirección escritos con grandes caracteres en una de las caras. Decía:

Sakamoto Chiyo

c/o Nitta Kayoko Gion

Tominaga-cho Kioto,

Prefectura de Kioto

Me quedé tan sorprendida que me llevé la mano a la boca y no la bajé en un buen rato; estoy segura de que debí de poner unos ojos como platos. El remite, bajo los sellos, era del Señor Tanaka. No tenía ni idea de lo que contenía el paquete, pero al ver el nombre del Señor Tanaka… dirás que es absurdo, pero sinceramente esperé que hubiera reconocido su error al enviarme a aquel sitio tan espantoso y me había mandado algo para librarme de la okiya. No puedo imaginarme qué se puede enviar en un paquete para librar a una niña de la esclavitud; incluso entonces no me resultaba fácil imaginármelo. Pero en el fondo de mi corazón, creí de verdad que cuando abriera aquel paquete, mi vida cambiaría para siempre.

Antes de poder pensar qué iba a hacer entonces, la Tía bajó y me dijo que me apartara del paquete, aunque fuera dirigido a mí. Me habría gustado abrirlo yo misma, pero pidió un cuchillo para cortar el cordel y luego se tomó su tiempo para desenvolverlo. Bajo el papel había una capa de tela de saco cosida con el tosco hilo de las redes de pesca. Y cosido a la tela de saco por sus esquinas había un sobre con mi nombre. La Tía lo separó y luego retiró la tela de saco y reveló una caja de madera oscura. Yo empecé a ponerme nerviosa con lo que podría haber dentro, pero cuando la Tía levantó la tapa, me sentí desfallecer. Pues allí, dispuestas sobre un lecho de tela blanca, estaban las tablillas mortuorias que habían presidido antaño el altar de nuestra casita. Dos de ellas, que yo no había visto antes, parecían más nuevas que las otras y llevaban unos nombres budistas desconocidos para mí y escritos con unos caracteres que yo no entendía. Me asustaba la sola idea de pensar por qué las habría enviado el Señor Tanaka.

La Tía dejó de momento la caja en el suelo, con las tablillas cuidadosamente alineadas en su interior, y sacó la carta del sobre para leerla. Yo esperé de pie lo que me pareció una eternidad, llena de temor y no atreviéndome siquiera a pensar. Finalmente, la Tía suspiró profundamente y me llevó por el brazo hasta la sala. Cuando me arrodillé delante de la mesa, me temblaban las manos sobre el regazo, probablemente del esfuerzo que estaba haciendo por no dejar salir a la superficie de mi mente todos aquellos temores. Tal vez era un signo esperanzador que el Señor Tanaka me hubiera enviado las tablillas mortuorias. ¿No podría tratarse de que mi familia se trasladaba a Kioto e íbamos a comprar un altar nuevo para poner todas las tablillas? O, tal vez, Satsu le había pedido que me las enviara, porque iba a regresar. Entonces la Tía interrumpió mis pensamientos.

– Chiyo, te voy a leer algo que te escribe un hombre llamado Tanaka Ichiro -me dijo con una voz extrañamente grave y lenta. Creo que dejé de respirar mientras ella extendía el papel sobre la mesa.

Querida Chiyo:

Han pasado dos estaciones desde que te fuiste de Yoroido y pronto nacerán nuevos capullos en los árboles. Las flores que salen donde otras se marchitaron nos recuerdan que un día nos llegará a todos la muerte.

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