– Esa chica del vestíbulo -dijo- no estaba cuando llegamos.
– ¡Oh! No le hagas caso. Hoy se ha portado mal y ha salido de la okiya sin permiso. Luego me ocuparé de ella.
– Entonces sí que había alguien espiándonos. ¿Por qué me has mentido?
– ¡Qué mal humor tienes esta noche, Koichi-san!
– No te ha sorprendido en absoluto verla. Sabías que estaba aquí.
El novio de Hatsumono se dirigió a grandes zancadas al portal y se paró y me miró fijamente antes de bajar los escalones de la entrada. Yo no levanté la vista del suelo, pero sentí que estaba muy sonrojada. Hatsumono se apresuró a ayudarle a calzarse. La oí hablar con él, como no la había oído hablar con nadie, con una voz suplicante, casi llorosa.
– Koichi-san, por favor -dijo-, cálmate. No sé lo que te ha pasado esta noche. Vuelve mañana.
– No quiero verte mañana.
– No me gusta que me hagas esperar tanto tiempo para verte. Te veré donde tú me digas. En el fondo del río, si quieres.
– No te puedo ver en ningún sitio. Mi mujer siempre me está vigilando.
– Entonces vuelve aquí. Tenemos la casita de las criadas…
– ¡Sí, eso! Lo que te gusta es entrar furtivamente y que te anden espiando. Deja que me vaya, Hatsumono. Quiero irme a casa.
– Por favor, no te enfades conmigo, Koichi-san. ¡No sé por qué te pones así! Dime que volverás, aunque no sea mañana.
– Un día no volveré más -dijo-. Ya te lo he dicho una y mil veces.
Oí abrirse la puerta de fuera y luego cerrarse; pasado un rato, Hatsumono volvió al vestíbulo y se quedó con la vista perdida en el pasaje. Finalmente se volvió hacia mí, secándose los ojos.
– Bueno, pequeña Chiyo -dijo-. Ya veo que has ido a visitar a esa horrorosa hermana tuya, ¿no?
– Por favor, Hatsumono-san -dije.
– Y luego volviste y te pusiste a espiarme -Hatsumono subió tanto la voz que despertó a una de las criadas mayores, que se incorporó sobre un codo para mirarnos. Hatsumono le gritó-: Vuélvete a dormir, vieja -y la criada asintió con la cabeza y volvió a echarse.
– Hatsumono-san, haré todo lo que me diga -dije-. No quiero buscarme líos con Mamita.
– ¡Pues claro que harás lo que yo te diga! Eso ni se discute. Y ya te has metido en un buen lío.
– Tuve que salir a llevarte el shamisen.
– Eso fue hace más de una hora. Fuiste a buscar a tu hermana y habéis planeado escaparos juntas. ¿Te crees que soy tonta? ¡Y luego volviste y te pusiste a espiarme!
– ¡Por favor, perdóneme! -supliqué-. No sabía que estaba allí. Creí que era…
Quería decirle que creía que había visto una rata, pero me pareció que no se lo iba a tomar bien.
Me clavó los ojos y luego subió a su cuarto. Cuando volvió a bajar llevaba algo en la mano cerrada.
– Quieres escaparte con tu hermana, ¿verdad? -me dijo-. Creo que es una buena idea. Cuanto antes desaparezcas de la okiya, mejor para mí. Algunos piensan que no tengo corazón, pero no es verdad. Me conmueve imaginaros a ti y a esa vaca de tu hermana intentando buscaros la vida en algún lugar, solas en el mundo. Cuanto antes te vayas, mejor. Ponte de pie.
Me puse de pie, aunque tenía miedo de que me hiciera algo malo. Fuera lo que fuese lo que tenía en la mano, intentaba metérmelo debajo de la banda del vestido; pero yo no la dejaba acercarse.
– Mira -me dijo, abriendo la mano. Tenía varios billetes enrollados; más dinero del que hubiera visto yo nunca, aunque no sé cuánto era-. He subido a buscarlo para ti. No tienes que agradecérmelo. Tómalo, Me pagarás simplemente desapareciendo de mi vista para siempre.
La Tía me había dicho que no me fiara nunca de Hatsumono, ni siquiera cuando parecía que intentaba ayudarme. Pero cuando me recordé a mí misma todo el odio que me tenía Hatsumono, pensé que realmente no estaba intentando ayudarme; se estaba ayudando a sí misma, deshaciéndose de mí. Me quedé quieta cuando me agarró por el vestido y metió los billetes debajo de la banda. Me rozó con sus uñas brillantes. Me hizo girar sobre mí misma para volver a atarme la banda de modo que el dinero no pudiera caerse, y luego hizo lo más extraño de todo. Me volvió a girar, dejándome cara a cara frente a ella, y me acarició la mejilla, casi con una mirada maternal. La sola idea de que Hatsumono fuera amable conmigo era tan extraña, que me sentí como si se me hubiera acercado una serpiente venenosa y hubiera empezado a frotarse amistosamente contra mi pierna, como un gato. Entonces, antes de que yo pudiera reaccionar, me había hundido los dedos en el cuero cabelludo. Tras lo cual, apretando los dientes furiosamente, me agarró un mechón de pelo y tiró con tal fuerza hacia un lado que yo caí de rodillas y lancé un grito. No entendía lo que estaba pasando, pero Hatsumono me obligó a ponerme en pie, y, sin soltarme el pelo, me arrastró escaleras arriba. Me gritaba, encolerizada; y yo daba unos berridos que no me habría sorprendido que hubiéramos despertado a toda la calle.
Cuando llegamos arriba de la escalera, Hatsumono empezó a dar golpes en la puerta de la habitación de Mamita, al tiempo que la llamaba a voces. Mamita abrió enseguida, atándose el kimono y con cara de enfado.
– Pero ¿qué os pasa a vosotras dos?
– ¡Mis joyas! -gritó Hatsumono-. ¡Esta estúpida, esta estúpida! -y aquí empezó a pegarme. Lo único que pude hacer fue hacerme un ovillo en el suelo y pedir auxilio, hasta que Mamita consiguió refrenarla un poco. Para entonces, la Tía ya se había unido a ella.
– ¡Ay, Mamita! -exclamó Hatsumono-, cuando regresaba a la okiya esta noche creí ver a Chiyo hablando con un hombre al fondo del callejón. No le di mayor importancia porque sabía que no podía ser ella. Se supone que tiene prohibido salir de la okiya, ¿o no? Pero cuando subí a mi habitación, encontré mi joyero todo revuelto, y entonces volví a todo correr justo a tiempo de ver a Chiyo darle algo al hombre. Intentó escaparse, pero la agarré.
Mamita se quedó en silencio un buen rato, mirándome.
– El hombre huyó -continuó Hatsumono-, pero yo creo que Chiyo ha debido de vender algunas de mis joyas para sacar dinero. Estaba planeando escaparse de la okiya, Mamita, eso es lo que yo creo, después de lo buenas que hemos sido con ella.
– Ya basta, Hatsumono -dijo Mamita-. Ya hemos tenido bastante. Ahora tú y la Tía id a tu habitación y mirad lo que falta.
En cuanto me quedé sola con Mamita, levanté la vista del suelo en el que seguía arrodilla y le susurré:
– Mamita, no es verdad… Hatsumono estaba en la casita de las criadas con su novio. Está enfadada por algo y la ha tomado conmigo. ¡ Yo no le he robado nada!
Mamita no dijo nada. Ni siquiera estaba segura de que me hubiera oído. Hatsumono no tardó en salir de su habitación diciendo que le faltaba un broche.
– ¡Mi broche de esmeraldas, Mamita! -repetía y lloraba, fingiendo como una buena actriz-. ¡Ha vendido mi broche de esmeraldas a ese hombre horrible! ¡Era mi broche favorito! ¿Quién se cree que es para andarme robando así?
– Cachead a la niña -dijo Mamita.
Una vez, cuando tendría unos seis años, estaba viendo a una araña tejer su tela en un rincón de nuestra casa. Antes incluso de que la araña hubiera terminado, un mosquito cayó en la tela y quedó atrapado en ella. Al principio, la araña no le prestó ninguna atención, y siguió con lo que estaba haciendo; sólo cuando terminó, se incorporó sobre sus larguiruchas patas y mató al pobre mosquito. En ese momento, viendo acercarse a mí los delicados dedos de Hatsumono, supe que estaba atrapada en la tela que ella había tejido. No podía encontrar una explicación para el dinero que llevaba bajo la banda. Cuando Hatsumono me lo sacó, Mamita se lo quitó de la mano y lo contó.
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