– Señorita -dije-. ¿Puedo preguntarle…? ¿Me podría decir hacia dónde está el distrito de Miyagawa?
– ¿Para qué quieres ir allí?
– Tengo que recoger algo.
Me miró extrañada, pero luego me dijo que tenía que caminar siguiendo el río hasta que pasara el Teatro Minamiza, y entonces me encontraría en el distrito de Miyagawa-cho.
Decidí quedarme bajo los aleros de la casa hasta que dejara de llover. Mirando a mi alrededor descubrí entre los tablones de la cerca que el edificio tenía un ala más. Apliqué el ojo a la cerca y vi un hermoso jardín, detrás del cual había una ventana de cristal iluminada. Dentro, en una linda habitación de suelo de tatami, bañada en una luz anaranjada, un grupo de hombres y geishas estaban sentados en torno a una mesa sobre la que había cepitas de sake y vasos de cerveza. Hatsumono también estaba allí, y un hombre mayor con cara de sueño, que parecía estar contando una historia. Hatsumono parecía divertida por algo, aunque evidentemente no por lo que estaba contando el hombre. Miraba a otra geisha que me daba la espalda. Me encontré de pronto recordando la última vez que había fisgoneando una casa de té, con la hija del Señor Tanaka, Kuniko, y empecé a sentir la misma pesadumbre que había sentido hacía mucho tiempo ante las tumbas de la primera familia de mi padre, como si la tierra tirara de mí. Una idea se abría paso en mi cabeza, hasta que me fue imposible ignorarla. Quería pensar en otra cosa, pero tenía menos fuerza para detener ese pensamiento que la que tiene el viento para dejar de soplar. De modo que di un paso atrás y, sentándome en el escalón de la entrada, me eché a llorar. No podía dejar de pensar en el Señor Tanaka. Me había separado de mi padre y mi madre, me había vendido como esclava y había vendido a mi hermana para algo todavía peor. Yo lo había tomado por un buen hombre. Había pensado que era un hombre refinado, mundano. ¡Qué tonta había sido! Decidí que no volvería nunca más a Yoroido. O si volvía, sería sólo para decirle al Señor Tanaka cuánto le odiaba.
Cuando por fin me puse en pie y me sequé los ojos con el vestido húmedo, la lluvia se había convertido en bruma. Los adoquines del callejón brillaban con la luz dorada de las lámparas. Regresé atravesando la zona de Gion denominada Tominaga-Cho hasta el Teatro Minamiza, que me había hecho pensar en un palacio el día que el Señor Bekku nos condujo a Satsu y a mí desde la estación de ferrocarril. La camarera de la Casa de Té Mizuki me había dicho que siguiera el río hasta pasar el teatro, pero la calle que iba al lado del río se acababa en el teatro. Así que me metí por una calle que salía detrás del Minamiza. Pasadas unas cuadras, me encontré en una zona sin farolas y prácticamente desierta. No lo sabía entonces, pero las calles estaban vacías en gran parte a causa de la Gran Depresión; en cualquier otro momento Miyagawa-cho era una zona aún más concurrida que Gion. Aquella noche me pareció un lugar muy triste, lo que en realidad creo que ha sido siempre. Las fachadas de madera eran similares a las de Gion, pero aquí no había árboles, ni un arroyo tan hermoso como el Shirakawa, ni lindos portales. La única iluminación eran las bombillas délos zaguanes abiertos, en los que había viejas sentadas en taburetes, a menudo con dos o tres mujeres, que yo tomé por geishas, detrás de ellas, en la calle. Llevaban kimono y adornos en los cabellos parecidos a los de las geishas, pero el obi iba atado por delante en lugar de ir atado por detrás. Nunca lo había visto y no lo entendí, pero ésa era la marca que distinguía a las prostitutas. Una mujer que tiene que estar toda la noche poniéndose y quitándose la banda del kimono, no puede entretenerse atándoselo por detrás.
Con la ayuda de una de estas mujeres, encontré el Tatsuyo, en un callejón sin salida, en el que sólo había tres casas más. Todas tenían letreros junto a la puerta. No puedo describir cómo me sentí cuando vi uno que decía «Tatsuyo», pero lo que sé es que empecé a temblar como si fuera a explotar. En la entrada del Tatsuyo había una vieja sentada en un taburete charlando con una mujer mucho más joven, también sentada en un taburete al otro lado del callejón; aunque en realidad era la vieja la que llevaba la voz cantante. Estaba arrimada al marco de la puerta, con el kimono medio abierto y los pies dentro de un par de zori. Eran unos zori de paja toscamente tejidos, del tipo que se podía ver en Yoroido, y para nada parecidos a los hermosos zori de laca que llevaba Hatsumono con sus kimonos. Y además, esta mujer llevaba los pies desnudos, sin tabi alguno, ni de seda ni de cualquier otro material. Pero ella los sacaba de los zori, enseñando unas uñas desiguales, como si estuviera contenta de su aspecto y quisiera estar segura de que los veías.
– Tres semanas más, ya te digo, y no vuelvo -decía-. La señora cree que voy a volver, pero no lo haré. Mi nuera me va a cuidar, ya te digo. No es que sea muy despierta, pero trabaja mucho. ¿No la conoces?
– Si la he conocido, no me acuerdo -contestó la mujer más joven desde el otro lado de la calle-. Hay una niña esperando para hablar contigo. ¿No la ves?
Al oír esto, la vieja me miró por primera vez. No dijo nada, pero hizo un gesto con la cabeza para indicarme que me escuchaba.
– Por favor, señora -dije yo-, ¿está con usted una muchacha llamada Satsu?
– No, aquí no hay ninguna Satsu -respondió.
Estaba demasiado asustada para saber cómo responder; pero, en cualquier caso, de pronto, la vieja se puso alerta, porque un hombre avanzaba hacia la entrada. Se levantó a medias del asiento, le hizo varias reverencias con las manos en las rodillas y le dijo: «¡Sea bienvenido!». Cuando el hombre entró, volvió a aposentarse en el taburete y a descalzarse.
– ¿Pero todavía estás ahí? -me dijo la vieja-. Ya te he dicho que no tenemos ninguna Satsu.
– Claro que sí que tenéis una -dijo la joven al otro lado del callejón-. Tu Yukiyo. Recuerdo que antes se llamaba Satsu.
– Puede ser -contestó la vieja-. Pero no tenemos ninguna Satsu para esta chica. No quiero buscarme problemas por nada.
No entendí lo que quería decir con aquello, hasta que la más joven dijo entre dientes que yo no tenía pinta de tener más de un sen. Y tenía razón. Por entonces, un sen -que valía una centésima parte de un yen- era todavía una moneda de uso corriente, aunque con un solo sen no te podías comprar absolutamente nada. Desde que había llegado a Kioto no había tenido en la mano ni un sen ni ninguna otra moneda. Cuando hacía recados, los cargaba a la cuenta de la okiya Nitta.
– Si lo que quiere es dinero -dije-, Satsu se lo pagará.
– ¿Y por qué iba a pagar para hablar con alguien como tú?
– Soy su hermana pequeña.
– ¡Mírala! -le dijo a la mujer al otro lado de la calle-. ¿Te parece hermana de Yukiyo? Si nuestra Yukiyo fuera tan bonita como ésta, nuestra casa sería la más concurrida de la ciudad. Eres una mentirosa, eso es lo que eres -y tras esto me dio un puntapié y me echó al callejón.
Admito que estaba asustada. Pero estaba más decidida que asustada; ya había llegado muy lejos, y no iba a volver atrás sencillamente porque esa mujer no me creyera. Así que me volví y tras hacerle una reverencia le dije:
– Siento parecerle una mentirosa, señora. Pero no lo soy. Yukiyo es mi hermana. Si tuviera la amabilidad de decirle que Chiyo está aquí, ella le pagará lo que le pida.
Debió de ser la respuesta adecuada, porque por fin se volvió hacia la joven al otro lado de la calle.
– Sube tú en mi lugar. No estás muy ocupada esta noche. Además me duele el cuello. Yo me quedó aquí y vigilo a la chica.
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