Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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Memorias De Una Geisha: краткое содержание, описание и аннотация

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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En el rellano, arriba de las escaleras, me arrodillé en la oscuridad y llamé:

– ¡Por favor! ¿Hay alguien por ahí? -esperé, pero no sucedió nada.

– Más alto -dijo Korin-. No te esperaban.

Así que volví a llamar:

– ¡Por favor!

– Un momento -dijo una voz amortiguada; y enseguida se abrió la puerta. La muchacha arrodillada al otro lado no era mayor que Satsu, pero era muy delgadita y nerviosa como un pájaro. Le entregué el paquete con el kimono. Se quedó muy sorprendida y me lo arrebató de las manos casi desesperada.

– ¿Quién anda ahí, Asami-san? -dijo una voz desde el interior. Se veía una lamparilla de papel encendida sobre un pedestal antiguo, colocado junto a un futón recién abierto. Era el futón de la geisha Mameha; lo sabía por las sábanas impolutas y la elegante colcha de seda, así como la takamakura, «almohada alta», igual que la que usaba Hatsumono. En realidad, no era verdaderamente un almohada, sino una base de madera con una hendidura acolchada en el centro para poner el cuello; era la única manera en que podían dormir las geishas sin echar a perder sus elaborados peinados.

La criada no contestó, pero abrió el paquete haciendo el menor ruido posible, sacó el kimono e intentó ponerlo a la escasa luz que salía del interior. Cuando vio las manchas de tinta, ahogó un grito, tapándose la boca con la mano. Las lágrimas no tardaron en correrle por las mejillas, y entonces se oyó una voz:

– ¡ Asami-san! ¿Quién está ahí?

– ¡Nadie, nadie, señorita! -le contestó la criada. Me dio mucha lástima verla secarse las lágrimas con la manga rápidamente.

Antes de que cerrara la puerta, alcancé a ver a su señorita. Enseguida comprendí por qué Hatsumono llamaba a Mameha «Doña Perfecta». Su cara era un óvalo perfecto, como el de una muñeca, y tan lisa y delicada como la porcelana, incluso sin maquillar. Avanzó hacia la puerta y se asomó al hueco de la escalera intentando ver algo, pero en ese momento la criada cerró la puerta y desapareció de mi vista.

A la mañana siguiente, al volver de la escuela, vi que Mamita, la Abuela y la Tía se habían encerrado en la sala del primer piso. Estaba segura de que estaban hablando del kimono; y, como era de esperar, en el momento en que Hatsumono entró de la calle, una de las criadas fue a decírselo a Mamita, que salió al vestíbulo y la detuvo al pie de la escalera.

– Esta mañana han venido a visitarnos Mameha y su doncella -dijo.

– Ya sé lo que me vas a decir, Mamita. Siento horrores lo del kimono. Intenté detener a Chiyo, pero fue demasiado tarde. ¡Debió de creer que era mío! No comprendo por qué me empezó a odiar nada más llegar aquí… Pensar que ha destrozado un kimono como ése sólo para hacerme daño a mí.

Para entonces, la Tía había salido renqueando al vestíbulo. «Matte mashita!», le gritó. Yo entendí perfectamente sus palabras; significaban «Te estábamos esperando». Pero no tenía ni idea de qué quería decir con ellas. En realidad, era bastante ingenioso, pues eso es lo que grita a veces el público cuando una gran estrella del Kabuki hace su entrada en el escenario.

– ¿Acaso estás sugiriendo que yo tengo algo que ver con ese kimono, Tía? ¿Por qué iba yo a hacer algo así?

– Todo el mundo sabe que odias a Mameha -le respondió la Tía-. Odias a todas a las que les va mejor que a ti.

– ¿Me estás diciendo que debería tenerte mucho cariño sólo porque eres la viva imagen del fracaso?

– Basta ya -dijo Mamita-. Ahora escúchame, Hatsumono. No pensarás que somos lo bastante estúpidas para creernos el cuento. No permitiré este comportamiento en la okiya, ni siquiera en ti. Respeto mucho a Mameha. No quiero oír que vuelve a suceder algo parecido. Y en lo que respecta al kimono, alguien tiene que pagarlo. No sé lo que pasó anoche, pero no hay discusión sobre quién agarraba el pincel. La criada vio que la chica lo tenía en la mano. Así que será la chica la que pague -dijo Mamita, y luego volvió a meterse la pipa en la boca.

Entonces salió la Abuela de la sala y ordenó a una criada que trajera la vara de bambú.

– Chiyo tiene demasiadas deudas -dijo la Tía-. No entiendo por qué tiene que pagar también las de Hatsumono.

– Ya hemos hablado suficiente sobre el asunto -dijo la Abuela-. La chica será azotada y tendrá que devolver el coste del kimono. Y no se hable más. ¿Dónde está la vara de bambú?

– Yo misma la pegaré -dijo la Tía-. No vaya a ser que se te resientan los huesos otra vez, Abuela. Ven conmigo, Chiyo.

La Tía esperó a que la criada trajera la vara y me condujo al patio. Estaba tan enfadada que tenía las aletas de la nariz más grandes de lo normal y los ojos parecían puños de tan salidos como estaban. Desde que había llegado a la okiya había tenido siempre mucho cuidado de no hacer nada que me pudiera costar una paliza. De pronto me entró mucho calor, y se me empezaron a borrar las losas que estaba pisando. Pero en lugar de pegarme, la Tía dejó la vara contra la pared del almacén y luego se acercó a mí y me dijo sin alzar apenas la voz:

– ¿Qué le has hecho a Hatsumono? Está decidida a acabar contigo. Tiene que haber alguna razón, y quiero conocerla.

– Le juro, Tía, que siempre me ha tratado así, desde que llegué. Ni siquiera sé qué le he hecho para que se porte así conmigo.

– Puede que la Abuela diga que Hatsumono es tonta, pero créeme, Hatsumono no es ninguna tonta. Si quiere destruirte, lo hará. Tienes que dejar de hacer lo que quiera que haces para enfadarla tanto.

– No hago nada, Tía. Se lo prometo.

– No debes fiarte de ella, ni siquiera cuando te parezca que trata de ayudarte. Ya te ha cargado con una deuda tan grande que puede que no llegues a devolverla nunca.

– No entiendo… ¿qué deuda?

– La bromita de Hatsumono con ese kimono te va a costar a ti más dinero del que puedas llegar a imaginar. Ésa es la deuda.

– Pero ¿cómo voy a pagarla?

– Cuando empieces a trabajar de geisha, se lo devolverás a la okiya, junto con el resto de las deudas que hayas ido acumulando: tus comidas, la escuela y el médico, si te pones enferma. Lo pagarás todo. ¿Por qué crees que Mamita pasa tanto tiempo en su cuarto, apuntando cifras en sus dietarios? Pagarás a la okiya incluso el dinero de tu compra.

Durante los meses que llevaba pasados en Gion, alguna vez, sin duda, me había imaginado que algún dinero debió de haber cambiado de manos antes de que Satsu y yo fuéramos sacadas de nuestra casa. A menudo pensaba en aquella conversación entre el Señor Tanaka y mi padre que había oído por casualidad, y en lo que había dicho Doña Fuguillas de que Satsu y yo éramos «aptas». Me preguntaba horrorizada si el Señor Tanaka habría sacado algún dinero por ayudar a vendernos, y cuánto habíamos costado. Pero nunca había imaginado que tendría que devolverlo.

– No habrás terminado de pagar hasta que no hayas pasado un largo tiempo de geisha -continuó-. Y nunca pagarás si fracasas, como me pasó a mí. ¿Es así como quieres pasar tu futuro?

En ese momento me importaba bastante poco lo que pasara con mi futuro.

– Si quieres echar a perder tu vida en Gion, hay una docena de maneras de hacerlo -dijo la Tía-. Puedes intentar huir. Una vez que lo intentes, Mamita considerará que eres una mala inversión y no querrá poner más dinero en alguien que puede desaparecer en cualquier momento. Eso significaría el fin de tus lecciones, y no se puede ser geisha sin aprender lo necesario para serlo. O puedes ganarte la animadversión de tus maestras, de modo que no te presten la ayuda que necesitas. O puede que al crecer te pongas fea, como me pasó a mí. Yo no era una criatura tan poco atractiva cuando la Abuela me compró a mis padres, pero no salí bien, y la Abuela siempre me odió por ello. Una vez me pegó tanto por algo que había hecho que me rompió una cadera. Entonces tuve que dejar de ser geisha. Por eso te voy a pegar yo, antes que dejar que la Abuela te ponga las manos encima.

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