Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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– ¿Y qué hay en el otro? -preguntó Korin, señalando el siguiente paquete, todavía sin abrir.

– Éste es uno que le hice comprar a la chica con su dinero y que ahora es mío.

– ¿Con su dinero? -preguntó Korin-. ¿Qué criada posee el dinero suficiente para comprar un kimono?

– Bueno, si no lo ha comprado, como me dijo, no quiero saber de dónde lo ha sacado. En cualquier caso, la Señorita Estúpida va a ir a guardarlo en el almacén.

– Hatsumono-san, a mí no me está permitido entrar en el almacén -dije yo inmediatamente.

– Si quieres saber dónde está tu hermana mayor, no me hagas repetir dos veces las cosas esta noche. Tengo proyectos para ti. Luego me podrás hacer una sola pregunta, y yo te la responderé.

No diré que la creí; pero no cabía duda de que Hatsumono podía hacer mi vida miserable de mil maneras diferentes. No me quedaba más remedio que obedecerla.

Puso el kimono -envuelto en su papel- en mis brazos y me condujo al almacén, al fondo del patio. Abrió la puerta y encendió el interruptor de la luz con un golpe seco. Vi estantes llenos de sábanas y almohadones, así como varios baúles cerrados y unos cuantos futones enrollados. Hatsumono me agarró por el brazo y señaló la escalera de mano apoyada en el muro exterior.

– Los kimonos están ahí arriba -dijo.

Subí hasta arriba y abrí una puerta corredera. El almacén superior no tenía estantes, como abajo. En su lugar, había cajas de laca rojas apiladas junto a las paredes; las pilas llegaban casi hasta el techo. Entre las dos paredes de cajas había un estrecho pasillo, con unos ventanucos cubiertos con esteres en los extremos, para la ventilación. El espacio estaba iluminado con la misma luz desnuda del inferior, pero más fuerte; así que cuando entré, pude leer los caracteres negros escritos en el frente de las cajas. Decían cosas como Kata-Komon, Ro (estampados en gasa de seda) y Kuromontsuki, Awase (vestidos de etiqueta con forro). A decir verdad, por entonces no entendía todos los caracteres, pero me las apañé para encontrar la caja con el nombre de Hatsumono. Me costó bajarla, pero por fin pude añadir el nuevo kimono a los otros que contenía la caja, también envueltos en papel de lino, y volví a ponerla en su sitio. Por curiosidad, abrí otra de las cajas y vi que estaba llena hasta arriba de kimonos, tal vez quince o más, e igual estaban el resto. Al ver el almacén comprendí el miedo al fuego de la Abuela. Aquella colección de kimonos valía tanto como toda la riqueza de Yoroido y Senzuru juntos. Y como supe mucho más tarde, los más caros se almacenaban en otra parte. Sólo se los ponían las aprendizas de geisha; y como Hatsumono ya no podía llevarlos, estaban guardados en una caja fuerte hasta que volvieran a necesitarse.

Para cuando volví al patio, Hatsumono había subido a su habitación a buscar una piedra y una barra de tinta, así como un pincel de caligrafía. Pensé que tal vez quería escribir una nota para meterla dentro del kimono al doblarlo. Había salpicado agua del pozo en la piedra de tinta y ahora, sentada en la pasarela, molía la tinta. Cuando estuvo lo bastante negra, mojó el pincel y lo escurrió contra la piedra, de modo que toda la tinta quedara en el pincel y no goteara. Entonces me lo puso en la mano, sosteniéndola sobre el hermoso kimono y me dijo:

– Practica tu caligrafía, pequeña Chiyo.

Aquel kimono, que pertenecía a una geisha que yo no conocía llamada Mameha, era una obra de arte. Desde el dobladillo hasta la cintura trepaba una vid hecha con hilos lacados, retorcidos juntos como si fueran un cable de poco grosor y finalmente cosidos. Era parte del estampado, pero parecía que, si querías, la podías tomar entre los dedos, y arrancarla del suelo como si fuera una mala hierba. Las hojas ensortijadas en los tallos parecían estarse marchitando y secando con el tiempo de otoño, e incluso amarilleaban en partes.

– No lo puedo hacer, Hatsumono-san -exclamé.

– ¡Qué pena, cariño! -me dijo su amiga-. Porque si se lo haces repetir a Hatsumono, perderás la oportunidad de encontrar a tu hermana.

– Cierra la boca, Korin. Chiyo sabe que tiene que hacer lo que le digo. Escribe algo en la tela, Señorita Estúpida. Lo que sea.

Cuando el pincel tocó el kimono, Korin dejó escapar un chillido de excitación. Una de las criadas mayores se despertó, y se asomó al pasillo en camisón y con un paño en la cabeza. Hatsumono dio una patada en el suelo e hizo un gesto como si estuviera espantando un bicho, lo que bastó para hacerla volver inmediatamente a su futón. A Korin no le gustaron las temblorosas pinceladas que yo había dado en la seda, de modo que Hatsumono me dijo en dónde tenía que marcar la tela y qué tipo de marca tenía que hacer. No tenían ningún sentido; sencillamente Hatsumono estaba intentando ser artística a su manera. Luego volvió a envolver el kimono en el mismo papel y lo ató con su cordel. Ella y Korin volvieron a la entrada a calzarse sus zori de laca. Cuando abrieron la puerta de la calle, Hatsumono me dijo que las siguiera.

– Hatsumono-san, si salgo de la okiya sin permiso, Mamita se enfadará y…

– Yo te doy permiso -me interrumpió Hatsumono-. Tenemos que devolver el kimono, ¿no? Supongo que no querrás hacerme esperar.

Así que no tuve más remedio que calzarme y seguirlas por el callejón hasta una calle que discurría al lado del arroyo Shirakawa. Por aquellos días, las calles y callejones de Gion estaban todavía hermosamente pavimentados de piedra. Caminamos una cuadra más o menos a la luz de la luna, siguiendo los cerezos que se encorvaban sobre las oscuras aguas, y finalmente cruzamos un puentecillo de madera que llevaba a una zona de Gion en la que no había estado nunca. El dique del arroyo era de piedra, y estaba cubierto en su mayor parte de musgo. Las traseras de las casas de té y de las okiyas formaban un muro sobre él. Esteres rojos dividían en franjitas la luz amarilla de las ventanas, recordándome lo que la cocinera había hecho con un rábano en salmuera ese mismo día. Oí las risas de un grupo de hombres y geishas. Algo muy divertido debía de estar sucediendo en una de las casas de té, porque cada oleada de risas sonaba más fuerte que la anterior, hasta que por fin se fueron acallando y dejaron sólo el tañido de un shamisen de otra fiesta. Por el momento, me imaginaba que Gion era probablemente un sitio divertido para algunos. No podía dejar de preguntarme si Satsu se encontraría en alguna de esas juergas, pese a que Awajiumi, el del Registro, me había dicho que no estaba en Gion.

Poco después, Hatsumono y Korin se detuvieron delante de una puerta de madera.

– Vas a subir las escaleras y entregar este kimono a la criada que esté allí -me dijo Hatsumono-. O si Doña Perfecta abre la puerta, se lo das a ella. No digas nada. Limítate a entregarlo. Nosotras te miraremos desde aquí abajo.

Con esto, me puso en las manos el paquete con el kimono, y Korin abrió la puerta. Unos pulidos escalones de madera conducían a la oscuridad. Yo iba temblando de miedo, de tal modo que no pude pasar de la mitad y me detuve. Entonces oí que Korin me susurraba desde abajo:

– Sigue, sigue, pequeña. Nadie te va a comer, a no ser que vuelvas con el paquete todavía en las manos…, en cuyo caso, tal vez, nos lo pensaríamos. ¿No es verdad, Hatsumono?

Hatsumono suspiró y no dijo nada. Korin se esforzaba por verme en aquella oscuridad; pero Hatsumono, que no estaba mucho más arriba que el hombro de Korin, se mordisqueaba las uñas sin prestar ninguna atención. Incluso entonces, muerta de miedo como estaba, no pude dejar de reparar en cuan extraordinariamente bella era. Puede que fuera tan cruel como una araña, pero estaba más encantadora allí mordiéndose las uñas que la mayoría de las geishas posando para una foto. Y el contraste con su amiga Korin era como comparar una piedra del camino con una piedra preciosa. Korin parecía incómoda con aquel peinado y los adornos del cabello, y siempre se estaba tropezando con el kimono. Mientras que Hatsumono llevaba el kimono como una segunda piel.

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