Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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Me condujo a la pasarela y me dijo que me echara boca abajo. No me importaba que me pegara o no; me parecía que nada podría empeorar mi situación. Cada vez que mi cuerpo se sacudía con el golpe de la vara, yo gritaba lo más alto que me atrevía y me imaginaba la linda cara de Hatsumono sonriendo encima de mí. Cuando terminó de pegarme, la Tía me dejó allí sola llorando. La pasarela no tardó en temblar con los pasos de alguien, y me senté y vi a Hatsumono de pie a mi lado.

– Chiyo, te agradecería que te apartaras de mi camino.

– Me prometió que me diría dónde podía encontrar a mi hermana, Hatsumono -le dije.

– ¿Eso te prometí? -se inclinó para poner su cara a la altura de la mía. Pensé que me iba a decir que todavía no había hecho bastante, que cuando pensara en algo que yo pudiera hacer, me lo diría. Pero no sucedió así-. Tu hermana está en un jorou-ya que se llama Tatsuyo – me dijo-, en el distrito de Miyagawa, al sur de Gion.

Cuando terminó de hablar, me dio un puntapié, y yo salté de la pasarela y me quité de en medio.

Capítulo siete

Nunca había oído aquella palabra, jorou-ya; así que al día siguiente por la tarde, cuando a la tía se le cayó el costurero en el vestíbulo y me mandó que le ayudara a recogerlo, le pregunté:

– Tía, ¿qué es un jorou-ya?

La Tía no contestó y siguió enrollando un carrete de hilo.

– ¿Tía…? -insistí.

– Es el tipo de lugar en el que acabará Hatsumono si alguna vez llega a tener lo que se merece -me respondió.

No parecía muy inclinada a decir más, así que tuve que dejarlo ahí.

Ciertamente no había respondido a mi pregunta, pero por lo que me dijo me formé la idea de que Satsu podría estar pasándolo todavía peor que yo. Así que empecé a pensar en la forma de introducirme en aquel lugar llamado Tatsuyo la primera vez que se me presentara la oportunidad. Por desgracia, parte de mi castigo por haber destrozado el kimono de Mameha era la reclusión en la okiya durante un periodo de cincuenta días. Se me permitía asistir a la escuela siempre que fuera con Calabaza; pero no me dejaban hacer recados. Supongo que podría haber salido corriendo por la puerta en cualquier momento, si hubiera querido, pero no era tan tonta para hacer semejante cosa. Para empezar, no sabía cómo encontrar el Tatsuyo. Y lo que era aún peor, en cuanto se dieran cuenta de que me había ido, mandarían al Señor Bekku o a quien fuera en mi busca. Unos meses antes había huido una joven criada de la okiya de al lado, y la trajeron de vuelta a la mañana siguiente. Le pegaron tanto durante los días que siguieron y sus gritos eran tan espantosos que a veces tenía que taparme los oídos para no oírlos.

Decidí que no me quedaba más remedio que esperar a que acabara mi periodo de confinamiento. Mientras tanto, puse todas mis energías en encontrar la manera de vengarme de la crueldad de Hatsumono y de la Abuela. De Hatsumono me vengué poniéndole en su crema de la cara los excrementos de paloma que me mandaban limpiar de las losas del patio. La crema, como ya he dicho, contenía un ungüento hecho con excrementos de ruiseñor; así que lo más seguro es que no le hiciera daño alguno, pero a mí me produjo una profunda satisfacción hacerlo. De la Abuela me vengué frotando su camisón por dentro con el trapo de limpiar el retrete; y me agradó profundamente verla olisquearlo asombrada, sin llegar a quitárselo. No tardé en darme cuenta de que la cocinera había decidido por su cuenta castigarme también por lo del kimono, reduciendo drásticamente mis dos raciones mensuales de pescado seco. No sabía cómo vengarme de ella, hasta que un día la vi persiguiendo un ratón por el pasillo con un mazo en la mano. Resultó que odiaba a los ratones más que los gatos. Así que recogí excrementos de ratón de debajo de la casa principal y los esparcí por la cocina. Incluso un día hice un agujerito con un palillo en uno de los sacos de arroz, de modo que tuviera que vaciar todas las alacenas para ver si había ratones.

Una noche que estaba esperando que regresara Hatsumono, oí sonar el teléfono, y al cabo de un momento Yoko salió y subió las escaleras. Cuando bajó, llevaba en la mano el shamisen de Hatsumono, desmontado en su estuche de laca.

– Tienes que llevar esto a la Casa de Té Mizuki -me dijo-. Hatsumono ha perdido una apuesta y tiene que tocar una canción en el shamisen. No sé lo que le pasa, pero no quiere utilizar el que le ofrecen. Supongo que es sólo una maniobra para retrasar el momento, porque hace años que no toca.

Al parecer, Yoko no sabía que yo estaba confinada en la okiya, lo que no era de extrañar, por otro lado. Apenas se le permitía salir del cuarto de las criadas no fuera a ser que perdiera alguna llamada importante, y no participaba en la vida de la okiya. Tomé el shamisen mientras ella se ponía el abrigo para irse. Y después de que me explicara dónde encontrar La Casa de Té Mizuki, me puse los zapatos, muy nerviosa de que alguien pudiera detenerme ahora. Las criadas -incluso las tres mayores- y Calabaza estaban todas dormidas, y Yoko se habría ido en cuestión de minutos. Me pareció que por fin se me había presentado la oportunidad de encontrar a mi hermana.

Oí un trueno, y el aire olía a lluvia. Así que me apresuré por la calle, pasando grupos de hombres y geishas. Algunos me miraban extrañados, porque por aquel entonces todavía había en Gion hombres y mujeres que se ganaban la vida como transportadores de shamisen. Solían ser mayores; y nunca había habido ningún niño entre ellos. No me habría sorprendido que algunos de los que pasé hubieran pensado que había robado el shamisen y estaba huyendo.

Cuando llegué a la Casa de Té Mizuki, empezaba a llover; pero la entrada era tan elegante que me asustaba poner un pie allí. Las paredes detrás de la pequeña cortina colgada en el umbral tenían un suave tono anaranjado y estaban rematadas en madera oscura. Un brillante caminito de piedras conducía a un gran jarrón que contenía un adorno de retorcidas ramas de arce con todas sus hojas otoñales, de un rojo brillante. Finalmente me armé de valor y entré rozando la pequeña cortina. Junto al jarrón, se abría a un lado un espacioso portal, con un suelo de granito. Recuerdo que me sorprendió que todo lo que estaba viendo no fuera ni siquiera el vestíbulo de la casa de té, sino sólo el camino que conducía hasta éste. Era de una delicadeza exquisita -y desde luego tenía que serlo, pues, aunque no lo supiera entonces, estaba entrando en una de las casas de té más exclusivas de todo Japón-. Y una casa de té no es precisamente un lugar donde se toma té; es el lugar adonde van los hombres a divertirse con las geishas.

No bien puse un pie en el portal, se abrió ante mí una puerta corredera. Una joven camarera arrodillada en un suelo elevado me miró desde arriba; debía de haber oído mis zapatos de madera en la piedra. Iba vestida con un bonito kimono azul marino con un sencillo estampado en tonos grises. Un año antes la hubiera tomado por la joven dueña de un lugar tan lujoso, pero tras nueve meses en Gion, me di cuenta enseguida que su kimono -aunque más bonito que cualquier prenda de Yoroido- era demasiado sencillo para una geisha o para la dueña de una casa de té. Y, por supuesto, su peinado era también muy simple. De todos modos era mucho más elegante que yo, y me miró con desprecio.

– Vete por detrás -dijo.

– Hatsumono ha pedido que…

– ¡Que vayas por detrás! -repitió, y volvió a cerrar la puerta sin esperar mi respuesta.

Ahora llovía con más fuerza, de modo que me fui corriendo, más que andando, por el estrecho callejón que corría a un lado de la casa. La puerta trasera se abrió conforme yo llegaba, y la misma camarera me esperaba allí arrodillada. No dijo nada, limitándose a tomar el shamisen de mis manos.

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