Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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Memorias De Una Geisha: краткое содержание, описание и аннотация

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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– ¿Entraría conmigo un momento, consejero? -le pregunté.

Pareció no saber qué hacer, pero cuando yo tomé el camino que rodeaba el edificio, me siguió andando pesadamente. Subí los escalones de piedra y abrí la puerta para que entrara. Vaciló un momento antes de entrar. Sí había frecuentado Gion, debía de saber qué me proponía yo -porque una geisha que convence a un hombre para ir con ella a un lugar solitario pone en juego su reputación, y una geisha de alto nivel nunca haría tal cosa por casualidad-. El consejero se quedó parado en la zona iluminada por la puerta abierta, como un hombre esperando el autobús. Me temblaban tanto las manos cuando cerré el abanico y me lo remetí bajo el obi que no estaba segura de que pudiera llevar a término mi plan. El simple hecho de cerrar la puerta me dejó sin fuerzas; luego nos quedamos los dos inmóviles bajo la tétrica luz que se filtraba por el tejado. El consejero parecía inerte, señalando con la cara un montón de esteras de paja apiladas en una esquina del escenario.

– Consejero… -dije.

Había mucho eco, y tuve que bajar la voz.

– Me han dicho que tuvo una conversación sobre mí con la propietaria de la Casa de Té Ichiriki. ¿Estoy en lo cierto?

Tomó aliento, como para hablar, pero no dijo nada.

– Consejero -dije-, me gustaría contarle la historia de una geisha llamada Kazuyo. Ya no vive en Gion, pero la conocí bien durante algún tiempo. Un hombre importante, como usted, consejero, conoció a Kazuyo una noche y disfrutó tanto de su compañía que desde entonces volvió todas las noches a Gion a verla. Pasados unos meses, se ofreció para ser su danna, pero la dueña de la casa de té se disculpó y dijo que no era posible. El hombre se quedó muy decepcionado. Pero una tarde Kazuyo se lo llevó a un lugar donde podían estar solos, un lugar muy parecido a este teatro vacío, y le explicó que…, aunque no pudiera ser su danna…

No bien había pronunciado estas palabras, la cara del consejero se iluminó como un valle cuando las nubes, en su carrera, dejan pasar unos rápidos rayos de sol. Avanzó torpemente hacia donde yo estaba. El corazón empezó a latirme desesperadamente en los oídos. No pude evitar volverme y cerrar los ojos. Cuando volví a abrirlos, tenía al consejero tan cerca que casi nos tocábamos, y entonces dejé que apretara su cara sudorosa y carnosa contra mi mejilla. Lentamente fue pegando su cuerpo al mío hasta que estuvimos abrazados. Me tomó por los brazos, probablemente para acostarme sobre las tablas, pero yo lo detuve.

– El escenario está demasiado sucio -le dije-. Acerquemos una de esas esteras del montón.

– Acostémonos allí -dijo el consejero.

Si nos hubiéramos echado sobre el montón de esteras, Nobu no nos habría visto inmediatamente al abrir la puerta.

– No. Ahí no -dije yo-. Por favor traiga aquí una de esas esteras.

El consejero hizo lo que le decía, y luego se quedó inmóvil, mirándome, con los brazos a lo largo del cuerpo. Hasta ese momento había medio imaginado que algo nos detendría; pero entonces me di cuenta de que no iba a ser así. El tiempo pareció ralentizarse. Me pareció que los pies que se deslizaban fuera de los zori lacados que llevaba puestos no eran los míos.

Casi al instante, el consejero se descalzó y me abrazó, intentando desatarme el nudo del obi. No sabía qué estaría pensando él, pero yo no estaba dispuesta a quitarme el kimono. Eché los brazos atrás para impedírselo. Cuando me había vestido aquella mañana, todavía no estaba del todo decidida, pero a fin de estar preparada por si acaso, me había puesto una enagua gris que no me gustaba mucho, pensando que tal vez se manchara antes de que terminara el día, y un kimono lavanda y azul de gasa de seda con un duradero obi plateado. Y en cuanto a mi ropa interior, había decidido acortar un poco el koshimaki, el «envoltorio de las caderas», envolviéndomelo en la cintura, de modo que si después de todo decidiera seducir al consejero, éste no tuviera problemas para desatarlo. Me miró confuso cuando intenté desenlazarme. Creo que creyó que lo estaba deteniendo, y me miró aliviado cuando me eché en la estera. No era un tatami, sino una simple estera de paja y sentía debajo de mí las duras tablas del suelo. Doblé un lado del kimono y de la enagua con una mano, subiéndomelo hasta la rodilla. El consejero estaba todavía totalmente vestido, pero se echó sobre mí al instante; el nudo del obi se me clavaba en la espalda de tal forma que tuve elevar un poco una cadera para estar más cómoda. Giré la cabeza, pues iba peinada con un tsubushi shimada, que es un tipo de moño con bucles recogido atrás, y se habría echado a perder si me hubiera dejado caer sobre él. Era una postura de lo más incómoda, pero la incomodidad no era nada comparada con la ansiedad y el desasosiego que sentía. De pronto me puse a pensar si había estado en mis cabales cuando había decidido meterme en aquel lío. El consejero alzó una mano y la metió por la apertura de mi kimono, arañándome en los muslos. Sin pensar en lo que estaba haciendo, puse las manos en sus hombros para alejarlo de mí, pero en ese momento me imaginé de amante de Nobu y la vida sin esperanza que tendría que vivir, y entonces las quité y las dejé caer en la estera de nuevo. Los dedos del consejero subían por mi entrepierna; era imposible no sentirlos. Intenté distraerme mirando a la puerta. Con un poco de suerte se abriría entonces, antes de que el consejero llegara más lejos; pero en ese momento oí tintinear la hebilla de su cinturón y el sonido de una cremallera, y un segundo después forcejeaba dentro de mí. Me pareció volver a los quince años, pues, de alguna manera, la sensación me recordó al Doctor Cangrejo. Incluso me oí lloriquear. El consejero se sostenía sobre los codos, con la cara encima de mí. Sólo podía verlo por el rabillo del ojo, pero así de tan cerca, apuntándome con su sobresaliente mandíbula, parecía más un animal que un ser humano. Y eso no era lo peor; lo peor era que al sacar la mandíbula, el labio inferior del consejero se convertía en un recipiente en el que se iba acumulando su saliva. No sé si se debía a las tripas de calamar que había comido, pero tenía una espesa saliva grisácea, que me recordó a los residuos que quedan en la tabla cuando se limpia el pescado.

Al vestirme aquella mañana, me había metido varios trozos de un tipo de papel de arroz muy absorbente por detrás del obi. No esperaba necesitarlos hasta más tarde, cuando el consejero quisiera limpiarse, si yo decidía dejarlo llegar hasta el final, claro está. Pero parecía que iba a necesitarlos mucho antes, para limpiarme yo la saliva que me estaba cayendo en la cara. Pero como se había echado prácticamente con todo su peso sobre mis caderas, me resultaba imposible meter la mano por debajo de mí. Al intentarlo, jadeé un poco, lo que el consejero tomó por gemidos de excitación, o, en cualquier caso, de pronto se movió con más energía, y la saliva acumulada en su boca se agitó con tal violencia que no podía creer que no empezara a chorrear formando un auténtico reguero sobre mí. Lo único que podía hacer era cerrar los ojos con fuerza y esperar. Me dieron náuseas, como si estuviera tirada en el fondo de una barca sacudida por las olas y me estuviera golpeando repetidamente la cabeza contra las maderas. Entonces, súbitamente, el consejero emitió un gruñido y se quedó muy quieto unos instantes, al mismo tiempo que sentí su saliva corriéndome por la mejilla.

Volví a intentar sacar el papel de arroz de debajo de mí, pero ahora el consejero se había colapsado sobre todo mi cuerpo, jadeando pesadamente, como si acabara de terminar una carrera. Estaba a punto de empujarlo para alejarlo de mí, cuando oí ruidos fuera. Me parecía que el inmenso asco que sentía había ahogado todo lo demás. Pero entonces, al acordarme de Nobu, volví a sentir los latidos de mi corazón. Volví a oír otro ruido fuera; era alguien subiendo los escalones de piedra. El consejero no parecía consciente de lo que estaba a punto de suceder. Alzó la cabeza y señaló hacia la puerta sin mucho interés, como si esperara ver un pájaro o algo por el estilo. Y entonces la puerta se abrió con un crujido, y nos deslumbre la luz del sol. Entrecerré los ojos, pero distinguí dos figuras. Allí estaba Calabaza, que había venido al teatro como se lo había pedido. Pero el hombre que nos miraba a su lado no era Nobu en absoluto. No podía imaginar por qué había hecho tal cosa, pero Calabaza había traído con ella al Presidente.

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