Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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Subiendo la colina de regreso a la hospedería, me quedé atrás secándome con un pañuelo el sudor que me cubría la cara. Hacía mucho calor en aquel camino, pues el sol de la tarde nos daba de frente. Yo no era la única que sudaba. Pero Nobu retrocedió para preguntarme si estaba bien. No pude contestarle, pero confié en que pensaría que mi silencio se debía al esfuerzo de subir aquella empinada cuesta.

– No parece que estés disfrutando mucho el fin de semana, Sayuri. Tal vez no deberías haber venido.

– Pero entonces, ¿cuándo habría visto esta isla tan hermosa?

– Seguro que es lo más lejos que has estado nunca de casa. Estamos a la misma distancia de Kioto que de Hokkaido.

Los otros ya habían doblado la curva. Sobre el hombro de Nobu veía los tejados de la hospedería sobresaliendo entre el follaje. Quería responderle, pero empezó a consumirme el mismo pensamiento que me había perturbado en el avión: que Nobu no me entendía en absoluto. Kioto no era mi casa o, por lo menos, no lo era en el sentido que le daba Nobu al término; no era el lugar en el que había nacido y crecido, el lugar del que nunca me había alejado. Y en ese momento, mirándolo bajo aquel sol ardiente, me decidí a hacer aquello que tanto temía. Traicionaría a Nobu, por mucho que me estuviera mirando con todo afecto. Me guardé el pañuelo con mano temblorosa; y seguimos subiendo la cuesta en silencio.

Cuando llegamos a la habitación, el Presidente y Mameha ya habían ocupado sus puestos en la mesa para empezar un partida de go contra el director del banco, con Shizue y su hijo de mirones. Las puertas de cristal de la pared opuestas estaban abiertas; y el consejero estaba fuera, apoyado en la barandilla de la pasarela, pelando un trozo de caña de azúcar que se había traído del paseo. Yo estaba aterrada de que Nobu se empeñara en hablar conmigo, y yo no pudiera escaparme; pero fue directamente a la mesa donde estaban jugando y se puso a hablar con Mameha. Todavía no sabía cómo iba a hacer para llevarme conmigo al teatro al consejero y todavía menos cómo iba a conseguir que Nobu nos encontrara allí. Tal vez Calabaza podría dar una vuelta con él, si yo se lo pedía. Sabía que no le podía pedir a Mameha una cosa así; pero Calabaza y yo habíamos pasado muchas cosas juntas de niñas, y aunque yo no diría, como la Tía, que era una bruta, sí que era cierto que no tenía una personalidad muy refinada y mi plan no la horrorizaría tanto. Tendría que decirle explícitamente que trajera a Nobu al teatro; no nos encontrarían allí por casualidad.

Me arrodillé y me quedé un rato quieta, contemplando las hojas iluminadas por el sol y deseando poder apreciar aquella hermosa tarde tropical. No dejaba de preguntarme si aquel plan no sería una locura; pero por muchos recelos que tuviera, no eran suficientes ni lo bastante fuertes para detenerme en mi camino. Nada podría suceder hasta que no consiguiera llevarme aparte al consejero, pero no podía hacerlo sin llamar la atención, y eso era lo último que debía hacer. El había pedido que le trajeran algo de comer, y estaba sentado con las piernas alrededor de una bandeja, bebiendo cerveza y echándose a la boca con los palillos pegotes de tripa de calamar salada. Puede que la idea de comer tripa de calamar parezca repugnante a mucha gente, pero es un plato que se sirve en todos los bares y restaurantes de Japón. Era una de las comidas favoritas de mi padre, pero yo nunca los he tragado. Incluso me repugnaba vérselos comer al consejero.

– Consejero -le dije en voz baja-, ¿quiere que le encuentre algo más apetecible?

– No -me respondió-. No tengo mucha hambre -confieso que me quedé un rato preguntándome qué hacía comiendo aquel hombre si no tenía ganas. Para entonces, Mameha y Nobu habían salido por la puerta de atrás charlando, y todos los demás, incluida Calabaza, estaban alrededor del tablero de go. Al parecer, el Presidente acababa de cometer un error, y todos se reían. Me pareció que había llegado mi oportunidad.

– Si está comiendo para matar el aburrimiento, consejero -le dije-, ¿por qué no exploramos un poco los alrededores de la hospedería? Deseo hacerlo desde que llegamos, pero todavía no hemos tenido tiempo.

No esperé que me respondiera, y me puse en pie y me alejé de la habitación. Sentí un gran alivio cuando un momento después se reunió conmigo en el pasillo. Caminamos en silencio por el pasillo hasta que llegamos a un recodo desde donde pude ver que no venía nadie en ninguna dirección. Me detuve.

– Consejero, perdone -dije-, pero… ¿por qué no volvemos a bajar al pueblo juntos?

Me miró confuso.

– Nos queda una hora de luz más o menos -continué-, y me gustaría volver a ver algo que me gustó mucho.

Después de un largo silencio, el consejero dijo:

– Tendré que ir al servicio primero.

– Ya, no pasa nada -le contesté-. Vaya al servicio; y cuando acabe, espéreme aquí y nos iremos a dar un paseo juntos. No se vaya hasta que yo no venga a buscarlo.

El consejero pareció convencido y siguió avanzando por el pasillo. Yo regresé a la habitación. Estaba tan aturdida -no podía creerme que estuviera llevando a cabo mi plan- que cuando puse la mano en la puerta para abrirla, mis dedos no sentían lo que tocaban.

Calabaza ya no estaba alrededor de la mesa. Buscaba algo en su baúl. Cuando intenté hablarle, no me salían las palabras. Tuve que aclararme la garganta y volver a intentarlo.

– Perdóname, Calabaza -dije-. Sólo te entretendré un momento.

No pareció gustarle dejar de hacer lo que estaba haciendo, pero dejó el baúl abierto y en desorden y me siguió al pasillo. La llevé a cierta distancia y luego me volví y le dije:

– Calabaza, necesito pedirte un favor.

Esperaba que me dijera que estaba encantada de poderme ayudar, pero se limitó a no quitarme ojo.

– Espero que no te importe que te pida…

– Pide -dijo.

– El consejero y yo vamos a dar una vuelta. Le voy a llevar al teatro en el que hemos estado esta tarde y…

– ¿Para qué?

– Para estar solos.

– ¿Con el consejero? -me preguntó, incrédula.

– Te lo explicaré en otro momento, pero esto es lo que quiero que hagas. Quiero que lleves allí a Nobu y… Calabaza, tal vez esto te suene muy extraño, pero quiero que nos descubráis.

– ¿Qué quieres decir con que «nos descubráis»?

– Quiero que encuentres la manera de llevar allí a Nobu y de hacerle abrir la puerta trasera que abrió él mismo antes, de modo que nos encuentre allí.

Mientras le explicaba esto, Calabaza había reparado en que el consejero me estaba esperando en otra pasarela, medio oculto entre el follaje. Entonces me miró:

– ¿Qué estás tramando, Sayuri?

– No te lo puedo explicar ahora. Pero es muy importante para mí, Calabaza. Todo mi futuro está en tus manos, realmente. Asegúrate que vais solos tú y Nobu, sobre todo que no va el Presidente, por lo que más quieras, ni cualquier otro. Te lo pagaré como tú me digas.

Se me quedó mirando.

– ¿Así que otra vez ha llegado el momento de pedirle un favor a Calabaza, no? -no sabía qué quería decir con esto, pero se fue sin explicármelo.

No estaba segura de si Calabaza había decidido ayudarme o no. Pero lo único que podía hacer ya era ir al médico a que me pusiera la inyección, por decirlo de algún modo, y esperar que aparecieran ella y Nobu. Me reuní con el consejero y emprendimos camino colina abajo.

Cuando giramos en la curva y dejamos atrás la hospedería, recordé el día que Mameha me cortó en la pierna y me llevó a conocer al Doctor Cangrejo. Aquella tarde había tenido la sensación de que corría un peligro que no podía ver claramente, y entonces bajando la colina sentía algo muy parecido. El sol de la tarde me abrasaba la cara como un hibachi; y cuando miré al consejero, vi que el sudor le corría por las sienes hasta el cuello. Si todo salía bien, en un rato estaría apretando contra mí ese cuello… y ante esta idea, saqué el abanico que llevaba remetido en el obi y me estuve abanicando y abanicándolo a él hasta que me dolía la mano. Mientras tanto, mantuve viva la conversación, hasta que llegamos al edificio del teatro, con su tejado de paja. El consejero parecía desconcertado. Se aclaró la garganta y miró al cielo.

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