Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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Capítulo treinta y cuatro

Apenas recuerdo nada después de que se abriera aquella puerta, pues se me debió de helar la sangre en el cuerpo y me quedé petrificada. Sé que el consejero se levantó, o tal vez, yo lo empujé. Recuerdo que me eché a llorar y le pregunté si él había visto lo mismo que yo, si realmente había sido el Presidente el hombre que habíamos visto parado en el umbral. No había podido distinguir la expresión del Presidente, pues el sol de la tarde le iluminaba desde atrás, pero cuando la puerta volvió a cerrarse, me empecé a imaginar que había visto reflejada en su cara la misma conmoción que sentía yo. No sabía realmente si él había sentido conmoción alguna -y de hecho lo dudaba-. Pero cuando sufrimos por algo, incluso los árboles en flor nos parecen cargados con el peso del dolor. Y después de ver allí al Presidente, creo que hubiera encontrado mi pena reflejada en cualquier cosa.

Si se tiene en cuenta que había llevado al consejero a aquel teatro vacío con el objetivo claro de ponerme en peligro -para que el cuchillo cayera de golpe en la tabla de picar, por así decirlo- estoy segura de que se entenderá que en medio de toda la preocupación y el miedo y el asco que me invadían, también era presa de cierta excitación. En el instante anterior a que se abriera la puerta, tuve la sensación de que mi vida se expandía como un río cuyas aguas empiezan a subir, pues nunca en mi vida había dado un paso tan drástico para alterar el curso de mi futuro. Era como un niño que avanza de puntillas a lo largo de un precipicio sobre el mar. Y, sin embargo, no me había imaginado que pudiera venir una gran ola y arrastrarme con todo lo demás.

Cuando el caos de mis sentimientos empezó a calmarse, y poco a poco fui recobrando conciencia de mí misma, Mameha estaba arrodillada a mi lado. Me sorprendió no encontrarme en el teatro, sino en la hospedería, acostada en el tatami de una pequeña habitación en penumbra. No recuerdo cómo salí del teatro, pero debí de hacerlo de algún modo u otro. Posteriormente Mameha me contó que había ido a pedirle al propietario de la hospedería un lugar para descansar sola; él se dio cuenta de que yo no debía de encontrarme bien y fue a buscar a Mameha enseguida.

Afortunadamente, Mameha quiso creer que yo estaba realmente enferma, y me dejó allí. Más tarde, cuando me dirigí al cuarto común, aturdida y terriblemente asustada, vi salir a la pasarela cubierta, justo delante de mí, a Calabaza. Se paró al verme; pero en lugar de apresurarse a pedir disculpas, como yo había esperado que hiciera, se volvió poco a poco hacia mí, como una culebra que acaba de descubrir un ratón.

Calabaza -le dije-, te pedí que trajeras a Nobu, no al Presidente. No entiendo…

– Sí, Sayuri, debe de resultarte difícil entender cuando las cosas no te salen a la perfección.

– ¿A la perfección? No podría haber sucedido nada peor. ¿No entendiste lo que te dije?

– ¡De verdad crees que soy tonta, Sayuri!

Sus palabras me desconcertaron, y me quedé en silencio.

– Creí que eras amiga mía -dije por fin.

– Yo también creí en cierta ocasión que tú eras mi amiga. Pero hace mucho tiempo de eso.

– Hablas como si yo te hubiera hecho daño, Calabaza, pero…

– ¡Oh, no! ¡Tú nunca harías nada así! ¡La perfecta Señorita Nitta Sayuri! Supongo que no tiene ninguna importancia que me quitaras el sitio como hija de la okiya. ¿Te acuerdas de eso, Sayuri? Después de que te ayudé con aquella historia del doctor… como se llame. ¡Después de arriesgarme a que Hatsumono se pusiera furiosa conmigo por haberte ayudado! Entonces vas y lo vuelves todo y me quitas lo que me correspondía. Llevo todos estos meses preguntándome por qué me llevaste a aquella pequeña recepción con el consejero. Siento que esta vez no hayas podido aprovecharte de mí…

– Pero Calabaza -le interrumpí-, ¿por qué no te negaste a ayudarme? ¿Por qué tenías que venir con el Presidente?

Se irguió.

– Sé muy bien lo que sientes por él -me contestó-. Cuando nadie te ve, te quedas prendida mirándolo.

Estaba tan enfadada que se mordió el labio; vi que tenía los dientes manchados de carmín. Entonces caí en la cuenta de que se había propuesto hacerme el mayor daño posible.

– Hace tiempo me quitaste algo, Sayuri. ¿Entiendes ahora cómo se siente una? -dijo-. Le temblaban las aletas de la nariz y su cara ardía de rabia, como una rama en la hoguera. Era como si el espíritu de Hatsumono hubiera vivido atrapado dentro de ella durante todos aquellos años y ahora se hubiera liberado.

No recuerdo nada del resto de la velada, salvo una confusión de acontecimientos y mi temor de lo que me aguardaba. Mientras los otros bebían y reían, yo sólo podía fingir que me reía. Debí de pasar toda la noche ruborizada, pues Mameha me ponía de vez en cuando la mano en la frente para ver si tenía fiebre. Me senté lo más alejada que pude del Presidente, de modo que nuestras miradas no llegaran a cruzarse en ningún momento; y logré pasar toda la velada sin tener que hacerle frente. Pero cuando nos disponíamos para acostarnos, salí al pasillo justo cuando él entraba en la habitación. Tendría que haberle dejado pasar, pero estaba tan avergonzada que le hice una breve inclinación y salí corriendo, sin molestarme siquiera en ocultar lo desgraciada que me sentía.

Fue una noche atormentada, y sólo recuerdo una cosa más. En un momento dado, cuando todos dormían, salí aturdida de la hospedería y terminé en los acantilados, mirando a las tinieblas y oyendo rugir las aguas bajo mí. El estrépito del océano era como una amargo lamento. Me parecía ver bajo todas las cosas una sombra de crueldad que hasta entonces no sabía que existiera, como si los árboles y el viento e incluso las rocas en las que me encontraba se hubieran aliado con la enemiga de mis años de niñez y juventud. Me parecía que el viento aullaba y los árboles se mecían para burlarse de mí. ¿Podría ser cierto que el curso de mi vida hubiera quedado decidido para siempre? Me saqué el pañuelo del Presidente, que llevaba metido bajo la manga, pues lo había guardado conmigo aquella noche para consolarme por última vez. Me sequé las lágrimas con él y lo agité al viento. Estaba a punto de dejarlo volar en la oscuridad de la noche, cuando pensé en las pequeñas tablillas mortuorias que años antes me había enviado el Señor Tanaka. Hemos de guardar siempre algo que nos recuerde a aquellos que nos han dejado. Las tablillas mortuorias que guardaba en la okiya era todo lo que me quedaba de mi infancia. El pañuelo del Presidente sería lo que me quedaría del resto de mi vida.

Los primeros días tras nuestro regreso a Kioto, me dejé arrastrar por una frenética corriente de actividad. No tenía más remedio que maquillarme y asistir a las compromisos que tenía en las casas de té, como si nada hubiera cambiado en el mundo. Me recordaba constantemente a mí misma lo que Mameha me había dicho en una ocasión: que el trabajo era lo mejor para superar las decepciones; pero mi trabajo no parecía ayudarme en ese sentido. Cada vez que entraba en la Casa de Té Ichiriki, recordaba que estaba al caer el día que Nobu me mandara llamar para decirme que por fin había quedado sellado el trato. Teniendo en cuenta lo ocupado que había estado durante los meses pasados, esperaba no tener noticias suyas en un tiempo prudencial, una o dos semanas, tal vez. Pero el miércoles por la mañana, tres días después de volver de Amami, me dieron el recado de que la Compañía Iwamura había telefoneado a la Casa de Té Ichiriki solicitando mi presencia esa tarde.

Me vestí con un kimono amarillo de gasa de seda y una enagua verde con un obi azul oscuro con hilos dorados. La Tía me tranquilizó diciéndome que estaba muy bonita, pero cuando me miré al espejo, vi a una mujer derrotada. Ciertamente, en el pasado también había habido momentos en los que no me había agradado nada mi aspecto cuando salía de la okiya; pero por lo general encontraba algo a lo que agarrarme en el curso de la velada. Por ejemplo, cierta enagua anaranjada siempre realzaba el azul de mis ojos en lugar del gris, por cansada que estuviera. Pero esa tarde tenía las mejillas especialmente hundidas -aunque me había maquillado a la occidental, como solía en los últimos años- e incluso me parecía que tenía el peinado torcido. Lo único que se me ocurría para disimular mi abatimiento, era decirle al Señor Bekku que me atara el obi un dedo más alto.

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