Entonces se me vino a la mente una imagen que me espantó: me vi cortando el vínculo del destino que me unía a Nobu y observando cómo éste caía al océano bajo nosotros.
No se trataba de una simple idea o de una especie de ensoñación. Lo que quiero decir es que de pronto vi la forma de hacerlo. Por supuesto, no tenía intención de tirar a Nobu al océano, pero sí que comprendí claramente, como si de pronto se hubiera abierto una ventana frente a mí, que era la única cosa que podía hacer para acabar mi relación con él para siempre. No quería perder su amistad; pero en mis esfuerzos por llegar al Presidente, Nobu era un obstáculo insalvable. Sin embargo, podría hacer que se consumiera en las llamas de su propia ira. El mismo Nobu me había dicho cómo hacerlo unas semanas antes, la noche que se cortó la mano en la Casa de Té Ichiriki. Si yo era el tipo de mujer que se entregaría al consejero del ministro, me dijo, quería que saliera de la habitación inmediatamente y que no volviera a hablarle.
Pensando estas cosas me sentí como si me estuviera subiendo la fiebre. De pronto estaba bañada en sudor. Menos mal que Mameha seguía dormida a mi lado, pues se habría preguntado qué me pasaba al verme jadear y llevarme la mano a la frente. ¿Podría realmente yo hacer semejante cosa? No me refiero a seducir al consejero; eso sabía que podía hacerlo sin problemas. Sería como ir al médico a que te pusieran una inyección. Miraría hacia otro lado, y enseguida habría pasado. Pero ¿podría hacerle algo así a Nobu? Qué forma tan espantosa de corresponder a todas sus gentilezas. Comparado con los tipos de hombre que la mayoría de las geishas han de soportar a lo largo de los años, probablemente Nobu era un danna bastante deseable. Pero ¿podría yo soportar una vida en la que mis esperanzas se hubieran apagado para siempre? Llevaba semanas tratando de convencerme a mí misma de que podría vivir así; pero ¿podría de verdad? Comprendí por qué Hatsumono había llegado a ser tan cruel y Mamita tan mezquina. Incluso Calabaza, que todavía no había cumplido los treinta, hacía años que mostraba una expresión de profunda decepción. A mí me había salvado la esperanza. ¿Cometería ahora un acto tan aborrecible a fin de mantener viva esa esperanza? No se trataba de seducir al consejero del ministro, sino de traicionar a Nobu.
Me pasé el resto del vuelo luchando con estos pensamientos. No me habría podido imaginar nunca a mí misma haciendo este tipo de maquinaciones, pero llegado un momento empecé a imaginar los pasos necesarios para llevar a cabo la jugada, como si estuviera ante un tablero de ajedrez: me llevaría al consejero a un aparte en la hospedería -no, no en la hospedería, en otro lugar-, y pondría los medios de que Nobu nos viera… o ¿no bastaría, tal vez, con que se enterara por alguien? Te puedes imaginar lo cansada que estaba al final del viaje. Todavía se me debía de notar la preocupación en la cara al salir del avión, pues Mameha no paraba de decirme que me tranquilizara que ya habíamos llegado sanas y salvas.
Llegamos a nuestra hospedería como una hora antes de la puesta del sol. Todos admiraron la habitación en la que nos alojaríamos juntos, pero yo estaba tan agitada que sólo pude fingir mi sorpresa. La habitación era tan espaciosa como el salón más grande de la Casa de Té Ichiriki, y estaba amueblada en el más bonito estilo japonés, con tatamis y brillantes maderas. Una de las paredes era toda de cristal, y tras el cristal había unas maravillosas plantas tropicales, algunas de ellas con unas hojas del tamaño de un hombre. Una pasarela cubierta llevaba entre la vegetación hasta la orilla de un torrente.
Cuando el equipaje estuvo organizado, todos quisimos darnos un baño. A fin de tener cierta intimidad, abrimos los biombos que nos había proporcionado la hospedería. Nos pusimos nuestros albornoces de algodón y nos dirigimos por una serie de pasarelas cubiertas, dispuestas entre la densa vegetación, hasta una piscina de aguas termales que estaba en el extremo opuesto de la hospedería. Hombres y mujeres entramos por sitios diferentes; y las zonas de aseo propiamente dicho, forradas de azulejos, estaban separadas por unas mamparas. Pero una vez que nos sumergimos en las oscuras aguas del manantial, más allá de la zona dividida, hombres y mujeres estuvimos juntos en el agua. El director del banco no paraba de hacernos bromas a Mameha y a mí diciéndonos que fuéramos hasta el bosquecillo que bordeaba el manantial y le trajéramos una ramita o un guijarro o algo por el estilo; la broma, por supuesto, era conseguir vernos desnudas. Mientras tanto, su hijo estaba enfrascado hablando con Calabaza; y enseguida comprendimos por qué. Los pechos de Calabaza, que tenían un tamaño considerable, flotaban y salían a la superficie, sin que ésta, cotorreando como solía, llegara a darse cuenta de nada.
Tal vez parezca extraño que nos bañáramos juntos hombres y mujeres y que fuéramos a dormir todos juntos en la misma habitación. Pero, de hecho, con sus mejores clientes, las geishas hacen continuamente este tipo de cosas, o, al menos así era en mis tiempos. Una geisha que valore su reputación nunca dejará que la sorprendan a solas con un hombre que no sea su danna. Pero bañarnos todos juntos, en grupo, con las oscuras aguas cubriendo nuestra desnudez, era otra cosa. Y en cuanto al hecho de dormir todos juntos, en japonés hay incluso una palabra para ello, zakone, que significa literalmente «dormir como los peces». Imagínate un montón de arenques echados juntos en un cesto, pues eso es lo que significa, supongo.
Como digo, bañarse en grupo era una actividad totalmente inocente. Pero eso no significa que a veces alguna mano se perdiera donde no debía, y eso es lo que tenía yo sobre todo en la cabeza mientras me bañaba. Si Nobu hubiera sido un tipo de hombre bromista, se habría acercado a mí y después de charlar un rato, me habría agarrado por la cadera o por…, bueno, por cualquier parte, a decir verdad. Lo siguiente que habría sucedido es que yo habría gritado y Nobu se habría echado a reír, y ahí habría quedado todo. Pero Nobu no era de ese tipo de hombre. Había estado un rato sumergido, charlando con el Presidente, pero ahora estaba sentado en una roca con las piernas metidas en el agua y una toalla alrededor de las caderas. No nos estaba prestando atención, sino que se frotaba el muñón del brazo distraídamente, con la vista perdida en el agua. Ya se había puesto el sol, y empezaba a oscurecer; pero Nobu estaba sentado junto a un luminoso farolillo. Nunca lo había visto así. Las cicatrices del hombro eran peores aún que las de la cara, aunque en el otro hombro tenía una piel lisa y suave como un huevo. ¡Y pensar que estaba considerando la idea de traicionarle! Él sólo podría pensar que lo había hecho por una razón y nunca querría admitir la verdad. La idea de traicionar a Nobu o de destruir el cariño que me tenía se me hacía insoportable. No estaba segura de que pudiera llevar a cabo mi plan.
A la mañana siguiente después de desayunar, dimos todos juntos un paseo por el bosque tropical hasta unos cercanos acantilados, donde el manantial de nuestra hospedería desembocaba en una pintoresca cascada sobre el océano. Nos quedamos un buen rato admirando la vista; y cuando quisimos irnos, no había forma de arrancar de allí al Presidente. El camino de vuelta lo hice al lado de Nobu, que seguía teniendo ese buen humor para mí desconocido en él. Luego recorrimos la isla montados en un camión militar acondicionado con bancos en la parte superior y vimos plátanos y pinas en los árboles, y unos pájaros hermosísimos. Desde la cima de las colinas, el océano era como una manta turquesa llena de arrugas y con algunas manchas azul oscuro.
Esa tarde recorrimos las callejuelas sin pavimentar del pueblecito y encontramos un antiguo edificio de madera que parecía un almacén, con un tejado de paja de dos aguas. Lo rodeamos, y en la parte de atrás Nobu subió unos escalones de piedra y abrió una puerta que había en una esquina del edificio. El sol inundó un polvoriento escenario construido con planchas de madera. Estaba claro que el edificio había sido en tiempos un almacén, pero que había sido reconvertido en el teatro del pueblo. Cuando entré, no me pareció nada del otro mundo. Pero cuando cerramos la puerta al salir y nos dirigimos de nuevo a la calle, empecé a sentirme otra vez febril, pues de pronto tuve una visión de mí misma yaciendo con el consejero sobre aquel suelo agrietado en el momento en que se abría súbitamente la puerta y quedábamos expuestos a la luz del sol. No tendríamos donde ocultarnos; Nobu tendría que vernos por fuerza. En un sentido, era el sitio que había esperado encontrar. Pero, conscientemente, no era en esto en lo que pensaba; de hecho, creo que no estaba pensando en nada, sino que más bien estaba luchando denodadamente por poner en orden mis pensamientos. Me parecía que se derramaban sobre mí como el arroz de un saco roto.
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