– Nada de eso. La Compañía Iwamura ha dispuesto que vayáis en avión.
En ese momento me olvidé de todas mis preocupaciones con respecto a Nobu y me erguí rápidamente, como si alguien me hubiera pinchado con un alfiler.
– ¡Mamita! -exclamé-. ¡Yo no puedo ir en avión!
– Si estás sentada en él cuando despega, no podrás evitarlo -me contestó. Y debió de pensar que había hecho una broma muy divertida, porque soltó una de esas risitas suyas que parecían toses.
Con la escasez de gasolina que había, no habría vuelos, pensé, y decidí no preocuparme. Lo que funcionó bastante bien hasta el día siguiente, en que hablé con la propietaria de la Ichiriki. Al parecer, varios oficiales americanos destacados en Okinawa volaban varios fines de semana al mes a Osaka. Normalmente el avión regresaba vacío y volvía al cabo de unos días a recogerlos. La compañía había dispuesto que nuestro grupo aprovechara los viajes de vuelta. La única razón de ir a Amami era que podíamos conseguir un avión vacío; de no ser así habríamos ido a cualquier estación termal cercana sin tener que temer por nuestras vidas. La dueña de la casa de té terminó sus explicaciones diciéndome:
– Me alegro de no ser yo la que tiene que subir a esa cosa.
El viernes por la mañana partimos hacia Osaka en tren. Además del Señor Bekku, que venía hasta el aeropuerto a ayudarnos con nuestros baúles, el pequeño grupo estaba compuesto por Mameha, Calabaza y yo, más una geisha ya entrada en años llamada Shizue. Shizue era del distrito de Pontocho y además de llevar una gafas muy poco atractivas, tenía el cabello bastante cano, lo que la hacía parecer incluso mayor de lo que era. Y lo peor de todo era que tenía la barbilla partida en dos, como si fueran dos pechos. Shizue parecía vernos como un cedro ve a las hierbas que crecen a su alrededor. En el tren estuvo mayormente mirando por la ventana; pero de vez en cuando abría el broche de su bolsa naranja y roja y sacaba una golosina, que se llevaba a la boca mirándonos como si no pudiera comprender por qué teníamos que molestarla con nuestra presencia.
Desde la estación de Osaka nos dirigimos al aeropuerto en un pequeño autobús, no más grande que un coche, que funcionaba con carbón y estaba muy sucio. Por fin, una hora después, más o menos, nos bajamos al lado de un avión plateado que tenía dos grandes hélices en las alas. No incrementó mi seguridad ver la ruedecilla sobre la que descansaba la cola del aparato, y cuando entramos, el pasillo estaba tan inclinado que no me cupo la menor duda de que aquel avión estaba roto.
Los hombres ya habían embarcado; estaban sentados al fondo y hablaban de negocios. Además del Presidente y Nobu y el consejero del ministro, había un hombre mayor, quien, como pude enterarme más tarde, era el director regional de la Banca Mitsubishi. Sentado a su lado había un hombre de mediana edad con una barbilla muy parecida a la de Shizue y unas gafas tan gruesas como las suyas. Resultó que Shizue era la amante de toda la vida del director del banco, y este hombre era el hijo de ambos.
Nos sentamos en los asientos de delante y dejamos que los hombres continuaran enfrascados en su aburrida conversación. Pronto oí un ruido semejante a una tos y todo el aeroplano se puso a temblar. Cuando miré por la ventanilla, la gran hélice había empezado a moverse. Unos segundos después sus aspas cual sables giraban a toda velocidad a unos centímetros de mi cara, zumbando desesperadamente. Estaba segura de que se desprendería y, rompiendo el lateral del aparato, me partiría por la mitad. Mameha me había puesto en una ventanilla, pensando que la vista me calmaría cuando estuviéramos arriba, pero al ver lo que hacía la hélice se negó a cambiar de asiento conmigo. El ruido de los motores aumentó, y el aeroplano empezó a avanzar dando saltos y girando aquí y allá. Finalmente el ruido llegó al volumen más aterrador que habíamos oído hasta el momento, y el pasillo se equilibró. Unos segundos después, sentimos un golpe sordo y empezamos a elevarnos en el aire. Sólo cuando estábamos ya muy lejos del suelo, alguien me dijo por fin que estábamos a setecientos kilómetros de Amami y que tardaríamos en llegar cuatro horas. Al oír esto, mis ojos se llenaron de lágrimas, y todos se rieron de mí.
Bajé la cortina de la ventanilla e intenté calmarme leyendo una revista. Un ratito después, cuando Mameha se había quedado dormida en el asiento de al lado, levanté la vista y vi a Nobu parado junto a nosotras en el pasillo.
– ¿Te encuentras bien, Sayuri? -me preguntó en voz baja para no despertar a Mameha.
– Creo que Nobu-san nunca me había preguntado algo así -dije-. Debe de estar de muy buen humor para hacerlo.
– El futuro nunca me había parecido más prometedor.
Mameha se rebulló en el asiento al oírnos hablar, así que Nobu no dijo nada más y siguió su camino hacia el servicio. Justo antes de abrir la puerta, miró hacia donde estaban sentados los otros hombres. Durante un momento lo vi desde un ángulo desde el cual no lo había visto casi nunca, y desde ese ángulo mostraba la concentración de una fiera salvaje. Cuando su mirada llegó a mí, pensé que tal vez percibiría que yo estaba tan preocupada con respecto a mi futuro como él se sentía seguro con respecto al suyo. Cuando lo pensaba, parecía muy raro que Nobu me entendiese tan mal. Claro está, por otro lado, que una geisha que espere que su danna la comprenda es como un ratón que esperara compasión por parte de la culebra. Y además, ¿cómo iba a entender Nobu nada de mí si siempre me había conocido de geisha que oculta celosamente su verdadero ser? El Presidente era el único hombre de todos los que yo había acompañado como Sayuri, la geisha, que me había conocido como Chiyo, aunque era extraño verlo así, pues nunca había sido consciente de ello. ¿Qué habría hecho Nobu de haber sido él quien me hubiera encontrado aquel día junto al arroyo Shirakawa? Seguramente habría pasado de largo… ¡y cuánto más fácil habría sido para mí! No me habría dedicado a pensar en él todas las noches. No me habría parado en las perfumerías a oler el aroma del talco sólo para recordar el de su piel. No me habría esforzado en imaginarme su presencia a mi lado en cualquier lugar ficticio. Si me hubieran preguntado por qué hacía todo aquello, habría respondido ¿por qué tienen un sabor tan delicioso los caquis maduros? ¿Por qué huele a humo la madera cuando arde?
Pero allí estaba yo, como una niña pequeña, tratando de cazar ratones con la mano. ¿Por qué no podía dejar de pensar en el Presidente?
Estoy segura de que mi cara delataba esta angustia, así que cuando oí abrirse la puerta del servicio y apagarse la luz, apoyé la cabeza contra el cristal para fingir que dormía, pues no soportaba la idea de que Nobu me viera así. Cuando pasó de largo, volví a abrir los ojos. Sin darme cuenta, al mover la cabeza, había abierto las cortinillas, de modo que estaba mirando fuera por primera vez desde que nos elevamos. Bajo nosotros se extendía la inmensidad azul del océano, moteada con el mismo tono de verde jade de ciertos adornos que a veces llevaba Mameha en el pelo. Nunca me había imaginado el océano con manchas verdes. Desde los acantilados de Yoroido siempre tenía un color de pizarra. Aquí el mar se extendía hasta una línea semejante a un hilo de lana que marcaba el inicio del cielo. La vista no me asustó en absoluto, sino que la encontré de una belleza inefable. Incluso el nebuloso disco de la hélice era bonito a su manera; y el ala plateada estaba decorada con todos esos signos que llevan los aviones americanos. Qué peculiar verlos allí, considerando la situación del mundo cinco años antes. Nos habíamos enfrentado como feroces enemigos; y ahora ¿qué? Habíamos renunciado a nuestro pasado; eso era algo que yo comprendía totalmente, pues yo misma lo había hecho una vez. ¡Ojalá pudiera encontrar ahora la forma de renunciar a mi futuro…!
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