Di una excusa tonta a la imprenta, algo de cambiar alguna página de sitio, y retiré los originales antes de que pudieran pasar por la máquina. Me los llevé a mi casa, entristecido, y los tuve guardados en un cajón hasta que Leo Hernández me los demandó, dos meses más tarde.
Se los entregué una noche de noviembre, en Salesianos, mientras el grupo de Manolo González Piñero bailaba en el escenario. Leo quería seguir a toda costa, conmigo o sin nosotros. Le entregué los originales y el poco dinero que había en caja (hacía unos meses que Juanito me había entregado la cajita de caudales azul), lo que había sobrevivido tras los tapeos en Los Lunares y la compra de algún tebeo.
Leo se llevó la revista, jurando y perjurando que la sacaría adelante él solo. Le deseé suerte, nos dimos la mano, nos dijimos adiós. Busqué en vano por las calles meses más tarde, pero Jaramago seis no llegó a nacer nunca.
Una triquiñuela legal nos permitió por fin hacer uso del voto a quienes aún no habíamos cumplido los veintiún años necesarios hasta entonces. Seis de diciembre. Ya me consideraban un adulto. Me acerqué a la mesa con la papeleta en la mano, mirando a todas partes, el carnet a la vista, ilusionado. Ibamos a votar la Constitución, a marcar el final de una época, o mejor todavía, el amanecer de un principio. Jaramago quedaba atrás, en el pasado, como la legalidad que enterrábamos ese día bajo millones de papeletas blancas. A partir de entonces habría que mirar hacia otro lado, escribir de otra manera, para otro público, en un mundo que era nuevo y partía en tabla rasa, desde cero.
Salí a la calle, saboreando aquel sacramento que siempre me ha sabido a poco cada vez que lo he vivido desde entonces, como un beso robado, como un pecho entrevisto. Bob Dylan cantaba en un transistor desde una ventana abierta. Me subí la cremallera de la cazadora de ante. Times are a-changin´, se escuchaba a lo lejos. Tenía razón. Cambiaban los tiempos. Había que seguir caminando, desde luego. Y de un modo u otro yo tenía que seguir escribiendo.
A MODO DE EPÍLOGO: JARAMAGO 30 AÑOS DESPUÉS
Los personajes de este libro que (espero) han leído ustedes estos días pasados son reales: ni siquiera he recurrido al truco de cambiar sus nombres o alterar sus andanzas. Fueron gente muy importante durante un periodo muy importante para mí, amigos que me marcaron y a los que sin duda también marqué, y a quienes por desgracia ya no veo ni frecuento con la asiduidad de antes. Nos ha separado la vida.
Creo que en El anillo en el agua pueden haber encontrado mi media docena de lectores muchas claves de mi forma de escribir, de mi manera de entender la literatura, y quizá a a partir de ahora puedan compartir mi desazón cuando, al calificarme, se me tilda de "escritor de ciencia ficción" o "escritor de fantástico", cuando mis raíces no vienen de ahí. O no vienen sólo de ahí, justo es considerarlo. Cuando el handicap que se achaca a lo que escribo es que está bien escrito (sí, en esas andamos), y cuando cualquier intento de hacer prosa sonora se resuelve con "tiene un estilo barroco", yo siempre me remito a la memoria de estos años. Aunque mis escarceos con la poesía siempre fueron escasos, justo es reconocer que aprendí mucho de mis amigos los poetas, esa cosa inefable llamada la música de las palabras.
Se preguntarán ustedes, quizá, qué ha sido de la alegre tropa que formó parte del Colectivo Jaramago, y en la medida que me pueda la prudencia, les contaré algún detalle o algún secreto.
Juan José Téllez se marchó a Algeciras, donde se casó, tuvo un hijo llamado Daniel que también es periodista y sigue sus pasos, y donde se divorció años más tarde, para sorpresa de todos cuanto amábamos la santa paciencia y la admiración que hacia él profesaba Ursulita. Digo que Dani, el hijo de Téllez (a quien sólo he visto una vez en la vida, cuando era muy niño) es también periodista porque Juan José consiguió serlo. Y todavía lo es. Sin haber abandonado la poesía, tras haberse adentrado en el relato y el libro de ensayos, su voz es una voz importante no sólo dentro de las letras andaluzas, sino del periodismo. Fue durante unos años director de Europa Sur, redactor de Diario de Cádiz, es habitual en tertulias mañaneras en las teles nacionales, hace sus pinitos como director de un programa sobre emigración en Canal Sur y ahora escribe en La Voz de Cádiz un par de columnas de opinión todas las semanas. Sé que se va a molestar si digo esto, pero del colectivo Jaramago él es quien ha "triunfado".
Juanito Mateos estudió empresariales, pero no llegó a terminar la carrera (tampoco Téllez terminó historia, y aunque es un periodista de raza, estudió en la calle su envidiado oficio). Creó un par de academias de estudios, ganó dinero y lo malgastó, se metió el líos, trabajó un par de años en un hotel de Cuba (donde dice que Fidel Castro lo felicitó por lo bien que coordinó la reacción a un huracán), volvió y se metió en nuevos líos, trabajó de contable en un ayuntamiento cercano, y aunque se hizo la picha un lío y acabó por clasificar a sus amigos en dos tipos, a y b, fue mejor para todos perdernos la pista. Sé que andaba por Mallorca. Pese a todo, todavía lo queremos. Gran parte de las anécdotas de Detective sin licencia están inspiradas en sus peripecias.
Miguel Martínez terminó magisterio, hizo psicología, trabajó brevemente en un colegio y ahora está en un gabinete psicopedagógico. Fue, de todos nosotros, quien más tardó en abandonar su soltería, algo que nos tenía encandilados a los demás. Sigue siendo un chico de aspecto formal que ahora usa lentes de contacto, ha tenido algún problema de gota, acumula cientos de maquetas de naves espaciales y alienígenas aunque sabe que no tendrá tiempo material en su vida de montarlas todas, y ha corrido aventuras variopintas que he contado en algún cuento y ese mismo Detective sin licencia , donde aparece con el nombre de Juan Miguel Sombra. Entre otras cosas porque, desde hace tiempo, lo llamamos "Miguel el oscuro" (también nuestro amigo Angel Olivera, meses posterior a la crónica de El anillo en el agua lo ha utilizado en algún relato con el nombre de doctor Darkmichael: es una mina, Miguel). En los últimos tiempos ha descubierto e-bay y dice que se está arruinando comprando chorraditas. La última, hace un par de días, cuando a la cena de Navidad de casa trajo un casco de pvc de los stormtroopers de Star Wars, una cucada que a mí por cierto no me cabía en el molondro.
Fernando Santiago fue concejal por Izquierda Unida en el ayuntamiento de Cádiz (y yo hasta le voté un par de veces). Tiene una columna semanal en Diario de Cádiz donde suele arremeter, no sé por qué, contra mi colegio, como si los que trabajamos en él no fuéramos tan obreros como los que lo hacen en el colegio públio de enfrente. Es el presidente, creo, de la Asociación de la Prensa gaditana. Treinta años más tarde, sigue hablando con acento madrileño.
Jomán Ales sigue apilando tebeos y más tebeos en sus casas (tuvo que comprar un segundo piso sobre el suyo para meter tanto papel de colorines). Dice que ya no escribe, aunque no me lo creo. Terminó magisterio y sé que durante algunos años se especializó en enseñar a niños ciegos. Ha engordado poco, el hijo de su madre. El capítulo titulado "Grises que vienen, grises" es una cita de memoria de uno de sus versos de aquel tiempo.
Pedro Alba se casó con una de las niñas de la pandilla. Es médico. No lo veo desde hace lo menos doce años. Cuando me contó cómo le iba, como habla tan rápido, no pude entenderle ni palabra.
José Ángel González se dedicó a la enseñanza durante un tiempo, luego montó una tienda de lencería y no lo he vuelto a ver más que de lejos, o en algún acto muy puntual. Cuando este abril pasado nos reunimos a almorzar (está contado aquí) y celebrar los treinta años del Colectivo, no pudimos localizarlo.
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