– No te olvides de que yo he jurado esa bandera.
Fue una lección que me ha acompañado desde entonces.
Manolo militaba en el PSA, me parece, a punto ya para pasar a la primera división de partidos mayores, y trabajaba en Astilleros como delineante u oficinista. Tenía a sus espaldas un pasado de niño seminarista o algo así, y me entregó el programa para mí solito porque bailaba también en el grupo que dirigía su mujer y no tenía tiempo para simultanear ambas cosas (Manolo, metido en política, sería durante varios años Concejal de Cultura del ayuntamiento gaditano; yo siempre he creído que tenía además carisma para ser un buen alcalde).
Me vi de pronto, ese verano, con la responsabilidad de escribir y presentar cada semana, en directo, tras el rosario de las siete, un programa sobre andalucismo, que yo sentía pero del que no tenía más idea. Menos mal que el libro «Andalucía tercer mundo» me echaba una mano (jamás hemos pagado a Antonio Burgos el haberle pirateado cada semana sus palabras por las ondas). El acompañamiento musical de cada monográfico, entre Jarcha y Aquaviva, lo remataba con Serrat, que había regresado ya a España tras su aventura mexicana, haciendo que el doble que le salió por aquí en su ausencia se perdiera por una cloaca y se olvidase para siempre (¿se llamaba Paco Martín?). Serrat era catalán y no andaluz, lo que podría chocar un poco con el contenido del programa, pero yo me las apañaba para que cada frase antes de la música tuviera alguna relación con la canción que iba a sonar a continuación. Además, a ese programa (se llamaba Portavoz), a aquella intempestiva hora de verano no lo escuchaban ni las viejas beatas, que apagaban el receptor tras el rosario (detalle comprobado).
En octubre, a punto de empezar un nuevo curso universitario, dejé con pena el programa en manos de Juanito Mateos, después de haber escrito el último guión. En Radio Juventud, que eran algo de derechas y nos miraban con mala cara cada jueves cuando llegábamos para adueñarnos de los micrófonos, aprovecharon en seguida el cambio de presentador y, sin dar más explicaciones, sabiendo que el afamado congreso no era más que una cortina de humo, cancelaron el programa. No se perdió gran cosa.
Nuestros amigos los poetas publicaron entonces un par de libros de verdad, no como el panfletito de Téllez, y lo presentaron una tarde en un Instituto Columela completamente vacío que indicaba, por si aún no lo habíamos advertido, que el vuelco de los intereses generales iba por otros derroteros menos dados a poesías y laureles. Nosotros, que habíamos llenado por dos veces aquel local enorme, con el mismo éxito de taquilla y público que Dagoll Dagom y su «No hablar en clase», presenciábamos ahora que el castillo de naipes se había derrumbado hasta sus cimientos.
Para colmo de males, el Colectivo decidió gastarles una broma y, mientras ellos recitaban sus poemas ante el público casi inexistente, nosotros hacíamos saltar al aire, de una mano a otra, los tomates que Leo había traído de su puesto de frutas. La intención era esperar a que terminara el recital, tirar los tomates y luego aplaudir, solamente, pero por lo que se ve tener a cinco o seis chavales en segunda fila con una sonrisita en los labios y un tomate de buenas proporciones con deseos de convertirse en pelota de primera base no era una perspectiva muy alentadora. José Ramón Ripoll no supo estarse callado y metió la pata.
– Oye, no se os ocurra tirar esos tomates.
El que le lanzó Juanito estuvo a punto de estamparse en su coronilla. Los demás no hicimos blanco por muy poquito (mi proyectil rozó a Jesús Fernández Palacios). Esa fue nuestra última actuación en público. Los poetas se enfadaron con nosotros y pasó algún tiempo antes de que pudieran perdonarnos, si lo han hecho.
Nos habíamos convertido en un fantasma que arrastraba a sus espaldas las cadenas de su nombre. Todavía identificados como Colectivo Jaramago, cada uno de nuestros antiguos compañeros había ido desapareciendo de nuestras vidas poco a poco, regresando a sus mundos de origen, olvidando el sueño que nos había iluminado a todos un verano antes. Miguel Martínez, Vicente Sosa yo publicamos por fin nuestro fanzine de cómics, más por cabezonería que por ganas de hacer llegar algo nuevo, sabiendo que tampoco ibamos a editar jamás una segunda entrega que teníamos preparada desde hacía tiempo.
La intelectualidad nos había aceptado entre sus filas, y de vez en cuando la gente se nos acercaba para preguntar cuándo ibamos a sacar un nuevo número de Jaramago, pero nosotros sabíamos la cuantía de nuestras deudas y el problema que se nos presentaba para continuar adelante. Eramos una reputación con un pasado y sin futuro, un espectro sin cuerpo. Cuando el suplemento cultural del diario Arriba, más liberal de lo que cabría esperar de su título, nos auguró un gran futuro, sólo pudimos mover de un lado a otro la cabeza.
De todas formas, tras meditarlo mucho, empezamos a preparar el número seis. Descartada la imprenta, no nos quedó más opción que volver a las faldas de la copistería de siempre, que en esos meses de hiato había aprendido a manejar las máquinas y, al menos en McClure , nuestro fanzine paralelo dedicado al tebeo, no habían hecho un mal trabajo (ya no se veían tantas huellas de dedos).
Habíamos decidido olvidar para siempre la deuda que llevábamos a cuestas como una losa, y empezar la aventura casi desde cero otra vez. Sólo quedábamos ya cinco miembros en el Colectivo, aunque apenas nos veíamos. Y entonces Téllez se volvió a Algeciras.
Téllez había aprobado las oposiciones a funcionario de cultura unos cuantos meses atrás, y venía dándole largas a su madre desde entonces. La buena mujer se sentía sola e insistía en volver a la Algeciras natal, donde tenían parientes, casa, un ambiente menos hostil, otro tipo de recuerdos menos agrios. Juan José retrasó lo inevitable cuanto pudo, hasta que a final de verano se acabó lo que se daba. Rota la tensión por el lugar más fuerte, Téllez solicitó el traslado y le fue concedido casi en el acto.
Fue un jarro de agua fría sobre nuestros deseos de continuar con Jaramago. Téllez era el capitán, sin duda alguna, el que nos metía a todos en mil y un berenjenales, el que contagiaba a cuantos le rodeaban de una fiebre poética a la que nadie podía resistirse. Los demás, sin su entusiasmo, sus contactos, su torrente de idealismo y su palabra no eramos nada, no podíamos ser nadie.
Aun así, tratamos de seguir adelante, y en casa de José Ángel, en tres o cuatro tardes, montamos un número seis que regresaba a nuestros orígenes, olvidadas las veleidades de nombres y calidades supuestas, folios escritos a máquina y adornados por los dibujos del propio José Ángel. Dos novedades había en ese número: yo escribía por fin un cuento de ciencia ficción, «Cromosoma», y Juanito Mateos vencía la reticencia propia y la impuesta por los demás y se atrevió con un poema que no desentonaba de lo que habíamos publicado hasta el momento.
El número quedó entregado en la imprenta de los dedos negros, mientras el Comandante Cero ocupaba las portadas de todos los periódicos y el enemigo común que era Pinochet se olvidaba a cambio de Somoza y los americanos. Carolina de Mónaco, para nuestra desgracia, se había casado con otro mientras tanto.
Tuve que actuar unos cuantos días después, despierto tras la resaca, como un superviviente que aún no comprende la magnitud del naufragio. El Colectivo como tal estaba roto. El contacto sólo lo manteníamos regularmente Juanito y yo; ni siquiera sabíamos cómo había que localizar a Leo Hernández, y José Ángel siempre había sido un vampiro bohemio y libertario, en otra onda demasiado distinta a lo que habíamos venido haciendo. No lo pensé más veces. Una deuda a las espaldas era más que suficiente. Sin Téllez para servir de parapeto, sin gente que nos ayudara a vender la revista por las calles, el número seis acabaría pudriéndose en nuestras casas, un ramillete de versos apolillado e ilegible. No lo pensé más veces. Téllez y yo habíamos imaginado la revista en aquel autobús sudoroso. Ahora él ya no estaba. Me tocaba por tanto oficiar el responso.
Читать дальше