Por supuesto, aunque nos dábamos palmaditas en la espalda y casi decíamos aquello de «te sigo, te sigo», a ninguno de los cuatro grupos le decía nada lo que hacían los otros tres (ya digo que dejábamos Noray al margen, que además llegó más tarde), pero había que estar unidos y dar la imagen de ser civilizados y demócratas. Incluso nos aliamos en alguna ocasión (la buena marcha de nuestro Colectivo y el incremento del precio de las tapitas de ensaladilla en Los Lunares exigían siempre dinero en las arcas) para vender al alimón una pegatina que tuvo mucho éxito en su momento. La pegatina la dibujó Miguel Martínez, cómo no, y en ella se veía a un gris (estábamos todos muy impresionados porque tropas de élite con pañuelos verdes habían venido a sofocar una huelga en Astilleros), dispuesto a asestarle un porrazo de goma a un chavalín de aspecto progre e inofensivo que leía un libro donde se leía aquello de Lord Byron que yo había encontrado por causalidad en un libro de frases brillantes: «Aunque me quede solo, no cambiaría mis libres pensamientos por un trono».
La pegatina fue un éxito en facultades y colegios mayores, y nos sirvió para terminar de pagar el número cuatro a la copistería y plantearnos bucear en la aventura de un quinto Jaramago. Poco después, ya en solitario, editamos otra más, esta vez con Charlie Chaplin, que también la acababa de espichar, bajo el lema «Tanto amor y no poder contra la muerte» que dijo el poeta (Téllez y yo hubiéramos preferido aprovecharnos de Groucho, que estaba más en sintonía con nuestras creencias marxistas, pero era menos apreciado por la gente).
Descubrimos que resultaba más sencillo vender pegatinas que revistas, y que dejaba más dinero. Pero costaba mucho trabajo comprimir todos nuestros relatos y poemas en un rectangulito o un círculo de papel autoadhesivo.
Volvimos, ya por última vez, a celebrar un recital en el Columela, un maratón desordenado donde cantautores y carnavaleros se repartieron las diez o doce horas de escenario. Esta vez nos aliamos con alguna congregación católica y obrera para organizarlo, y la entrada cobrada y el montón de pesetas recaudado nos permitió ir pensando en nuestro número cinco, que iba a ser el último, sin que entonces lo sospecháramos. Los carnavaleros, por cierto, se emborracharon y acabaron partiéndose sillas en la cabeza como si en vez de ir disfrazados de piececitas de ajedrez estuvieran interpretando un western, sólo que la madera, esta vez, no era de pega y estaba dura.
La pandilla ya no nos ofrecía nada nuevo. Téllez no acudía más que de tarde en tarde, enfrascado en su romance con Ana, aunque también estaba condenado de antemano y le esperaba corta vida, para regresar a la amistad hermosa que fue antes, y Manolo Chulián continuaba por su parte en otro mundo, ajeno a los amigos, hundido en su hoyo (la metáfora era poco afortunada, lo sé, pero a ninguno se nos ocurría buscarle una segunda interpretación) y feliz y tan campante en su travesía particular de la laguna estigia.
Juanito y yo nos aburríamos. Se nos iban las horas esperando a unas niñas que no nos atraían físicamente, mientras pandas de faldas más apetitosas se rozaban risueñas a nuestro lado. Y yo, además, me pasaba las noches contando estrellas y escribiendo versos que enterraba en una carpeta, sin disumulo, para que fueran descubiertos y comentados con burla y admiración y amor obvio negado por su destinataria.
Una noche, poco antes de que desertáramos de la pandilla y nos perdiéramos también en busca de otros horizontes, escribí con un trozo de lápiz azul la que ha sido, por suerte, la única pintada de mi vida. JARAMAGO, LITERATURA PARA EL PUEBLO, garabateé con trazo irregular, pero perfectamente legible, supongo que por dármelas de proletario o interesante. La letra no era muy grande (tampoco el lapicito daba para más), pero el mensaje se podía ver sin ningún problema. Por aquello de «literatura para el pueblo» tan rimbombante había que entender, supongo, que lo que quería era que la gente me leyera. Desde luego, leyeron la pintada durante mucho, mucho tiempo.
El autobús de línea se desvió poco después por aquella callecita secundaria, y con vergüenza propia, en años posteriores, fui testigo en mis trayectos vespertinos de la supervivencia de esa pintada estrafalaria mía, que me acechaba como una cara de Bélmez y que posiblemente nadie más era capaz de ver. Menos mal que un día encalaron el muro y desapareció de mi conciencia, qué bochorno más grande.
GRISES QUE VIENEN, GRISES
Téllez, Juanito, Leo Hernández, Pedro Alba, José Ángel, quizá todavía Miguel Martínez y yo eramos los únicos miembros de Jaramago que quedábamos ya en activo. Nos reunimos una tarde en casa de Pedro, intentando decidir nuestro futuro y qué hacer a continuación, superado el listón de los quinientos ejemplares vendidos del número cuatro, pero con mucho esfuerzo. Tal vez se nos subió a la cabeza el precio de la fama, o andábamos demasiado escaldados con el feo resultado estético de una revista a la que le habíamos echado tanto cariño y horas de trabajo, pero el caso es que allí mismo se decidió, casi por unanimidad, que el número cinco sería editado a imprenta. La única pega, que a mí me aterraba, era el desorbitado precio a pagar, lo que luego se traducía en aumentar una vez más el coste de cada revista, y también en el incremento de la tirada inicial: para no acabar con pérdidas había que vender, en mano, nada menos que mil ejemplares.
Yo siempre he sido un poco chinche, pesimista, más conservador que mis amigos o sencillamente más cobarde, pero allí mismo pude ver, mientras Pedro y Leo jugaban con un cráneo humano que me producía repelucos y piedad a partes iguales, que nos ibamos a poner la soga al cuello. La fiel infantería había desaparecido de nuestras vidas, la revista ya no la podríamos vender a quince pesetas, sino a cincuenta, y con apenas seis o siete miembros del Colectivo nos iba a costar sudores de sangre amortizar la trampa en la que nos estábamos metiendo. No hubo tu tía. El entusiasmo de Leo Hernández fue más fuerte que mi agorera insistencia.
Aquello era el principio del fin, pero no sé si lo sabíamos, si nos importaba siquiera.
Juan José Gelos era un progre socialista y sindical con cierto prestigio de hombre interesado por la cultura y un físico que andaba entre Gepetto e Ignacio Salas, el de la tele. Como toda la intelectualidad de la época vivía en letargo, olvidadas las capacidades artísticas por las veleidades políticas, pero se dio cuenta de que algo nuevo se cocía al socaire del Colectivo Jaramago y decidió, no sé muy bien a santo de qué, hacernos una entrevista para el Diario. Tuvo la elegancia de no ser muy descarado y jugó a ser objetivo e invitó también a los representantes de la competencia, por lo que allí nos vimos todos, en el saloncito de una casa vieja decorada en estilo moro y latones hindúes, con cojines en vez de butacas y cuadros improvisados de Ghandi y Winston Churchill.
En la entrevista estuvimos en plan patoso y libertario, sin llegar a creernos que pudiéramos tener la importancia de acaparar una página entera del periódico de nuestros mayores, y declaramos las payasadas de rigor que todos los jóvenes, desde los Beatles, han creído únicas de su ingenio y su protesta. Téllez y yo, como siempre, llevamos la voz cantante y allí dijimos aquel chiste, ya mencionado antes, de que nos considerábamos marxistas porque Groucho era un genio.
La entrevista salió a toda plana, con foto incluida, y sirvió para incrementar nuestro prestigio en la ciudad, al menos por un día, pero también acabó por buscarnos algún problema. No teníamos papeles en regla, ni los queríamos. La ilegalidad, en una democracia donde muchos detalles seguían estando atados y bien atados, venía con nosotros como una bandera corsaria y romántica, de afirmación y rechazo, y no queríamos desprendernos de ese aura. Las circunstancias tampoco nos lo permitían.
Читать дальше