Rafael Marín - El Anillo En El Agua

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El Anillo En El Agua: краткое содержание, описание и аннотация

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Entre la novela y la memoria literaria, "El anillo en el agua" es la crónica irónica y melancólica del panorama cultural y político en la ciudad de Cádiz desde la muerte de Franco a la constitución de 1978. Recién salidos de la adolescencia, un grupo de aprendices de escritor se conoce, se contagia de ilusiones, comparte aspiraciones e ingenuidades y funda una revista, Jaramago, que los mantiene unidos y activos durante dos veanos que los marcarán profundamente. Nombres hoy desconocidos y nombres que ahora ya tienen cierto bagaje como autores asoman en estas páginas, más jóvenes, más idealistas, más ingenuos y hasta con menos dioptrías. Este libro es una ceremonia de iniciación, el rito de madurez de unos adolescentes que quisieron ser poetas y que, durante un breve periodo de tiempo, hasta llegaron a conseguirlo.

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No sé si le molestó no ser reconocido por la masa asistente a tan curioso y fracasado acto, o si de verdad le parecimos lo que sin duda éramos, unos payasos sin más explicación, pero el caso es que el poeta se levantó hecho una furia y se marchó al poco rato, seguido por el bueno de Jesús, que intentaba convencerle de lo genial de nuestros argumentos, de que éramos gente seria, magníficos escritores, unos chicos sensatos, castos y puros. El insigne poeta nos acusó de frívolos, de vacíos. Tenía razón, por supuesto, pero no creo que hubiera para tanto. (Muchos años después, Carlos Edmundo de Ory hizo el payaso también, pero a lo grande, vestido de no se sabe muy bien qué, pregonando el Carnaval desde la plaza de San Antonio, recitando tonterías postistas a un grupo de borrachos que tampoco le entendían ni le hicieron puñetero caso. A lo que se ve, nuestro mal era contagioso).

Los minutos, tras la marcha del poeta, se estiraron, sin que nadie quisiera participar de nuestro happening. Tan solo la llegada de un par de botellas de champán, y la exagerada actuación de quien las compró para abrirlas y brindar a escote por nosotros nos sacó un poquito las castañas del fuego.

Nos resistiríamos todavía unos pocos meses, pero ya todo había terminado. Nuestro poder de convocatoria se había roto. Alguien nos acusaría de habernos aburguesado, y tal vez fuera verdad, pero en la calle el cambio se había hecho ya patente y no estaban los tiempos para experimentos literarios.

Nos quedaban todavía unos pocos meses, sí, pero esa noche en el Meneíto nos anunció que a partir de ese momento sólo nos esperaba ya bajar la cuesta.

UN LIBRO ENCONTRADO, UNA RADIO RECORDADA

Con dinero de su propio bolsillo, porque el Colectivo jamás volvería a tener un duro, Leo le pagó a Téllez la edición de un libro de poesía, Historias del Desarrollo , que se imprimió, no había otro remedio, en el mismo sitio tenebroso que nuestro número cuatro, pues no habíamos terminado de pagar las deudas con la imprenta de verdad, ni lo haríamos nunca.

Téllez me pidió que le escribiera el prólogo, y lo hice con ilusión, contando como ya he contado aquí (espero que con menos habilidad) la historia del perrito caliente sin mostaza y la chaqueta azul marino del día en que nos tropezamos, y añadiendo por encima algún comentario sobre su poesía con la que tanto me identificaba. Hubo gente que dio en decir que el prólogo era lo mejor del libro, como también dijeron que el fragmento de poema propio que complementaba al ahorcado de Jaramago-5 era el mejor poema de todo el número, para mi sonrojo, con lo que hicieron un flaco favor al trabajo de mi amigo.

El librito como tal no era ni fu ni fa: la sempiterna portada de Miguel Martínez, con la caricatura de Franco sobre un montaje fotográfico de flechas y pelayos, y el acoso o el saludo de un buen puñado de personajes de tebeo de nuestra infancia (porque de eso trataba el libro, de la infancia, del pasado). Para ser un libro de poesía, la verdad, Historias del Desarrollo resultaba poco ortodoxo, pues tenía ilustraciones, reproducciones de discursos inmovilistas de Carrero, retazos de noticias periodísticas más bien curiosas y erratas, sobre todo muchas erratas, más las inevitables huellas de dedos de los tipos de la imprenta.

Los poemas de Téllez se caracterizaban entonces por ser muy anchos, poco estilizados en su forma gráfica, por lo que a veces el verso ni siquiera cabía en el renglón. Los de la copistería lo solventaron a golpe de tachón o de tijeras, reduciendo el tamaño de lo reproducido o cambiando de tipo de letra entre un poema y el paralelo. No me extraña que en años posteriores Juan José haya borrado aquel espanto de su bibliografía.

El libro se anunciaba como una producción del Colectivo, aunque no era verdad, porque el Colectivo no andaba para producir nada, y pese al atentado a la estética y el sentido común que suponía se vendió bastante bien, para alborozo de Leo, que ya soñaba con editarse cosas propias. Algún poeta consagrado y admirado escribió a Téllez poco después comentándole que le había gustado el libro, pero que lo veía demasiado marcado por una represión política que, cuestión de edad, Juan José no podía haber vivido más que de oídas; yo mismo venía a decir lo mismo en mi prólogo. Desde entonces, Téllez ha ido evolucionando en su producción, sin dejar de hacer poesía social (si es que eso hacía), pero moviéndose muy por delante a la etiqueta, con unos indudables valores morales y estéticos que tendrían que haber hecho de él ya mismo un grande de las letras si este país no fuera lo ha sido siempre.

Hicimos la presentación de rigor en un palacete rococó con muchos focos y un montón de altavoces por todas partes. Téllez se quedó con el personal recitando un poema («Gora, Gora») en un idioma propio que hizo pasar por vasco, y Juanito Mateos empezó a reírse con esa risa suya tan característica y yo le acerqué el micro a la boca y las carcajadas de reprodujeron en cuadrafónico, contagiando paredes y espejos venecianos como un huracán incontrolable. Nadie pudo aguantar la risa ni el pipí durante un buen puñado de minutos. Luego, en la calle, terminado el acto, Juanito se molestó conmigo por mi hazaña.

El verano se nos fue entre protestas por la presencia del Esmeralda en la bahía y tertulias literarias más bien sosas, donde los poetas viejos, los de renombre y aburrimiento, copaban las conversaciones con su amor desaforado por el pesado de Juan Ramón y no nos dejaban a los demás meter palabra ni contar un chiste. Todavía recuerdo con sonrojo cómo a aquel joven autor de La Isla, con sonrisita de desdén, le obligaron a explicar un poema recargado y bellísimo, lleno de imágenes que ellos no quisieron entender, ni les dio la gana, para que dejara en claro ante sus ojillos miopes de consagrados a la nada que un «golfo estrellado» no tenía que ser precisamente una bonita postal mediteránea sino un sinvergüenza con galones. La poesía de combate estaba perdida. Salidos de su madriguera o de sus cátedras, los poetas de derechas se sumaban a un panorama cultural que ya se apagaba por momentos, tal vez debido a su presencia.

Aquellas tertulias las impulsaba un espejismo que nos tenía a todos enganchados desde hacía unos pocos meses, algo llamado «Congreso de Cultura Andaluza» que creíamos iba a poner al país patas abajo y que quedaría, poco después, perdido en el laberinto de sí mismo, sin conclusiones ni más hazañas, diluido como un terrón de azúcar en un vaso de agua turbia. Una de las actividades paralelas patrocinadas por aquel congreso fantasma era también un programa radiofónico aburrido y nacionalista andaluz que presentaba y dirigía Manolo González Piñero con más ilusión que audiencia. Manolo nos llamó un jueves a Radio Juventud para hacernos una entrevista al Colectivo Jaramago y le debió de gustar mi voz, pues me propuso que le ayudara en la creación del programa de la semana siguiente, dedicado a Almería.

Manolo tenía una casa antigua justo en San Juan de Dios, sobre la parada de taxis y la reventa de entradas para el Trofeo Carranza, y durante dos o tres semanas Juanito Mateos y yo acudimos a las cinco de la tarde todos los miércoles, un día antes de la emisión, para escribir el guión y reírnos con sus salidas y soportar a su hija, un torbellino de dos años que no había quien pudiera quitarse de encima. Uno de los detalles que me extrañó de la casa de Manolo fue ver que en su estudio, junto a la bandera andaluza que tanto creíamos amar, había también una banderita roja y gualda.

Por entonces teníamos todos cierto afán republicano que en la mayoría de nosotros no desaparecería, me parece, hasta la noche célebre de transistores y tanquetas, y le señalé a Manolo lo que me parecía una contradicción. Manolo, que era algo folklórico, muy senequista, charlatán y burlesco casi siempre, se puso de pronto muy serio y me dijo, marcando las palabras, pontificando como si fuera Antonio Gala:

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