Rafael Marín - El Anillo En El Agua

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Entre la novela y la memoria literaria, "El anillo en el agua" es la crónica irónica y melancólica del panorama cultural y político en la ciudad de Cádiz desde la muerte de Franco a la constitución de 1978. Recién salidos de la adolescencia, un grupo de aprendices de escritor se conoce, se contagia de ilusiones, comparte aspiraciones e ingenuidades y funda una revista, Jaramago, que los mantiene unidos y activos durante dos veanos que los marcarán profundamente. Nombres hoy desconocidos y nombres que ahora ya tienen cierto bagaje como autores asoman en estas páginas, más jóvenes, más idealistas, más ingenuos y hasta con menos dioptrías. Este libro es una ceremonia de iniciación, el rito de madurez de unos adolescentes que quisieron ser poetas y que, durante un breve periodo de tiempo, hasta llegaron a conseguirlo.

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La tarde de agosto en que todos nos reunimos en la azotea Miguel Angel esperaba en el patio, cerrado el paso a la reunión, intentando dilucidar si su escaso éxito se debía al mal aliento o al desodorante ajenos. No pedía la entrada en el grupo, la exigía. Téllez ya no aguantó más y al término de la reunión lo echó con cajas destempladas, agrio y antipático, la autodefensa a la que nos obligaba su pesada insistencia de sabelotodo insufrible. Los demás aplaudieron.

No le volvimos a ver el pelo, pobre diablo.

LIBERTADES CONTRAPUESTAS

Tomamos otra vez las calles al asalto, soportando el calor a cambio de cuatro duros y la satisfacción de saber que nuestra revista llegaba a alguien. Nos sorprendió comprobar que ya empezábamos a tener seguidores y detractores, gente que había leído el primer número y se ofrecía a ayudar, nos entregaba poemas, la compraba con ilusión no fingida y quería saber cómo podía colaborar con nosotros. Uno de ellos, educadito y cordial, era Antonio Anasagasti, que hacía poemitas muy breves, casi epigramas, sobre vendedoras de castañas y arco iris en la Caleta, todo muy íntimo y naif, con sentimiento. Antonio estudiaba para abogado y nos explicó que el Partido Nacionalista Vasco, como su padre, era de derechas.

El segundo número, vencida la sorpresa inicial y sin un acto aglutinador que nos sirviera de coartada, nos costó un poquito más de vender, casi una semana entera. Nuestra osadía no tenía límites, y no resultaba extraño vernos cargando aquella fea revista rosa a la entrada de Astilleros, al sofoco de mediodía, tras la sirena. No sé para qué querrían los obreros una revista que no hablaba de política de modo directo, ni de guías sindicales, sino de poesía, flamenco, cuentos de sangre y el surrealismo boschiano, pero lo cierto es que también allí nos la quitaban de las manos, para orgullo nuestro (eramos unos chicos educados y jamás hacíamos preguntas comprometidas). No me extraña que después tanta gente haya dicho que perteneció a Jaramago para apuntarse ese tanto, desde locutores de radio a carnavaleros a los que jamás habíamos visto en la azotea.

El cliché de lo que iba a ser la primera página se nos estropeó en la multicopista y tuvimos que comenzar la revista por la segunda. No habría habido ningún problema (no llevábamos numeración, naturalmente), pero la carta de presentación la asumió así el primer relatito de Pedro Alba, que trataba de un tema algo espinoso, el aborto, y además desde un punto de vista contrario a lo que pensaba la mayoría de progres que nos leía y acusaba (Pedro estudiaba Medicina y creía en el juramento hipocrático; era muy ingenuo). Empezábamos a epatar también a las izquierdas. A nosotros no nos gustaba aquel artículo, pero por otras causas estrictamente literarias. Pedro tenía derecho a expresar lo que quisiera.

Muchos no quisieron, no supieron enterarse.

PSICODRAMAS Y DESPEDIDAS

No sé si la fugaz irrupción de Claudine en nuestras vidas (Valèrie no nos gustaba tanto) nos trastocó los planes a más de uno, pero lo cierto es que Miguel, que ya se las daba de psiquiatra en ciernes, nos emplazó a todos en casa de una de las niñas de la panda para hacer una terapia de grupo.

Nos encerramos en la habitación de Mariángeles, sentados a corro en el suelo, mirándonos sin saber qué hacer ni de qué se iba a hablar allí, con la música de los Beatles de fondo, que a mí me parecía pasada y chabacana, una pérdida de talento para unas letras tan poco trascendentes. Estábamos los de siempre: Téllez, Juanito Mateos, Manolo Chulián, Pedro Alba, tal vez Fernando, y las niñas con las que manteníamos aquella relación de amistad asexuada, una camaradería algo misógina en su misma superación de nuestros roles: las dos Mariángeles, Pili y Mercedes, Loli, Mari Carmen, quizá alguna otra.

Sigo sin saber el propósito de todo aquello. Me parecía una argucia de Miguel para impresionar a la chavala que le gustaba y que le iba a dar calabazas o se las había dado ya de un momento a otro, vista su torpe estrategia. Lo que me interesó nada más llegar fue un montón de tebeos antiguos que conservaba como plata en paño el hermano mayor de Mariángeles, la colección completa de BRAVO que yo también tuve un día y que perdí de la noche a la mañana (al menos no recuerdo haberme deshecho de ella conscientemente). Allí estaban todos los viejos compañeros de mi niñez, Blueberry y Michel Tanguy, Harry Palmer, Chico Monza, Aquiles Talón, los Comandos de África, nada menos que Galax el Cosmonauta. Le di el recado a Mariángeles, dispuesto a comprarle a su hermano aquel tesoro al precio que pidiera, pero no hubo suerte. Ignoro si seguirán criando polvo en aquel armario empotrado, sobre el cine España donde conocimos los spaghetti-westerns y las películas de terror de Christopher Lee y Peter Cushing, que en paz descanse.

Mis amigos fueron hablando uno por uno, aceptando la antorcha de la culpabilidad y flagelándose con tonterías, muy freudianos en su localización del mal, recurriendo a todos los tópicos habidos y por haber, padres posesivos, homosexualidades esquivadas, lesbianismos encubiertos o complejos de inferioridad. Darle una palmada a un amigo tras un gol ya significaba que podrías haber sido maricón; intercambiar la barra de labios con una compañera de pandilla era poco menos el estigma de que te gustaría comerle la boca. En el fondo, lo que a todos nos interesaba saber era si nuestras amigas se masturbaban como nosotros, nada más (ninguna de ellas soltó prenda). Podría haber sido risible de no haber resultado doloroso.

La situación se puso fea cuando una de las niñas se lo tomó demasiado en serio y se echó a llorar, acusándose de tener mal aliento y de tomar a diestro y siniestro pastillas juanolas para evitarlo, cuando precisamente debía ser esa la causa de su halitosis, el origen de toda su soledad y el vergonzoso motivo de que, con quince, años, no tuviera novio todavía, una tragedia que la había hecho pensar si no era torti. En vez de mandar a hacer puñetas la sesión, apagamos la luz para no ver sus lágrimas, y seguimos pinchando, médicos sin fronteras y sin alma, como vampiros psíquicos que necesitaran sufrimiento ajeno para alimentarse.

Cuando me tocó el turno me agobié mucho pensando que no tenía ningún trauma que contar. Casi me traumaticé allí mismo, vamos. Dije cuatro tonterías para salir del paso y regresé a mis tebeos. A lo mejor, no sé, con aquel acto inconsciente estaba deseando volver a mi infancia.

El verano se acababa día tras día. Téllez empezó a prepararse unas oposiciones a funcionario, retrasando ya casi para siempre su carrera universitaria, y yo me decidí a regañadientes por magisterio, sabiendo ya que nunca iba a poder ser periodista, aunque ahora que parecía que iba para escritor tampoco me importaba en gran medida. Nuestro amigo Fernando, que estudiaba todavía bup, se mostró encandilado ante la idea de que, a partir de unas semanas o unos pocos meses, yo fuera a disfrutar de una educación mixta (de esas ilusiones tontas ibamos sobreviviendo). Me encogí de hombros, intentando hacerle comprender, falso de mí, que aquello no era gran cosa, aunque lo fuese, y pontifiqué diciendo que había que tener cuidado, no fuera uno a cometer la torpeza de enamorarse de alguna que viniera de un pueblo (no tenía yo gran porvernir como futurólogo, no).

Una noche escuchaba Hora 25 tendido en la cama, con un libro de Isaac Asimov entre las manos. Fue un destello informativo, una de esas noticias aceleradas que transmitían poniendo mucha emoción, capaces de hacer que el corazón te diera un vuelco, y pensé con palabras textuales, sorprendido: Dios mío, ha muerto Elvis.

Una semana más tarde se nos moría también Groucho. No sé si la música o el humor han sido diferentes desde entonces.

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