Rafael Marín - El Anillo En El Agua

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Entre la novela y la memoria literaria, "El anillo en el agua" es la crónica irónica y melancólica del panorama cultural y político en la ciudad de Cádiz desde la muerte de Franco a la constitución de 1978. Recién salidos de la adolescencia, un grupo de aprendices de escritor se conoce, se contagia de ilusiones, comparte aspiraciones e ingenuidades y funda una revista, Jaramago, que los mantiene unidos y activos durante dos veanos que los marcarán profundamente. Nombres hoy desconocidos y nombres que ahora ya tienen cierto bagaje como autores asoman en estas páginas, más jóvenes, más idealistas, más ingenuos y hasta con menos dioptrías. Este libro es una ceremonia de iniciación, el rito de madurez de unos adolescentes que quisieron ser poetas y que, durante un breve periodo de tiempo, hasta llegaron a conseguirlo.

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Diego tenía bigote de cepillo, como un personaje de Max Senett, y una vocecilla tímida y modales sensatos. Trabajaba ya, de electricista o de plomero, y contaba en su haber con un par de experiencias sexuales pagadas a escote por sus jefes, historias de putas a las que se había tirado con frío y calcetines, aventurillas sinceras con las que nos deleitaba a pesar de que había que irle tirando de la lengua, por su recato.

Fernando era alto y delgado, de una belleza delicada y casi femenina que le estropeaban un tanto los barrillos. Se trabucaba al hablar o cuando se ponía nervioso o le podía la risa, para inquietud de los demás, que le apreciábamos y pasábamos un mal rato porque él se angustiaba. Fernando había sido condiscípulo de mi hermano, cosa que me avergonzaba un poquito porque yo tendría que estar ya en grupos de gente algo mayor, y disfrutaba viendo cómo Téllez y yo nos las dábamos de intelectuales y podíamos decir tacos de camioneros con la misma soltura. No exagero si digo que nos admiraba. Se operó de fimosis ese mismo verano y le ibamos a visitar a su casa por las tardes, tras franquear la garita del cuartel, para que nos relatara la experiencia y hacerle sufrir mostrándole revistas porno.

Fernando llegó a la pandilla y ligó a las pocas semanas con una de las niñas, Domingo Savio y María Goretti cogiditos de la mano, los dos monísimos y recatados, inofensivos. Lo que María Goretti no se sabía era que su educado Lancelot se mataba a pajas, como todos, libre ya del estrecho prepucio que le había jodido media adolescencia.

PRIMERA VÍCTIMA

En la portada de nuestro primer número anunciábamos que la revista iba a ser mensual, y desde luego teníamos ilusión y ganas para mantener esa cadencia. Terminada la aventura de la venta en la Facultad, comenzamos en seguida a elaborar el número dos. El modesto anuncio que habíamos intercalado entre las páginas («Jaramago no quiere ser minoría. ¡Búscanos!») surtió efecto inmediato, a pesar de que en ninguna parte había una seña o una dirección con la que pudieran ponerse en contacto: eramos ilegales y no estábamos registrados en ninguna parte, ni andaba el horno para poner la otra mejilla, por si las moscas.

El calor de agosto se confundió con los preparativos de nuestro segundo número. Manolo ya estaba puesto en sobreaviso, y como veía que Téllez iba a llenarle de nuevo la casa de gente, le explicó muy claro y con mucha educación que no iba a ser posible, entre otras cosas porque las previsiones indicaban que no ibamos a caber ni en el salón. Téllez comprendió que una cosa era contar con casa ajena para escuchar canciones o quemar toallas y otra muy distinta convertirla en hormiguero humano, así que congregó a todo el mundo más arriba, en la azotea.

Allí nos reunimos los supervivientes de nuestra primera andanada (todavía casi todos), más los nueve o diez recién llegados que querían colaborar en la aventura. Téllez se erigió, como siempre, en capitán de la empresa, conmigo como segundo al mando, pero puesto que no queríamos cargo alguno y estábamos por el socialismo cultural recibíamos a todo el que llegaba como si fuera un hijo pródigo, no ofreciéndole pan, pues pan no había, pero sí dándole derecho a la palabra, a la decisión y al voto. Eso nos jorobó más de una vez alguna determinación editorial con la que ya contábamos de antemano.

El dinerillo que habíamos conseguido con la venta del primer número lo invertimos (tampoco fue tanto), en comprar nuevos clichés y más papel, y una cajita de caudales azul metálico, con llave, que confiamos a Manolo, quien ascendió en el escalafón y se convirtió en tesorero del Colectivo. Manolo, ya lo he dicho, era el más honrado de todos nosotros y aquella responsabilidad le venía que ni pintada. Adquirimos también una carpeta azul algo gastada donde archivábamos los poemitas y colaboraciones que nos iban llegando, a veces desde las fuentes más imprevisibles: la cárcel, un taxi, el correo o la mili.

El número dos aumentó en cinco o seis páginas, y también en un duro de precio, y como el papel verde se había agotado nos tuvimos que contentar con publicar sobre folios rosa, que nos parecía un horror. Miguel se limitó esta vez a pintarrajear sobre los clichés, dejando la portada en otras manos: Un antiguo conocido de Jomán Ales apareció por la azotea con un puñado de dibujos en el clasificador, ilustraciones rebuscadas y fantásticas, un punto rococó, que hacía con paciencia y a bolígrafo sobre papel de seda. José Manuel Burguillos se comprometió con nosotros y nos cedió dos portadas, las dos atractivas y simétricas, de un onirismo extraterrestre, y después se centró en su propia revista marginal, de la que hablaré más adelante.

La parte del cómic, esta vez, tampoco recayó en Miguel, entre otras cosas porque entusiasmado con las niñas de la pandilla no le había dado tiempo a preparar nada. Fue José Ángel (otra vez esas horribles tildes) quien nos llevó a la azotea a un muchachillo rubio y melenudo, de ojos azules brillantes y barbita descuidada que dibujaba como entonces no habíamos visto dibujar a nadie: Carlos Forné.

Carlos era como un pajarillo indefenso, el artista bohemio y puro que no confía en el mundo ni en sus propias cualidades, apagadito y nervioso, que te explicaba sus dibujos cuando, por calidad propia, los dibujos se explicaban ellos solos. Carlos estaba en la contracultura o la marginalidad, y estudiaba bellas artes, y tenía una risa infantil que sonaba algo descontrolada, algo a la fuerza. No debía ser muy feliz, pero tampoco tuvimos tiempo de intimar más con él. Algunos años después lo vimos cojeando y nos contó, sin perder la sonrisa, que había escapado mal a un par de intentos de suicidio. Una mañana, en el periódico, en la librería Jaime, me topé con su foto, flotando en el mar frente a la alameda, desnudo y libre ya para siempre de fantasmas.

UN TOQUE DE RACISMO Y NARCISISMO

Todo el mundo tenía cabida en el Colectivo, incluidas las niñas de la panda si hubieran querido hacerlo. Todo el mundo menos Miguel Ángel el coñazo.

Miguel Ángel tenía la cara azul por haberse empezado a afeitar temprano, y una tonalidad venosa en la piel entera. Era delgaducho, como si estuviera siempre de perfil, con culo de pato, y acudía a orinar cada pocos minutos, descompuesto, para cachondeo general de cuantos lo tratábamos y despreciábamos (una cosa iba pareja con la otra; era inevitable). Miguel Ángel encarnó en aquella adolescencia postrera al lerdo del que todos se burlaban, al blanco de las bromas pesadas si lo hubiéramos considerado lo bastante importante para perder con él un minuto de tiempo. Miguel Ángel era un poco gilipollas, pendenciero y pedante, pesadísimo, y se las daba de ser mejor poeta que todos nosotros, aunque no escribía ni era capaz de hacerlo, y de saber más a fondo de cualquier tema que se le tocara de paso. Lo suyo era un complejo de inferioridad sublimado, nos dábamos cuenta, pero se hacía cargante. Tenía un leve acento gallego que él fingía castellano y estaba convencido, aunque se apellidaba López o García, de ser descendiente del Cid Campeador, lo que terminó por sacarnos ya de quicio.

Miguel Ángel era un pobre cretino que luchaba por la integración, en la pandilla y en el Colectivo, posiblemente hasta en el mundo, pero no sabía jugar sus cartas y acababa metiendo la pata cada vez que abría la boca, incapaz de controlar su desprecio hacia los demás él tampoco. Creo que es la única vez en la vida que hemos sido racistas a conciencia: es muy distinta la caridad cristiana del ascetismo zen, y nosotros no estábamos por la faena.

Téllez acabó frito de sus desplantes y de sus modales de mayordomo inglés (porque a lord no llegaba, aunque él se imaginara encarnando el papel), y como el galleguiño de las narices insistía en saber más que ninguno de todos los temas, le preparó una trampa saducea y se inventó a un poeta exiliado, del veintisiete o el treinta y seis, un tal José de Samaniego, cuyos poemas estaba leyendo en teoría, aunque los escribía él mismo cada noche. Miguel Ángel, obviamente, a todo le decía que sí, y explicó no sé cuántas poesías que había leído de aquel autor creado sobre la marcha, e incluso reconoció haber estudiado y aprendido de memoria alguno de los que Téllez le mostró. Cuando Juan José le descubrió el pastel, Miguel Ángel se negó en redondo a admitir que le hubiera tomado el pelo de una manera cruel y vergonzante (es posible que al principio se confundiera con el fabulista, pero más tarde ya no quiso dar marcha atrás), y hasta volvió un par de días después con un par de espantosos poemas propios que quiso achacar al escritor imaginario. Se le notó el truco en las faltas de ortografía.

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