Alan Hillgarth tampoco llegó a vivir aquellos días en España en primera persona. Fue trasladado como jefe de inteligencia naval a la Far East Fleet en 1944. Se separó de su esposa Mary al terminar la guerra y volvió a casarse con una joven a la que no llegué a conocer. A partir de entonces vivió retirado en Irlanda, alejado de las actividades clandestinas a las que tan competentemente se dedicó durante años.
Con respecto al grandioso sueño imperial sobre el que se construyó la Nueva España, sólo se alcanzó a mantener el mismo Protectorado de siempre. Con la llegada de la paz mundial, las tropas españolas se vieron obligadas a abandonar el Tánger que habían ocupado arbitrariamente cinco años atrás, como anticipo de un fastuoso paraíso colonial que jamás llegó. Cambiaron los altos comisarios, creció Tetuán y allí siguieron conviviendo los marroquíes y los españoles a su ritmo y en armonía, bajo la paternal tutela de España. En los primeros años de la década de los cincuenta, sin embargo, los movimientos anticolonialistas de la zona francesa comenzaron a revolverse. Las acciones armadas llegaron a ser tan violentas en aquel territorio que Francia se vio obligada a abrir conversaciones para negociar la cesión de la soberanía. El 2 de marzo de 1956, Francia concedió a Marruecos su independencia. España, entretanto, pensó que eso no iba con ella. En la zona española no había existido jamás tensión: ellos habían apoyado a Mohamed V, se habían opuesto a los franceses y cobijado a los nacionalistas. Qué ingenuidad. Una vez libres de Francia, los marroquíes reclamaron inmediatamente la soberanía de la parte española. El 7 de abril de 1956, con prisa a la luz de las crecientes tensiones, el Protectorado llegaba a su fin. Y mientras se transfería la soberanía y los marroquíes reconquistaban su tierra, para decenas de miles de españoles comenzó el drama de la repatriación. Familias enteras de funcionarios y militares, de profesionales, empleados y dueños de negocios, desmantelaron sus casas y emprendieron rumbo a una España que muchos de ellos apenas conocían ya. Atrás dejaron sus calles, sus olores, memorias acumuladas y a sus muertos enterrados. Cruzaron el Estrecho con los muebles embalados y el corazón partido en trozos y, atenazados por la incertidumbre de no saber qué les depararía aquella nueva vida, se desparramaron por el mapa de la Península con la nostalgia de África siempre presente.
Éste fue el devenir de aquellos personajes y lugares que algo tuvieron que ver con la historia de esos tiempos turbulentos. Sus trajines, sus glorias y miserias constituyeron hechos objetivos que en su día llenaron los periódicos, las tertulias y los corrillos, y hoy pueden consultarse en las bibliotecas y en las memorias de los más viejos. Un tanto más difuso fue el futuro de todos los que supuestamente estuvimos junto a ellos a lo largo de esos años.
Acerca de mis padres, podrían escribirse varios desenlaces para este relato. En uno de ellos, Gonzalo Alvarado iría a Tetuán en busca de Dolores y le propondría que retornara con él a Madrid, donde recuperarían el tiempo perdido sin separarse más. En otra conclusión del todo diferente, mi padre nunca se movería de la capital mientras que mi madre conocería en Tetuán a un militar sosegado y viudo que se enamoraría de ella como un colegial, le escribiría cartas entrañables y la invitaría a merendar milhojas de La Campana y a pasear por el parque a la caída del sol. Con paciencia y empeño, lograría convencerla para acabar casándose una mañana de junio en una ceremonia madura y diminuta delante de todos sus hijos.
Algo también pudo pasar en la vida de mis viejos amigos de Tetuán. Candelaria podría haber acabado instalándose en el gran piso de Sidi Mandri cuando mi madre cerró el taller; en él quizá montó la mejor pensión de todo el Protectorado. Tan sumamente bien le habrían ido las cosas que se acabaría quedando además con la vivienda vecina, la que dejó Félix Aranda cuando, una noche de tormenta en la que le estallaron los nervios, por fin remató a su madre con tres cajas de Optalidón diluidas en media botella de Anís del Mono. Pudiera ser que entonces volara por fin libre: tal vez optara por instalarse en Casablanca, abrir una tienda de antigüedades, tener mil amantes de cien colores y seguir entusiasmándose con sus acechos y fisgoneos.
En cuanto a Marcus y a mí, quizá nuestros senderos se separaron cuando la guerra acabó. Puede que, después del amor alborotado que vivimos durante los cuatro años restantes, él volviera a su país y yo terminara mis días en Madrid convertida en una altiva modista al mando de un taller mítico, accesible tan sólo para una clientela que yo elegiría caprichosamente según el humor del día. O a lo mejor me cansé de trabajar y acepté la propuesta de matrimonio de un cirujano dispuesto a retirarme y mantenerme entre algodones el resto de mis días. Pudiera ser, sin embargo, que Marcus y yo decidiéramos recorrer juntos el resto del camino y optáramos por regresar a Marruecos, buscar en Tánger una casa hermosa en el Monte Viejo, formar una familia y emprender un negocio real del que viviríamos hasta que, tras la independencia, nos instaláramos en Londres. O en algún lugar de la costa del Mediterráneo. O en el sur de Portugal. O, si lo prefieren, también pudiera ser que nunca acabáramos de asentarnos del todo y continuáramos durante décadas saltando de un país a otro a las órdenes del Servicio Secreto británico, camuflados los dos bajo la cobertura de un apuesto agregado comercial y su elegante esposa española.
Nuestros destinos pudieron ser éstos o pudieron ser otros del todo distintos porque lo que de nosotros fue en ningún sitio quedó recogido. Tal vez ni siquiera llegamos a existir. O quizá sí lo hicimos, pero nadie percibió nuestra presencia. Al fin y al cabo, nos mantuvimos siempre en el envés de la historia, activamente invisibles en aquel tiempo que vivimos entre costuras.
Las convenciones de la vida académica a la que llevo vinculada más de veinte años exigen a los autores reconocer sus fuentes de manera ordenada y rigurosa; por esta razón, he decidido incluir una lista con las referencias bibliográficas más significativas consultadas para escribir esta novela. No obstante, una gran parte de los recursos en los que me he apoyado a la hora de recrear los escenarios, perfilar algunos personajes y dotar de coherencia a la trama exceden los márgenes de los papeles impresos y, a fin de que quede constancia de ellos, quiero mencionarlos en esta nota de reconocimientos.
Para recomponer los rincones del Tetuán colonial me he servido de los numerosos testimonios recogidos en los boletines de la Asociación La Medina de Antiguos Residentes del Protectorado español en Marruecos, por lo que agradezco las colaboraciones de sus nostálgicos socios y la amabilidad de los directivos Francisco Trujillo y Adolfo de Pablos. Igualmente útiles y entrañables han sido los recuerdos marroquíes desempolvados por mi madre y mis tías Estrella Vinuesa y Paquita Moreno, así como las múltiples contribuciones documentales facilitadas por Luis Álvarez, entusiasmado con este proyecto casi tanto como yo misma. Muy valiosa también ha sido la referencia bibliográfica aportada por el traductor Miguel Sáenz acerca de una singular obra parcialmente ubicada en Tetuán, a partir de la cual surgió la inspiración para dos de los grandes personajes secundarios de esta historia.
En la reconstrucción de la escurridiza trayectoria vital de Juan Luis Beigbeder me resultó de enorme interés la información suministrada por el historiador marroquí Mohamed Ibn Azzuz, celoso custodio de su legado. Por promover el encuentro con él y acogerme en la sede de la Asociación Tetuán-Asmir -la antigua y hermosa Delegación de Asuntos Indígenas- agradezco la atención de Ahmed Mgara, Abdeslam Chaachoo y Ricardo Barceló. Extiendo además mi reconocimiento a José Carlos Canalda por los detalles biográficos sobre Beigbeder; a José María Martínez-Val por atender mis consultas sobre su novela Llegará tarde a Hendaya , en la que el entonces ministro aparece como personaje; a Domingo del Pino por abrirme a través de un artículo la puerta a las memorias de Rosalinda Powell Fox -decisivas para la línea argumental de la novela-, y a Michael Brufal de Melgarejo por prestarse a ayudarme en la persecución de su pista difusa en Gibraltar.
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