Oí también rumores acerca de sus aventuras amorosas, de sus supuestos romances con una periodista francesa, una falangista, una espía americana, una escritora madrileña y la hija de un general. Que le encantaban las mujeres no era ningún secreto: sucumbía a los encantos femeninos con una facilidad pasmosa y se enamoraba con el fervor de un cadete; yo lo vi con mis propios ojos en el caso de Rosalinda, imagino que a lo largo de su vida habría pasado por otras relaciones similares. Pero que fuera un depravado y su debilidad por el sexo acabara echando su carrera por los suelos es, a mi modo de ver, una afirmación tremendamente frívola que no le hace justicia.
Desde el momento en que puso un pie de vuelta en España, la vida le fue cuesta abajo. Antes de marchar a Washington vivió durante un tiempo en un piso alquilado en la calle Claudio Coello; a su regreso se instaló en el hotel París en la calle Alcalá; pasó después alguna temporada acogido en casa de una hermana y acabó sus días en una pensión. Entró y salió del gobierno sin un duro y murió sin más posesiones en el armario que un par de trajes gastados, tres viejos uniformes de los tiempos africanos y una chilaba. Y unos centenares de folios en los que había comenzado a escribir con letra menuda sus memorias. Se quedó más o menos en la época del Barranco del Lobo; nunca llegó siquiera en ellas al inicio de la guerra civil.
Pasó años esperando a que la baraka, la suerte, se pusiera de su lado. Confiaba ilusamente en que volverían a requerirle para algún puesto: para cualquier misión que volviera a llenar sus días de actividad y movimiento. Nada llegó nunca y en su hoja de servicios, desde su retorno de Estados Unidos, sólo figuró la frase «A las órdenes del excelentísimo ministro del Ejército», lo cual en la jerga militar equivale a estar de brazos cruzados. Nadie le quiso más y a él le fallaron las fuerzas: no tuvo brío para enderezar su destino, y su mente, otras veces brillante, se acabó encasquillando. Pasó a la reserva en abril de 1950; un antiguo amigo marroquí, Bulaix Baeza, le ofreció un trabajo que le mantuvo medianamente entretenido durante sus últimos años, un humilde puesto administrativo en su empresa inmobiliaria madrileña. Murió en junio de 1957; bajo su lápida en la Sacramental de San Justo descansaron sesenta y nueve años de vida turbulenta. Sus papeles quedaron olvidados en la pensión de la Tomasa; unos meses después los recogió un viejo conocido de Tetuán a cambio de hacerse cargo de la factura de unos cuantos miles de pesetas que él dejó pendiente. A día de hoy allí sigue su archivo personal, bajo la celosa custodia de alguien que le conoció y estimó en su Marruecos feliz.
Recopilo ahora lo que fue de Rosalinda, y lo hilo con retazos del devenir de Beigbeder que tal vez sirvan para completar la visión de los últimos tiempos del ex ministro. Al final de la guerra mi amiga decidió abandonar Portugal e instalarse en Inglaterra. Quería que su hijo se educara allí, así que su socio Dimitri y ella convinieron traspasar El Galgo. El Jewish Joint Committee les otorgó conjuntamente una condecoración con la Cruz de Lorraine de la Resistencia Francesa en reconocimiento a sus servicios a los refugiados judíos. La revista americana Time publicó un artículo en el que Martha Gellhorn, la esposa de Ernest Hemingway, hablaba de El Galgo y Mrs Fox como dos de las mejores atracciones de Lisboa. Aun así, ella se fue.
Con el dinero obtenido por el traspaso se instaló en Gran Bretaña. Todo funcionó bien en los primeros meses: la salud recuperada, libras abundantes en el banco, viejos amigos recobrados y hasta los muebles de Lisboa recibidos sanos y salvos, entre ellos diecisiete sofás y tres pianos de cola. Y entonces, cuando todo estaba calmado y la vida sonreía, Peter Fox desde Calcuta volvió a recordarle que aún tenía un marido. Y le pidió que lo intentaran de nuevo. Y, contra todo pronóstico, ella aceptó.
Buscó una casa de campo en Surrey y se preparó para asumir por tercera vez en su vida el papel de esposa. Ella misma resumió la aventura en una palabra: imposible. Peter era el mismo de siempre: seguía comportándose como si Rosalinda aún fuera la niña de dieciséis años con la que un día se casó, trataba al servicio a patadas, era desconsiderado, egocéntrico y antipático. A los tres meses de su reencuentro ella ingresó en el hospital. La operaron, pasó semanas de convalecencia y sólo una cosa salió clara de ellas: tenía que dejar a su marido como fuera. Regresó entonces a Londres, alquiló una casa en Chelsea y durante un breve tiempo abrió un club al que puso el pintoresco nombre de The Patio. Peter, entretanto, se quedó en Surrey, negándose a devolverle sus muebles lisboetas y a concederle el divorcio de una maldita vez. Tan pronto como ella se recuperó, comenzó a pelear por su libertad definitiva.
Jamás rompió el contacto con Beigbeder. A finales de 1946, antes de que Peter regresara a Inglaterra, pasaron juntos unas semanas en Madrid. En 1950 volvió para otra temporada. Yo no estaba allí, pero por carta me contó la pena inmensa que le causó encontrar a un Juan Luis roto ya para siempre. Disfrazó la situación con su habitual optimismo: me habló de las poderosas corporaciones que él dirigía, de la gran figura que era en el mundo empresarial. Entre líneas percibí que mentía.
A partir de aquel año, una nueva Rosalinda pareció emerger con sólo dos fijaciones en mente: divorciarse de Peter y acompañar a Juan Luis en los últimos tramos de su existencia a lo largo de estancias temporales en Madrid. Él, según ella, envejecía a pasos de gigante, cada día más desilusionado, más deteriorado. Su energía, la agilidad mental, su ímpetu y aquel dinamismo de los viejos tiempos de la Alta Comisaría se apagaban con las horas. Le gustaba que ella lo sacara en coche, que fueran a comer a cualquier pueblo de la sierra, a un vulgar mesón al pie de la carretera, lejos del asfalto. Cuando no tenían más remedio que quedarse, paseaban. A veces se encontraban con viejos dinosaurios con los que un día él compartió cuarteles y despachos. La presentaba como mi Rosalinda, lo más sagrado en el mundo después de la Virgen. Ella, entonces, reía.
Le costaba trabajo entender por qué él estaba tan derrotado cuando no era demasiado viejo en años. Andaría entonces aún por los sesenta y pocos, pero era ya un anciano acabado en espíritu. Estaba cansado, entristecido, defraudado. De todos, con todos. Y entonces se le ocurrió la última de sus genialidades: pasar sus últimos años mirando hacia Marruecos. No dentro del país, sino contemplándolo desde la distancia. Prefería no retornar: apenas quedaba ya allí nadie de aquellos con quienes compartió sus tiempos de gloria. El Protectorado había acabado el año anterior y Marruecos, recobrado su independencia. Los españoles se habían ido y de sus viejos amigos marroquíes quedarían ya pocos vivos. No quiso volver a Tetuán, pero sí terminar sus días con aquella tierra en el horizonte. Y así se lo pidió. Ve al sur, Rosalinda, busca un sitio para nosotros mirando al mar.
Y ella lo buscó. Guadarranque. Al sur del sur. En la bahía de Algeciras, frente al Estrecho, con vistas a África y Gibraltar. Compró casa y terreno, volvió a Inglaterra a cerrar asuntos, ver a su hijo y cambiar de coche. Su intención era regresar a España en dos semanas, recoger a Juan Luis y emprender rumbo a una nueva vida. Al décimo día de su estancia en Londres, un cable desde España le anunció que él había muerto. Lo sintió ella con un desgarro en el alma, tanto que para hacer pervivir su memoria decidió instalarse sola en el hogar que habían ansiado compartir. Y allí siguió viviendo hasta los noventa y tres años, sin abandonar jamás aquella capacidad suya para mil veces caer y otras mil levantarse, sacudiéndose el polvo del vestido y echando a andar de nuevo con paso resuelto, como si nada hubiera pasado. Por muy duros que fueran los tiempos, jamás se fue de su lado el optimismo con el que apuntaló todos los golpes y al que se acogió para ver siempre el mundo desde el lado por el que el sol luce con más claridad.
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