María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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No le esperaba y sí le esperaba a la vez. Se había marchado de casa de mi padre junto con los Hillgarth unas horas antes, el agregado naval le invitó a acompañarle, probablemente quería hablar con él lejos de mi presencia. Yo regresé sola, sin saber en qué momento volvería a aparecer. Si es que volvía.

– Para ti -fue su saludo.

Cogí la pequeña rosa y le dejé entrar. Traía el lazo de la corbata flojo, como si voluntariamente hubiera decidido destensarse. Avanzó con paso lento hasta el centro del salón; parecía que con cada zancada enhebrara un pensamiento y calculara las palabras que tenía que decir. Por fin se giró y esperó a que me acercara hasta él.

– Sabes a lo que nos enfrentamos ¿verdad?

Lo sabía. Claro que lo sabía. Nos movíamos en pantanos de aguas turbias, en una jungla de mentiras y engranajes clandestinos con aristas capaces de cortar como el cristal. Un amor encubierto en tiempo de odios, carencia y traiciones, eso era lo que teníamos por delante.

– Sé a lo que nos enfrentamos, sí.

– No va a ser fácil -añadió.

– Nada es ya fácil -añadí.

– Puede ser duro.

– Quizá.

– Y peligroso.

– También.

Burlando trampas, sorteando riesgos. Sin planes, a contratiempo, entre las sombras: así habríamos de vivir. Aunando ganas y audacia. Con entereza, coraje y la fuerza de sabernos juntos frente a una causa común.

Nos miramos fijamente y me volvió el recuerdo de la tierra africana en donde todo empezó. Su mundo y mi mundo -tan lejanos antes, tan cercanos ya- por fin habían encajado. Y entonces me abrazó y, en el calor y la ternura de nuestra cercanía, tuve la certeza rotunda de que tampoco en esa misión íbamos a fracasar.

EPÍLOGO

Ésta fue mi historia o al menos así la recuerdo, barnizada tal vez con la pátina que las décadas y la nostalgia dan a las cosas. Ésta fue mi historia, sí. Trabajé a las órdenes del Servicio Secreto británico y a lo largo de cuatro años recopilé y transmití información sobre los alemanes en la península Ibérica con pleno rigor y puntualidad. Nunca nadie me instruyó sobre táctica militar, topografía del terreno de combate o manejo de explosivos, pero mis trajes sentaban como ninguno y la fama de mi taller me blindó de cualquier sospecha. Lo mantuve en funcionamiento hasta el 45 y me convertí en una virtuosa del doble juego.

Lo que pasó en España tras la guerra europea y el rastro de muchas de las personas que han circulado por este recuento de aquellos años se encuentra en los libros de historia, los archivos y las hemerotecas. No obstante, lo voy a sintetizar aquí, por si a alguien interesa saber qué fue de todos ellos. Intentaré hacerlo bien; al fin y al cabo, ése fue siempre mi trabajo: casar partes y componer piezas con armonía.

Empezaré por Beigbeder, quizá el más desafortunado de todos los personajes de este relato. Desde que acabó su arresto en Ronda, supe que había estado varias veces en Madrid, que incluso se instaló de manera permanente durante varios meses. A lo largo de ellos, mantuvo contacto constante con las embajadas inglesa y americana, y les ofreció mil planes que en algunas ocasiones fueron lúcidos y, en otras, del todo extravagantes. Él mismo contó que intentaron asesinarle en dos ocasiones, aunque también aseguró, paradójicamente, que aún mantenía interesantes contactos con el poder. Los viejos amigos le atendieron con cortesía, algunos hasta con verdadero afecto. Hubo también quien se lo quitó de encima sin escucharle siquiera; de qué iba a servirles ya aquel ángel caído.

En el patio de vecinas que era la España de entonces, donde todo se transmitía de boca a oreja, corrió poco después la voz de que su errático devenir por fin tenía un destino. A pesar de que casi todos consideraran que su carrera estaba muerta y rematada, en 1943, cuando empezaba a vislumbrarse que la victoria alemana era dudosa, Franco -contra todo pronóstico y con gran secretismo- volvió a requerir de sus servicios. Sin darle puesto oficial alguno, lo ascendió a general de la noche a la mañana y, con poderes de ministro plenipotenciario, le encargó una misión un tanto difusa que tendría Washington como destino. Desde que el Caudillo le encomendó la tarea hasta que salió de España para emprenderla, pasaron meses. Alguien me contó que él mismo, extrañamente, rogó a miembros de la embajada norteamericana que se demoraran todo lo posible para concederle un visado: sospechaba que lo único que Franco quería de él era sacarle de España con la intención de que no volviera más.

Lo que hizo Beigbeder en América nunca estuvo del todo claro y sobre ello corrieron rumores dispares. Según algunos, el Generalísimo lo mandó a restaurar relaciones, tender puentes y convencer a los estadounidenses de la absoluta neutralidad de España en la guerra, como si nunca hubiera tenido él la fotografía dedicada del Führer presidiendo la mesa de su despacho. Otras voces también fiables afirmaron, en cambio, que su labor fue mucho más militar que meramente diplomática: discutir el futuro del norte de África en su calidad de antiguo alto comisario y gran conocedor de la realidad marroquí. Hubo además quien dijo que el ex ministro había ido a la capital norteamericana a convenir con el gobierno de Estados Unidos las bases para la creación de una «España libre», paralela a la «Francia libre», en previsión de una posible entrada de los alemanes en la Península. Se oyó además la versión de que, tan pronto como aterrizó, dijo a todo el que quiso escucharle que sus relaciones con la España de Franco estaban rotas y se dedicó a buscar simpatías hacia la causa monárquica. Y hubo alguna voz calenturienta que sugirió que el objetivo de aquel viaje tan sólo respondió a su deseo personal de sumergirse en una vida disoluta y pecaminosa llena de vicio desenfrenado. Fuera cual fuera la naturaleza de la misión, el hecho es que el Caudillo no debió de quedar contento con la manera en que fue realizada: años después se encargó de decir sobre Beigbeder públicamente que era un degenerado muerto de hambre dedicado a dar sablazos a todo aquel que pillaba cerca.

Nunca, en fin, logró saberse del todo qué hizo con exactitud en Washington; lo único cierto es que su estancia se alargó hasta el final de la guerra mundial. En su camino de ida hizo escala en Lisboa y por fin se reunió con Rosalinda. Llevaban dos años y medio sin verse. Pasaron una semana juntos a lo largo de la cual intentó convencerla de que marcharan con él a América. No lo consiguió, nunca supe por qué. Ella justificó su decisión escudándose en el hecho de que no estaban casados, algo que, en su opinión, acabaría enturbiando el prestigio social de Juan Luis entre la élite diplomática norteamericana. No la creí e imagino que él tampoco: si había sido capaz de ponerse el mundo por montera en la pacata España surgida de la victoria, por qué no habría de hacerlo también al otro lado del Atlántico. A pesar de todo, nunca aclaró ella las verdaderas razones de aquella inesperada decisión suya.

A partir de su regreso a España en 1945, Beigbeder fue un miembro activo en el grupo de generales que pasaron años maquinando sin fruto para derrocar a Franco: Aranda, Kindelán, Dávila, Orgaz, Varela. Tuvo contactos con don Juan de Borbón y participó en mil conspiraciones, todas ellas infructuosas y algunas hasta un tanto patéticas, como la que capitaneó el general Aranda para pedir asilo en la embajada norteamericana y crear allí mismo un gobierno monárquico en el exilio. Algunos de sus compañeros llegaron a tacharle de traidor, de haber ido a El Pardo con el cuento de la conspiración. Ninguno de aquellos planes para acabar con el régimen llegó a cuajar y la mayoría de sus integrantes pagaron su insumisión con arrestos, destierros y destituciones. Tiempo después me dijeron que estos generales recibieron durante la guerra mundial millones de pesetas del gobierno inglés a través del financiero Juan March y de manos de Hillgarth, a fin de influir en el Caudillo para que España no entrara en la guerra del lado del Eje. Desconozco si eso fue verdad o no; puede que algunos de ellos aceptaran el dinero, tal vez se lo repartieron tan sólo entre unos cuantos. A Beigbeder, desde luego, no le llegó nada y acabó sus días «ejemplarmente pobre», como dijo de él Dionisio Ridruejo.

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