María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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Tal vez se estén también preguntando qué acabó siendo de Serrano Suñer, déjenme que se lo cuente. Los alemanes invadieron Rusia en junio del 42 y él, dispuesto a seguir apoyando con todo su fervor a los buenos amigos del Tercer Reich, se encaramó al balcón de la Secretaría General del Movimiento en la calle Alcalá y, con su inmaculada sahariana blanca y la apariencia de un galán de cine, gritó feroz aquello de «¡Rusia es culpable!». Montó entonces esa caravana de voluntarios desgraciados que fue la División Azul, engalanó la Estación del Norte con banderas nazis, y mandó a miles de españoles amontonados en trenes a morir de frío o a jugarse la vida del lado del Eje en una guerra que no era la suya y para la que nadie le había pedido ayuda.

No sobrevivió políticamente, sin embargo, para ver cómo Alemania perdía la guerra. El 3 de septiembre de 1942, veintidós meses y diecisiete días más tarde que Beigbeder y exactamente con las mismas palabras, el Boletín Oficial del Estado anunció su cese en todos sus cargos. La razón de la caída del cuñadísimo fue, supuestamente, un violento incidente en el que estuvieron mezclados carlistas, ejército y miembros de Falange. Hubo una bomba, decenas de heridos y dos bajas: la del falangista que la lanzó -que fue ejecutado- y la de Serrano, depuesto por ser el presidente de la Junta Política de Falange. Bajo cuerda, sin embargo, circularon otras historias.

El sostenimiento de Serrano estaba costando a Franco, al parecer, un precio excesivo. Era cierto que el brillante hermano político había cargado sobre sus espaldas con la puesta en marcha del entramado civil del régimen; cierto fue también que él mismo sacó adelante gran parte del trabajo sucio. Organizó la administración del nuevo Estado y atajó las insubordinaciones e insolencias de los falangistas contra Franco, a quien tenían, por cierto, en una muy baja consideración. Elucubró, organizó, dispuso y actuó en todos los flancos de la política interior y exterior, y tanto trabajó, tanto se implicó y con tanto empeño lo hizo que acabó hartando hasta a su sombra. Los militares le odiaban y en la calle resultaba tremendamente antipático, hasta el punto de que el pueblo volcaba en él la culpa de todos los males de España, desde la subida de los precios de los cines y espectáculos, hasta la sequía que asoló el campo aquellos años. Serrano fue muy útil a Franco, sí, pero llegó a acumular demasiado poder y excesivos odios. Su presencia se hizo cargante para todos y, además, el pronóstico de la victoria de Alemania que con tanto entusiasmo apoyó empezaba a tambalearse. Se dijo por eso que el Caudillo aprovechó el incidente de los falangistas violentos para librarse de él y, de paso, cargarle el muerto de ser el único responsable de toda la simpatía española hacia el Eje.

Aquélla fue, informalmente, la versión formal de los hechos. Y, más o menos, así se creyó. Pero yo me enteré de que hubo otra razón añadida, una razón que tal vez tuviera incluso más peso que las propias tensiones políticas internas, el hartazgo de Franco y la guerra europea. Supe de ello sin moverme de mi casa, en mi taller y a través de mis propias clientas, de las españolas de alcurnia que cada vez eran más abundantes en mis probadores. Según ellas, la verdadera artífice del descalabro de Serrano fue Carmen Polo, la señora. La movió, contaban, la indignación de saber que el 29 de agosto, la hermosa e insolente marquesa de Llanzol había dado a luz a su cuarta hija. A diferencia de los retoños anteriores, el padre de aquella niña de ojos de gato no era su propio marido, sino Ramón Serrano Suñer, su amante. La humillación que tal escándalo suponía no sólo para la esposa de Serrano -la hermana de doña Carmen, Zita Polo-, sino para la familia Franco Polo en sí rebasó todo lo que la esposa del Caudillo estaba dispuesta a soportar. Y apretó a su marido por donde más duele hasta que lo convenció para que prescindiera de su cuñado. El cese vengativo fue inminente. Tres días tardó Franco en comunicárselo en privado y uno más en hacerlo público. Rosalinda habría dicho que, a partir de entonces, Serrano quedó totally out. Candelaria la matutera lo habría formulado de una manera más resuelta: a la puta calle.

Se rumoreó que poco después le sería asignada la representación diplomática en Roma, que tal vez, transcurrido un tiempo, volviera a acercarse al poder. Nunca fue así. El ninguneo a su persona por parte de su cuñado no cesó jamás. En su descargo hay que decir, no obstante, que él mantuvo una larga vida con dignidad y discreción, ejerciendo la abogacía, participando en empresas privadas y escribiendo colaboraciones periodísticas y libros de memorias un tanto maquilladas. Desde la disidencia y utilizando siempre tribunas públicas, incluso se permitió sugerir de vez en cuando a su pariente la conveniencia de afrontar profundas reformas políticas. Nunca descendió de su complejo de superioridad, pero tampoco cayó en la tentación, como tantos otros, de declararse demócrata de toda la vida cuando las tornas cambiaron. Con el paso de los años, su figura fue ganando un relativo respeto en la opinión pública española, hasta que murió cuando sólo le restaban unos días para alcanzar los ciento dos años.

Más de tres décadas después de arrebatarle el puesto con tan mala saña, Serrano tendría para Beigbeder unas líneas de aprecio en sus memorias. «Era una persona extraña y singular, con cultura superior a la corriente, capaz de mil locuras», diría textualmente. Hombre honrado, fue su dictamen final. Llegó demasiado tarde.

Alemania se rindió el 8 de mayo de 1945. Horas después, su embajada en Madrid y el resto de sus dependencias fueron oficialmente clausuradas y entregadas a los ministerios de Gobernación y Exteriores. Sin embargo, los Aliados no tuvieron acceso a estos inmuebles hasta la firma del Acta de Rendición, el 5 de junio del mismo año. Cuando los funcionarios británicos y estadounidenses pudieron por fin acceder a los edificios desde los que los nazis habían actuado en España, no encontraron más que los restos de un saqueo laborioso: las paredes desnudas, los despachos sin muebles, los archivos quemados y las cajas de caudales abiertas y vacías. En su precipitado afán por no dejar ni rastro de lo que allí hubo, se llevaron hasta las lámparas. Y todo ello, ante los ojos consentidores de los agentes del Ministerio español de Gobernación encargados de su custodia. Con el tiempo, algunos bienes fueron localizados y embargados: alfombras, cuadros, tallas antiguas, porcelanas y objetos de plata. A muchos otros, sin embargo, se les perdió el rastro para siempre. Y de los documentos comprometedores que testimoniaban la íntima complicidad entre España y Alemania, no quedaron más que las cenizas. Sí parece, en cambio, que los Aliados consiguieron recuperar el botín más valioso de los nazis en España: dos toneladas de oro fundido en centenares de lingotes, sin cuño y sin inventariar, que durante un tiempo estuvieron tapados con mantas en el despacho del encargado de Política Económica del gobierno. En cuanto a los alemanes influyentes que tan activos se mantuvieron durante la guerra y cuyas esposas lucieron mi ropa en brillantes fiestas y recepciones, unos cuantos fueron deportados, otros evitaron la repatriación prestándose a colaborar, y muchos lograron esconderse, camuflarse, fugarse, nacionalizarse españoles, escurrirse como anguilas o reconvertirse misteriosamente en ciudadanos honrados con el pasado limpio como una patena. A pesar de la insistencia de los Aliados y de la presión para que España se adhiriera a las resoluciones internacionales, el régimen mostró escaso interés en participar activamente y mantuvo protegidos a bastantes de los colaboradores que integraban las listas negras.

En cuanto a España, hubo quien pensó que el Caudillo caería con la capitulación de Alemania. Muchos creyeron, ilusos, que poco faltaba ya para la restauración de la monarquía o la llegada de un régimen más aperturista. No fue así ni por lo más remoto. Franco hizo un lavado de cara al gobierno cambiando algunas carteras, cortó unas cuantas cabezas en la Falange, atornilló su alianza con el Vaticano y tiró para adelante. Y los nuevos amos del mundo, las intachables democracias que con tanto heroísmo y esfuerzo habían derrotado al nazismo y al fascismo, le dejaron hacer. A esas alturas, con Europa inmersa en su propia reconstrucción, a quién importaba ya aquel país ruidoso y destartalado; a quién interesaban sus hambres, sus minas, los puertos del Atlántico y el puño firme del general bajito que los gobernaba. Nos negaron la entrada en las Naciones Unidas, retiraron embajadores y no nos dieron ni un dólar del Plan Marshall, cierto. Pero tampoco intervinieron más. Allá ellos con su suerte. «Hands off», dijeron los Aliados en cuanto llegó la victoria. Manos fuera, muchachos, nos vamos. Dicho y hecho: el personal diplomático y los servicios secretos embalaron sus bártulos, se sacudieron la mugre y pusieron rumbo a casa. Hasta que, años después, a algunos les interesó volver y congraciarse, pero ésa ya es otra historia.

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