María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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47

El gentío asistente era inmenso: masas humanas agolpadas frente a las taquillas, colas de decenas de metros para formalizar los boletos de apuestas, y las gradas y la zona cercana a la pista llenas a rebosar de público ansioso y vociferante. Los privilegiados que ocupaban los palcos reservados, en cambio, flotaban en una dimensión distinta: sin agobios ni griterío, sentados en sillas auténticas y no sobre peldaños de cemento, y atendidos por camareros de chaquetilla impoluta dispuestos a servirles con diligencia.

En cuanto accedimos al palco, sentí en mi interior algo parecido al mordisco de una tenaza de hierro. Apenas necesité un par de segundos para percibir el alcance del despropósito al que me enfrentaba: allí no había más que un minúsculo grupo de españoles mezclados con un denso número de ingleses, hombres y mujeres que, copa en mano y armados de binoculares, fumaban, bebían y charlaban en su lengua a la espera del galope de los equinos. Y para que no quedara duda de su causa y procedencia, los cobijaba una gran bandera británica amarrada en plano sobre la barandilla.

Quise que la tierra me tragara, pero todavía no era el momento: mi capacidad para el estupor aún no había tocado fondo. Para ello, sólo necesité adentrarme unos pasos y dirigir la mirada hacia la izquierda. En el palco vecino, prácticamente vacío aún, ondeaban tres estandartes verticales mecidos por el viento: sobre el fondo rojo de cada uno de ellos destacaba un círculo blanco con la esvástica negra en el centro. El palco de los alemanes, separado del nuestro por una pequeña valla que apenas superaba el metro de altura, esperaba la llegada de sus ocupantes. Por el momento tan sólo había en él un par de soldados custodiando el acceso y unos cuantos camareros organizando el avituallamiento pero, a la vista de la hora y de la premura con la que procedían con los preparativos, no me cupo duda de que los asistentes esperados tardarían muy poco en llegar.

Antes de serenarme lo suficiente como para poder reaccionar y decidir la manera más rápida de desaparecer de aquella pesadilla, Gonzalo se encargó de aclararme al oído quiénes eran todos aquellos súbditos de su graciosa majestad.

– He olvidado decirte que íbamos a reunimos con unos viejos amigos a los que hace tiempo que no veo. Son ingenieros ingleses de las minas de Río Tinto, han venido con algunos compatriotas suyos de Gibraltar e imagino que también se acercará gente de la embajada. Están todos entusiasmados con la reapertura del hipódromo; ya sabes que son unos grandes apasionados de los caballos.

Ni lo sabía, ni me interesaba: en aquel momento tenía otras urgencias por encima de las aficiones de aquellos individuos. Por ejemplo, huir de ellos como de la peste. La frase de Hillgarth en la Legación Americana de Tánger aún me resonaba en los oídos: cero contacto con los ingleses. Y menos aún -le faltó decir- delante de las narices de los alemanes. En cuanto los amigos de mi padre se percataron de nuestra llegada, comenzaron los afectuosos saludos a Gonzalo old boy y a su joven e inesperada acompañante. Los devolví con palabras parcas, intentando camuflar los nervios tras una sonrisa tan débil como falsa a la vez que sopesaba disimuladamente el alcance de mi riesgo. Y así, mientras respondía a las manos que los rostros anónimos me tendieron, barrí con los ojos el entorno buscando algún resquicio por el que volatilizarme sin poner a mi padre en evidencia. Pero no lo tenía fácil. Nada fácil. A la izquierda estaba la tribuna de los alemanes con sus ostentosas insignias; la de la derecha la ocupaban un puñado de individuos con barrigas generosas y gruesos anillos de oro que fumaban puros grandes como torpedos en compañía de mujeres de pelo oxigenado y labios rojos como amapolas para las que yo jamás habría cosido ni un pañuelo en mi taller. Aparté la mirada de todos ellos: los estraperlistas y sus despampanantes queridas no me interesaban lo más mínimo.

Bloqueada por izquierda y derecha, y con una barandilla al frente volada sobre el vacío, tan sólo me quedaba la solución de escapar por donde habíamos venido, aunque sabía que aquello era toda una temeridad. Existía una única vía de acceso para alcanzar aquellos palcos, lo había comprobado al llegar: una especie de pasillo enladrillado de apenas tres metros de anchura. Si decidía retroceder por él, correría el riesgo muy probable de encontrarme con los alemanes de cara. Y entre ellos, sin duda, me toparía con lo que más me asustaba: clientas germanas cuyas bocas incautas a menudo dejaban caer sabrosos pedazos de información que yo recogía con la más desleal de las sonrisas y trasladaba después al Servicio Secreto del país enemigo; señoras a las que debería detenerme a saludar y que, sin duda alguna, se preguntarían suspicaces qué hacía su couturier marroquí huyendo como alma que lleva el diablo de un palco abarrotado de ingleses.

Sin saber qué hacer, dejé a Gonzalo repartiendo aún saludos y me senté en el ángulo más protegido de la tribuna con los hombros encogidos, las solapas de la chaqueta subidas y la cabeza medio agachada, intentando -ilusamente- pasar desapercibida en un espacio diáfano donde de sobra sabía que era imposible esconderse.

– ¿Te encuentras bien? Estás pálida -dijo mi padre mientras me tendía una copa de cup de frutas.

– Creo que estoy un poco mareada, se me pasará pronto -mentí.

Si en la gama de los colores existiera alguno más oscuro que el negro, mi ánimo habría estado a punto de rozarlo tan pronto como el palco alemán comenzó a agitarse con un mayor movimiento. Vi de reojo cómo entraban más soldados; tras ellos llegó un robusto superior dando órdenes, señalando aquí y allá, lanzando ojeadas cargadas de desprecio hacia el palco de los ingleses. Los siguieron varios oficiales con botas brillantes, gorras de plato y la inevitable esvástica en el brazo. Ni se dignaron a mirar en nuestra dirección: se mantuvieron simplemente altivos y distantes, manifestando con su actitud envarada un evidente desdén hacia los ocupantes de la tribuna vecina. Unos cuantos individuos vestidos de calle llegaron después, noté con un escalofrío que alguno de aquellos rostros me resultaba familiar. Probablemente todos ellos, militares y civiles, estaban enlazando aquel evento con otro previo, de ahí que hicieran su aparición prácticamente a la vez, con grupos formados y el tiempo justo para ver la primera carrera. De momento sólo había hombres: mucho me equivocaría si sus esposas no los seguían de inmediato.

El ambiente se animaba por segundos en medida proporcional al incremento de mi angustia: el grupo de británicos se había nutrido, los prismáticos pasaban de mano en mano y las conversaciones trataban con la misma familiaridad del turf , el paddock y los jockeys que de la invasión de Yugoslavia, los atroces bombardeos sobre Londres o el último discurso de Churchill en la radio. Y justo entonces le vi. Le vi y él me vio. Y de pronto sentí que me faltaba el aliento. El capitán Alan Hillgarth acababa de entrar en el palco con una elegante mujer rubia del brazo: su esposa, probablemente. Posó en mí los ojos apenas unas décimas de segundo y después, conteniendo un minúsculo gesto de alarma y desconcierto que sólo yo aprecié, dirigió una mirada veloz hacia el palco alemán al que seguía llegando un goteo incesante de personas.

Le esquivé levantándome para evitar tenerle que mirar de frente, estaba convencida de que aquello era el final, de que ya no había manera humana de escapar de esa ratonera. No podría haber previsto un desenlace más patético para mi breve carrera de colaboradora de la inteligencia británica: estaba a punto de ser descubierta en público, delante de mis clientas, de mi superior y de mi propio padre. Me agarré a la barandilla apretando los dedos y deseé con todas mis fuerzas que aquel día nunca hubiera llegado: no haber salido nunca de Marruecos, no haber aceptado jamás aquella disparatada propuesta que había hecho de mí una conspiradora imprudente y cargada de torpeza. Sonó el pistoletazo de la primera carrera, los caballos comenzaron su galope febril y los gritos entusiastas del público rasgaron el aire. Mi mirada se mantenía supuestamente concentrada en la pista, pero mis pensamientos trotaban ajenos a los cascos de los caballos. Intuí que las alemanas deberían estar ya llenando su palco y presentí la desazón de Hillgarth al intentar encontrar la manera de abordar el inminente descalabro al que nos enfrentábamos. Y entonces, como un fogonazo, la solución se me presentó delante de los ojos al percibir a un par de camilleros de la Cruz Roja apostados con indolencia contra un muro a la espera de algún percance. Si no podía salir por mí misma de aquel palco envenenado, alguien tendría que sacarme de allí.

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