– Lo siento.
Se encogió de hombros con gesto de resignación. En sus ojos percibí una pena inmensa.
– Era un insensato y un alocado, pero era mi hijo. Nuestra relación en los últimos tiempos fue desagradable y turbulenta; él pertenecía a Falange, a mí no me gustaba. Vista desde hoy, sin embargo, aquella Falange era casi una bendición. Al menos partían de unos ideales románticos y unos principios un tanto utópicos pero moderadamente razonables. Sus componentes eran una pandilla de ilusos consentidos, bastante zánganos en su mayoría pero, por fortuna, tenían poco que ver con los oportunistas de hoy, esos que vociferan el Cara al sol con el brazo enhiesto y la vena del cuello hinchada, invocando al ausente como si fuera la sagrada forma cuando antes de empezar la guerra ni siquiera habían oído hablar de José Antonio. No son más que una pandilla de chulos arrogantes y grotescos…
Volvió súbitamente a la realidad del fulgor de las arañas de cristal, al sonido de las maracas y las trompetas, y al movimiento acompasado de los cuerpos al ritmo de El manisero . Volvió a la realidad y volvió a mí, me tocó el brazo, me acarició con suavidad.
– Discúlpame, a veces me enciendo más de la cuenta. Te estoy aburriendo, no es éste el momento de hablar de estas cosas. ¿Quieres bailar?
– No, no quiero, gracias. Prefiero seguir hablando contigo.
Se acercó un camarero, dejamos en la bandeja las copas vacías y cogimos otras llenas.
– Nos habíamos quedado en que Enrique te había puesto una denuncia… -dijo entonces.
No le dejé seguir; quería primero aclarar algo que revoloteaba en mi cabeza desde el principio de nuestro encuentro.
– Antes de que te lo cuente, aclárame algo. ¿Dónde está tu mujer?
– Enviudé. Antes de la guerra, al poco de veros a ti y a tu madre, en la primavera del 36. María Luisa estaba en el sur de Francia con sus hermanas. Una de ellas tenía un Hispano-Suiza y un mecánico al que gustaba en exceso el alterne nocturno. Una mañana las recogió para llevarlas a misa; probablemente no había dormido en toda la noche y en un descuido absurdo se salió de la carretera. Dos de las hermanas murieron, María Luisa y Concepción. El conductor perdió una pierna y la tercera de las hermanas, Soledad, resultó ilesa. Ironías de la vida, era la mayor de las tres.
– Lo lamento mucho.
– A veces pienso que fue lo mejor para ella. Era muy timorata, tenía un carácter tremendamente asustadizo; el más pequeño incidente doméstico le causaba una gran conmoción. Creo que no habría podido soportar la guerra, ni dentro de España ni fuera de ella. Y, por supuesto, nunca habría podido asimilar la muerte de Enrique. Así que quizá la divina providencia le hiciera un favor llevándosela antes de tiempo. Y ahora sigue contándome; estábamos hablando de tu denuncia. ¿Sabes algo más, tienes alguna idea de cómo está el asunto ahora?
– No. En septiembre, antes de venir a Madrid, el comisario de la policía de Tetuán intentó hacer averiguaciones.
– ¿Para inculparte?
– No; para ayudarme. El comisario Vázquez no es exactamente un amigo, pero siempre me trató bien. Tienes una hija que ha estado metida en algunos problemas, ¿sabes?
El tono de mi voz debió de indicarle que hablaba en serio.
– ¿Me los vas a contar? Me gustaría poder ayudarte.
– No creo que de momento haga falta, todo está ahora más o menos en orden, pero gracias por el ofrecimiento. De todas maneras, tal vez tengas razón: deberíamos vernos otro día y charlar despacio. En parte, esos problemas míos también te afectan a ti.
– Adelántame algo.
– Ya no tengo las joyas de tu madre.
No pareció inmutarse.
– ¿Las tuviste que vender?
– Me las robaron.
– ¿Y el dinero?
– También.
– ¿Todo?
– Hasta el último céntimo.
– ¿Dónde?
– En un hotel de Tánger.
– ¿Quién?
– Un indeseable.
– ¿Le conocías?
– Sí. Y ahora, si no te importa, vamos a cambiar de conversación. Otro día, con más tranquilidad, te contaré los detalles.
Faltaba ya poco para la medianoche y por el salón se movían cada vez más fracs, más uniformes de gala, más vestidos de noche y escotes cuajados de joyas. Primaban los españoles, pero había también un número considerable de extranjeros. Alemanes, ingleses, americanos, italianos, japoneses; todo un popurrí de países en guerra inmersos entre una maraña de respetables y adinerados ciudadanos patrios, ajenos todos por unas horas al salvaje despedazamiento de Europa y a la sordidez de un pueblo devastado que estaba a punto de decir hasta nunca a uno de los años más tremebundos de su historia. Las carcajadas sonaban por todas partes y las parejas seguían deslizándose al compás contagioso de las congas y las guarachas que la orquesta de músicos negros interpretaba sin decaer. Los lacayos con librea que nos habían recibido flanqueando la escalera comenzaron a repartir pequeñas cestas con uvas e instaron a los invitados a dirigirse a la terraza para tomarlas a la par de las campanadas del vecino reloj de la Puerta del Sol. Mi padre me ofreció su brazo y yo lo acepté: aunque cada uno hubiera llegado por su cuenta, de alguna manera silenciosa habíamos convenido recibir el año juntos. En la terraza nos reunimos con algunos amigos, su hijo y mis maquinadoras clientas. Me presentó a Carlos, mi medio hermano, parecido a él y en absoluto a mí. Cómo podría haber intuido él que tenía delante a la modistilla advenediza de su propia sangre a la que su hermano denunció por haberles birlado a ambos un buen pellizco de su herencia.
A nadie parecía importar el intenso frío de la terraza: el número de invitados se había multiplicado y los camareros no daban abasto circulando entre ellos mientras vaciaban botellas de champán envueltas en grandes servilletas blancas. Las conversaciones animadas, las risas y el tintineo de las copas parecían sostenerse en el aire a punto de rozar el cielo de invierno oscuro como el carbón. Desde la calle entretanto, como un rugido bronco, ascendía el sonido de las voces de aquella masa apelotonada de infortunados; esos a los que su negra suerte había destinado a mantenerse al ras de los adoquines y a compartir un litro de vino barato o una botella de cazalla rasposa como el asperón.
Empezaron a oírse las campanadas, primero los cuartos, después las definitivas. Comencé a tomar las uvas concentrada: dong, una, dong, dos, dong, tres, dong, cuatro. A la quinta noté que Gonzalo había pasado su brazo sobre mis hombros y me atraía hacia sí; a la sexta los ojos se me llenaron de lágrimas. La séptima, la octava y la novena las tragué a ciegas, haciendo esfuerzos por contener el llanto. A la décima lo logré, con la undécima me recompuse y al sonar la última me giré y abracé a mi padre por segunda vez en mi vida.
A mediados de enero me reuní con él para explicarle los pormenores del robo de su herencia. Supuse que creyó la historia; si no lo hizo, lo disimuló bien. Almorzamos en Lhardy y me propuso que nos siguiéramos viendo. Me negué sin tener una razón fundamentada para ello; tal vez pensara que era demasiado tarde para intentar recuperar todo lo que nunca vivimos juntos. Él continuó insistiendo, no parecía dispuesto a aceptar mi rechazo con facilidad. Y lo logró en parte: el muro de mi resistencia fue poco a poco cediendo. Volvimos a comer juntos alguna otra vez, fuimos al teatro y a un concierto en el Real, incluso una mañana de domingo paseamos por el Retiro como treinta años antes él hiciera con mi madre. Le sobraba tiempo, ya no trabajaba; al terminar la guerra pudo recuperar su fundición, pero decidió no reabrirla. Después vendió los terrenos que ocupaba y se dedicó a vivir de las rentas que con ellos obtuvo. ¿Por qué no quiso seguir, por qué no reimpulsó su negocio tras la contienda? Por puro desencanto, creo. Nunca me contó en detalle sus vicisitudes durante aquellos años, pero los comentarios insertados en las distintas conversaciones que en ese tiempo mantuvimos me permitieron reconstruir más o menos su doloroso periplo. No parecía, sin embargo, un hombre resentido: era demasiado racional como para permitir que sus vísceras agarraran el mando de su vida. A pesar de pertenecer a la clase de los vencedores, era también tremendamente crítico con el nuevo régimen. Y era irónico y un gran conversador, y entre ambos establecimos una relación especial con la que no nos planteamos compensar su ausencia a lo largo de todos los años de mi niñez y juventud, sino empezar de cero una amistad entre adultos. En su círculo se murmuró acerca de nosotros, se especuló sobre la naturaleza del nexo que nos unía, y a sus oídos llegaron mil extravagantes suposiciones que compartió conmigo divertido y a nadie se preocupó de clarificar.
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