La justificación podría haber sido la emoción del momento o el cansancio acumulado a lo largo de los meses, tal vez los nervios o la tensión. Nada de eso fue la causa verdadera, sin embargo. Lo único que me llevó a aquella inesperada reacción fue el mero instinto de supervivencia. Elegí el lugar apropiado: el flanco derecho de la tribuna, el más alejado de los alemanes. Y calculé el momento justo: apenas unos segundos después de terminar la primera carrera, cuando la algarabía reinaba por todas partes y los gritos entusiastas se mezclaban con expresiones sonoras de desencanto. En ese instante exacto, me dejé caer. Con un movimiento premeditado, giré la cabeza e hice que el pelo acabara cubriéndome la cara una vez en el suelo, por si alguna mirada curiosa del palco contiguo consiguiera colarse entre los pares de piernas que inmediatamente me rodearon. Quedé inmóvil, con los ojos cerrados y el cuerpo lánguido; el oído, en cambio, lo mantuve atento, absorbiendo todas y cada una de las voces que a mi alrededor sonaron. Desmayo, aire, Gonzalo, rápido, pulso, agua, más aire, rápido, rápido, ya vienen, botiquín, y otras tantas palabras en inglés que no entendí. Los camilleros tardaron en llegar apenas un par de minutos. Me trasladaron del suelo a la lona y me cubrieron con una manta hasta el cuello. Un, dos, tres, arriba, noté cómo me alzaban.
– Le acompaño -oí decir a Hillgarth-. Si es necesario, podemos llamar al médico de la embajada.
– Gracias, Alan -respondió mi padre-. No creo que sea nada importante, un simple desvanecimiento. Vamos a la enfermería; después, ya veremos.
Los camilleros avanzaban con prisa por el túnel de acceso llevándome en vilo; detrás, forzando el paso, nos seguían mi padre, Alan Hillgarth y un par de ingleses a los que no logré identificar, compañeros o lugartenientes del agregado naval. Aunque me ocupé de nuevo de que el pelo me tapara la cara al menos parcialmente una vez en la camilla, antes de que me sacaran del palco reconocí la mano firme de Hillgarth subiéndome la manta hasta la frente. No pude ver nada más, pero sí oír con nitidez todo lo que a continuación pasó.
En los metros iniciales del pasillo de salida no nos cruzamos con nadie, pero hacia la mitad del recorrido la situación cambió. Y con ello se confirmaron mis más oscuros presagios. Primero oí más pasos y voces de hombre que hablaban con prisa en alemán. Schnell, schnell, die haben bereits begonnen . Andaban en sentido contrario al nuestro, casi corrían. Por la firmeza de las pisadas, intuí que serían militares; la seguridad y contundencia del tono de sus palabras me hicieron suponer que se trataba de oficiales. Imaginé que la visión del agregado naval enemigo escoltando una camilla con un cuerpo cubierto por una manta tal vez generaría en ellos una cierta alarma, pero no se detuvieron; tan sólo cruzaron unos ásperos saludos y continuaron enérgicos su camino hacia el palco contiguo al que nosotros acabábamos de abandonar. Los taconeos y las voces femeninas llegaron a mis oídos tan sólo unos segundos después. Las oí acercarse con paso firme también, rotundas y avasalladoras. Cohibidos ante tal despliegue de determinación, los camilleros se hicieron a un lado deteniéndose unos instantes para dejarlas pasar; casi nos rozaron. Contuve la respiración y noté el corazón bombear con fuerza; las oí alejarse después. No reconocí ninguna voz concreta ni pude precisar cuántas serían, pero calculé que al menos media docena. Seis alemanas, tal vez siete, tal vez más; posiblemente varias de ellas fueran clientas mías: de las que elegían las telas más caras y lo mismo me pagaban con billetes que con noticias recién horneadas.
Simulé que recobraba la conciencia unos minutos más tarde, cuando los ruidos y las voces se habían amortiguado y supuse que por fin estábamos en terreno seguro. Dije unas palabras, los tranquilicé. Llegamos entonces a la enfermería; Hillgarth y mi padre despacharon a los acompañantes ingleses y a los camilleros: a los primeros los despidió el agregado naval con unas breves órdenes en su lengua; a los segundos Gonzalo con una propina generosa y un paquete de cigarrillos.
– Ya me encargo yo, Alan, gracias -dijo mi padre finalmente cuando nos quedamos a solas los tres. Me tomó el pulso y confirmó que estaba medianamente en condiciones-. No creo que haga falta llamar a un médico. Voy a intentar acercar el coche hasta aquí: me la llevo a casa.
Noté a Hillgarth dudar unos segundos.
– De acuerdo -dijo entonces-. Me quedaré acompañándola mientras regresa.
No me moví hasta que calculé que mi padre estaba ya lo suficientemente lejos como para que mi reacción no le resultara sorprendente. Sólo entonces me armé de valor, me puse en pie y le di la cara.
– Se encuentra bien, ¿verdad? -preguntó mirándome con severidad.
Podría haberle dicho que no, que aún estaba débil y desorientada; podría haber fingido que todavía no me había recuperado de los efectos del supuesto desmayo. Pero sabía que no iba a creerme. Y con razón.
– Perfectamente -respondí.
– ¿Sabe él algo? -preguntó entonces refiriéndose a mi padre y su conocimiento acerca de mi colaboración con los ingleses.
– Nada en absoluto.
– Manténgalo así. Y no se le ocurra dejarse ver con el rostro descubierto al salir -ordenó-. Túmbese en el asiento trasero del automóvil y permanezca tapada en todo momento. Cuando lleguen a casa, asegúrese de que nadie los ha seguido.
– Descuide. ¿Algo más?
– Venga a verme mañana. En el mismo sitio y a la misma hora.
– Una actuación magistral la del hipódromo -fue su saludo. A pesar del supuesto cumplido, su rostro no mostraba el menor rasgo de satisfacción. Me esperaba de nuevo en la consulta del doctor Rico, en el mismo lugar donde nos habíamos reunido meses atrás para hablar sobre mi encuentro con Beigbeder tras su cese.
– No tuve otra opción, créame que lo siento -dije mientras me sentaba-. No tenía idea de que íbamos a ver las carreras en el palco de los ingleses. Ni de que los alemanes iban a ocupar justamente el vecino.
– Lo entiendo. Y actuó bien, con frialdad y rapidez. Pero corrió un riesgo altísimo y estuvo a punto de desencadenar una crisis del todo innecesaria. Y no podemos permitirnos vernos implicados en imprudencias de esta envergadura según está la situación de complicada ahora mismo.
– ¿Se refiere a la situación en general, o a la mía en particular? -pregunté con un involuntario tono de arrogancia.
– A ambas -zanjó contundente-. Verá, no es nuestra intención inmiscuirnos en su vida personal, pero, a raíz de lo sucedido, creo que debemos llamar su atención sobre algo.
– Gonzalo Alvarado -adelanté.
No respondió de inmediato; antes se tomó unos segundos para encender un cigarrillo.
– Gonzalo Alvarado, efectivamente -dijo tras expulsar el humo de la primera calada-. Lo de ayer no fue algo aislado: sabemos que se les ve juntos en sitios públicos con relativa asiduidad.
– Por si le interesa y antes de nada, déjeme aclararle que no mantengo ninguna relación con él. Y, como le dije ayer, tampoco está al tanto de mis actividades.
– La naturaleza concreta de la relación que exista entre ustedes es un asunto del todo privado y ajeno a nuestra incumbencia -aclaró.
– ¿Entonces?
– Le ruego que no se lo tome como una invasión desconsiderada en su vida personal, pero tiene que entender que la situación es ahora mismo extraordinariamente tensa y no tenemos más remedio que alertarla. -Se levantó y recorrió unos pasos con las manos en los bolsillos y la vista concentrada en las baldosas del suelo mientras continuaba hablando sin mirarme-. La semana pasada supimos que hay un activo grupo de confidentes españoles cooperando con los alemanes para elaborar ficheros de germanófilos y aliadófilos locales. En ellos están incluyendo datos sobre todos aquellos españoles significados por su relación con una u otra causa, así como su grado de compromiso para con las mismas.
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