María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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45

– Arish, querida, quiero presentarte a mi futuro suegro, Gonzalo Alvarado. Tiene mucho interés en hablar contigo sobre sus viajes a Tánger y los amigos que allí dejó, probablemente conozcas a algunos de ellos.

Allí estaba, efectivamente, Gonzalo Alvarado, mi padre. Vestido de frac y sosteniendo un vaso tallado de whisky a medio beber. En el primer segundo en que nuestras miradas se cruzaron supe que de sobra sabía quién era yo. En el segundo, intuí que la idea de haber sido invitada a aquella fiesta había partido de él. Cuando tomó mi mano y se la acercó a la boca para saludarme con un amago de beso, nadie en aquel salón, sin embargo, podría haber siquiera llegado a imaginar que los cinco dedos que estaba sosteniendo eran los de su propia hija. Sólo nos habíamos visto un par de horas en toda la vida, pero dicen que la llamada de la sangre es tan potente que a veces logra cosas así. Bien pensado, no obstante, tal vez fueran su perspicacia y buena memoria las que primaran por encima del instinto paternal.

Estaba más delgado y más encanecido, pero seguía manteniendo una gran facha. La orquesta empezó a tocar Aquellos ojos verdes , él me invitó a bailar.

– No sabes cuánto me alegra verte otra vez -dijo. En el tono de su voz distinguí algo parecido a la sinceridad.

– A mí también -mentí. En realidad no sabía si me alegraba o no; aún estaba demasiado anonadada por lo inesperado del encuentro como para poder elaborar un juicio razonable sobre el mismo.

– Así que ahora tienes otro nombre, otro apellido y se supone que eres marroquí. Imagino que no vas a contarme a qué se deben tantos cambios.

– No, creo que no voy a hacerlo. Además, no creo que le interese demasiado, son cosas mías.

– Tutéame, por favor.

– Como quieras. ¿Te gustaría también que te llamara papá? -pregunté con un punto de sorna.

– No, gracias. Con Gonzalo es suficiente.

– De acuerdo. ¿Cómo estás, Gonzalo? Pensé que te habían matado en la guerra.

– Sobreviví, ya ves. Es una larga historia, demasiado siniestra para una noche de fin de año. ¿Cómo está tu madre?

– Bien. Ahora vive en Marruecos, tenemos un taller en Tetuán.

– Entonces, ¿al final me hicisteis caso y os fuisteis de España en el momento oportuno?

– Más o menos. La nuestra también es una larga historia.

– Tal vez me la quieras contar otro día. Podemos vernos para charlar; déjame que te invite a comer -sugirió.

– No creo que pueda. No hago demasiada vida social, tengo mucho trabajo. Hoy he venido por empeño de unas clientas. Ingenua de mí, en un principio pensé que se trataba de una insistencia del todo desinteresada. Ahora veo que, detrás de una amable e inocente invitación a la modista de la temporada, había algo más. Porque la idea partió de ti, ¿verdad?

No dijo ni sí ni no, pero la afirmación quedó meciéndose en el aire, suspendida entre los acordes del bolero.

– Marita, la novia de mi hijo, es una buena chica: cariñosa y entusiasta como pocas, aunque no demasiado lista. De todas maneras, la aprecio enormemente: es la única que ha conseguido arreglárselas para meter en cintura al tarambana de tu hermano Carlos y va a llevarlo al altar dentro de un par de meses.

Ambos dirigimos la mirada a mi clienta. Cuchicheaba en ese momento con su hermana Teté, sin quitarnos la vista de encima ninguna de las dos, embutidas ambas en sendos modelos salidos de Chez Arish. Con una falsa sonrisa tirante en los labios, me hice a mí misma la firme promesa de no volver a fiarme de las clientas que embaucaban con cantos de sirena a las almas solitarias en noches tan tristes como la de un año que se va.

Gonzalo, mi padre, continuó hablando.

– Te he visto tres veces a lo largo del otoño. Una de ellas salías de un taxi y entrabas en Embassy; yo paseaba a mi perro apenas a cincuenta metros de la puerta, pero no te diste cuenta.

– No, no me di cuenta, es cierto. Suelo ir casi siempre con bastante prisa.

– Me pareciste tú, pero sólo pude verte unos segundos y pensé que tal vez todo había sido una mera ilusión. La segunda vez fue un sábado por la mañana en el Museo del Prado, me gusta pasar por allí de vez en cuando. Te seguí de lejos mientras recorrías varias salas, aún no tenía la certeza de que fueras quien yo creía que eras. Después te dirigiste al guardarropa en busca de una carpeta y te sentaste a dibujar frente al retrato de Isabel de Portugal, de Tiziano. Yo me instalé en otra esquina de la misma sala y permanecí allí, observándote, hasta que empezaste a recoger tus cosas. Me marché entonces convencido de que no me había equivocado. Eras tú con otro estilo: más madura, más resuelta y elegante, pero sin duda, la misma hija a la que conocí asustada como un ratón justo antes de empezar la guerra.

No quise abrir el menor resquicio para la melancolía, así que intervine inmediatamente.

– ¿Y la tercera?

– Hace sólo un par de semanas. Caminabas por Velázquez, yo iba en coche con Marita; la llevaba a casa tras un almuerzo en la finca de unos amigos, Carlos tenía cosas que hacer. Te vimos los dos a la vez y entonces, para mi gran sorpresa, ella te señaló y me dijo que eras su nueva modista, que venías de Marruecos y te llamabas Arish no sé qué.

– Agoriuq. En realidad es mi apellido de siempre puesto del revés. Quiroga, Agoriuq.

– Suena bien. ¿Tomamos una copa, señorita Agoriuq? -preguntó con gesto irónico.

Nos abrimos paso, cogimos dos copas de champán de la bandeja de plata que un camarero nos ofreció, y nos desplazamos hacia un lateral del salón mientras la orquesta comenzaba a tocar una rumba y la pista volvía a llenarse de parejas.

– Imagino que no tendrás interés en que desenmascare a Marita tu verdadero nombre y mi relación contigo -dijo una vez conseguimos retirarnos del bullicio-. Como te he dicho, es buena chica, pero le encantan los chismorreos y la discreción no es precisamente su fuerte.

– Te agradecería que no dijeras nada a nadie. De todas maneras, quiero aclararte que mi nuevo nombre es oficial y el pasaporte marroquí, verdadero.

– Supongo que habrá alguna razón de peso para ese cambio.

– Por supuesto. Con ello gano exotismo de cara a mi clientela y, a la vez, me libro de que me persiga la policía por la denuncia que tu hijo interpuso contra mí.

– ¿Carlos puso una denuncia contra ti? -La mano con la copa había quedado parada a medio camino hacia la boca, su sorpresa parecía del todo auténtica.

– Carlos no: tu otro hijo, Enrique. Justo antes de empezar la guerra. Me acusaba de haberte robado el dinero y las joyas que me diste.

Sonrió sin despegar los labios, con amargura.

– A Enrique lo mataron tres días después del alzamiento. Una semana antes habíamos tenido una discusión tremenda. Él estaba muy politizado, presentía que algo fuerte iba a suceder con inminencia y se empeñó en que sacáramos de España todo el dinero que teníamos en metálico, las joyas y los objetos de valor. Tuve que decirle que te había entregado tu parte de mi herencia; en realidad, pude haberme callado, pero preferí no hacerlo. Le conté por eso la historia de Dolores y le hablé de ti.

– Y se lo tomó mal -adelanté.

– Se puso como un energúmeno y me dijo todo tipo de barbaridades. Llamó después a Servanda, la vieja criada, imagino que la recuerdas. La interrogó sobre vosotras. Ella le contó que tú habías salido corriendo llevando un paquete en la mano y entonces él mismo debió de elaborar esa ridícula versión del robo. Tras la pelea se fue de casa dando un portazo que hizo retumbar las paredes de todo el edificio. La siguiente vez que volví a verle fue once días más tarde, en el depósito del Estadio Metropolitano con un tiro en la cabeza.

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